En el año 2022 se produjo el “apagón” (“black-out”), por motivos no esclarecidos todavía del todo. Hay quien afirma que los “Nexus”, en alguna de sus diversas versiones, se vieron implicados más o menos directamente en los hechos que lo originaron.

El flujo de energía eléctrica tradicional y nuclear quedó interrumpido durante meses, por lo que todas las máquinas alimentadas por esta fuente de energía quedaron inútiles, inservibles. 
La ingente cantidad de datos acumulada en soporte digital se perdió o quedó deteriorada irreversiblemente. Las grandes compañías y plataformas que, gracias al tratamiento masivo de datos, parecía que dominarían la economía mundial durante, al menos, el resto del siglo XXI, quebraron súbitamente. Entre ellas cabe citar, por ejemplo, a la Tyrell Corporation.
Los humanos, pero también los cíborgs y los robots, tuvieron que volver a formas de vida anteriores a las propias de las surgidas al albur de la Revolución Industrial. 
A pesar de la abundancia de máquinas —inertes—, la vida en Los Ángeles en 2022 era más similar a la desarrollada por los pobladores de las cuevas de Altamira, miles de años atrás, que a la de los habitantes de una ciudad como Londres en el año 2000. La contradicción no podía ser mayor. 
Pocos habían valorado en su justa medida la dependencia de la energía y la vulnerabilidad de los datos almacenados en soporte electrónico ante un corte prolongado del suministro y las tensiones magnético-ambientales.
La economía mundial se desplomó, y el sueño, para unos, o la pesadilla, para otros, de un planeta globalizado y culturalmente homogéneo desapareció como las lágrimas en la lluvia. 
Con el restablecimiento de la energía, con unas infraestructuras de toda índole seriamente dañadas por el desuso y por la agitación y el conflicto social, fue posible, como en la Edad Media, el surgimiento de enormes orbes separadas del exterior por grandes murallas para proteger a “la barbarie de la barbarie”. Estas “megaciudades” estaban, por tanto, prácticamente desconectadas entre sí. 
La contaminación ambiental, con origen en el desbocado crecimiento industrial del siglo XX, y, sobre todo, en el “Conflicto Armado Nuclear”, empujaron a la búsqueda y al asentamiento de nuevos espacios para la vida humana en el mundo exterior.
La Tierra quedó como un lugar destinado a habitantes de segunda, aunque gracias a la Wallace Corporation se pudo, al menos, alimentar a la población con comida artificial y crear una nueva generación de robots para realizar las tareas más arduas en un entorno para el desarrollo de la vida cotidiana extraordinariamente hostil, a la vez que se facilitaba la salida del planeta, para aquellos que pudieran permitírselo, hacia destinos más estables y prometedores.
Curiosamente, la Wallace Corporation asentó su hegemonía tecnológica en un poder financiero tosco y arcaico. En el fervor de la “Cuarta Revolución Industrial”, ante la presión de las que fueron conocidas como las empresas “Fintech” y una vez retirados todos los billetes y monedas soberanos en circulación, los grandes bancos mundiales se digitalizaron absolutamente, sin mantener un solo dato en soporte papel.
Las consecuencias del “apagón” de 2022 fueron letales para estos grandes bancos, que, privados de energía y de los datos conservados en soporte digital, no pudieron desarrollar su actividad ni prestar sus servicios.
La ausencia de dinero físico fue la causa del retorno de la permuta para el intercambio de bienes y servicios, lo que aceleró el declive de las grandes entidades financieras, en una economía de subsistencia en la que los humanos, cíborgs y robots cada vez necesitaban menos de intermediarios financieros y más de un milagro para sobrevivir.
Los bancos de menor tamaño que no se digitalizaron, que siguieron conservando archivos en papel y una operativa más primitiva y localizada territorialmente, fueron los que, al regresar la energía, pudieron retomar su actividad de modo más efectivo. Se convirtieron en grandes. Fueron adquiridos por la Wallace Corporation, que, partiendo de estos despojos, edificó su grandeza y supremacía.

José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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