En “Capitalismo y libertad”, obra escrita en 1962, Milton Friedman dedicó algunas páginas, no demasiadas, a la “responsabilidad social de la empresa”, para señalar que, según la nueva tesis que comenzaba a abrirse paso, los administradores y los directivos de las corporaciones debían atender, adicionalmente, otros intereses distintos de los propios de los accionistas (“stockholders”).
La reacción de Friedman ante este enfoque fue, como se puede intuir, desabrida cuando menos: “This view shows a fundamental misconception of the character and nature of a free economy. In such an economy, there is one and only one social responsibility of business —to use its resources and engage in activities designed to increase its profits so long as it stays within the rules of the game, which is to say, engages in open and free competition, without deception or fraud. […] Few trends could so thoroughly undermine the very foundations of our free society as the acceptance by corporate officials of a social responsibility other than to make as much money for their stockholders as possible”.
En síntesis, con una visión estrecha, Friedman apostó por fiar toda la responsabilidad social corporativa al incremento de los beneficios, es decir, por atender de forma prioritaria a los accionistas, sin prestar la suficiente atención —o ninguna en absoluto— a otros grupos de interés (“stakeholders”) como los proveedores, los empleados o la sociedad en general. Por supuesto, es posible que la preocupación por el impacto ambiental de la actividad empresarial ni siquiera fuera considerada por los más acérrimos defensores del mercado.
No menos miope nos parece la visión de quienes desautorizan sin más razón el ánimo de lucro y la doctrina de un Adam Smith que antes que economista fue profesor de ética [por ejemplo, Sampedro, J.L., “La inflación (al alcance de los ministros)”, Debolsillo, Barcelona, 2013, pág. 139: “Igual que el pájaro vuela y el tigre mata, el empresario no puede evitar el perseguir un máximo beneficio, por la fuerza del producto histórico que es el sistema capitalista, ya que no por la de la naturaleza. Después de todo, a nadie puede extrañarle esa meta en una organización social cuya gran virtud y admirable mérito, cantado con lirismo y unanimidad por los economistas académicos desde Adam Smith hasta hoy, consiste en orientarse según el lucro”].
Sin embargo, la responsabilidad social y los impactos no financieros de las empresas comenzaron a ser entendidos y atendidos, pero bajo una cuádruple limitación o servidumbre: la de su subordinación a lo financiero, la de la prevalencia de la visión “stockholder”, la de la absoluta intangibilidad de lo financiero por lo no financiero y la de la voluntariedad de la responsabilidad social corporativa.
Esta tensión entre el corto y el largo plazo, entre el interés de los accionistas e inversores y el de otros grupos, se ha puesto de manifiesto, entre muchos otros, por Schoenmaker (“Sustainable investing: How to do it”, Bruegel, Policy Contribution, No 23, November 2018): “The concept of long-term value creation means that a company aims to optimise its financial, social and environmental value in the long term (Schoenmaker, 2017). The optimisation requires careful balancing of the three elements, with none being neglected in favour of the others. Unfortunately, current business practices are still too narrowly focused on short-term financial returns, meaning that they fail to achieve inclusive capitalism. For decades, maximising profits (shareholder view) has been the primary objective in corporate finance. But the shareholder model is holding companies back from sustainable business practice”.
Si el ser humano es un ser social, lo que ya quedó establecido formalmente por Aristóteles, que actúa movido por la razón pero también por el corazón y la solidaridad hacia sus semejantes, en las construcciones humanas también se encontrará esta predisposición. Las corporaciones creadas por los individuos para el logro de sus fines comunes cuentan con esta vocación social desde mucho antes de que se formulase la teoría de la responsabilidad social corporativa.
Los gestores de las corporaciones —y sus empleados— se deben al interés de los propietarios, de ahí la pertinencia del respeto a las “reglas del juego”, como acertadamente señaló Friedman, pero las buenas acciones, intencionadas o no, que repercuten favorablemente en el colectivo o en el medioambiente, son, desde sus inicios, inherentes al desarrollo de su propia actividad.
Antes referimos la voluntariedad de la responsabilidad social corporativa, aunque algo está cambiando en los últimos años: crear valor para la sociedad, velar por el largo plazo y por el desarrollo sostenible, ya no es una opción sino una obligación. Tampoco parece que en adelante sea posible la ubicación, en departamentos estancos, de la actividad puramente empresarial o financiera y de la no financiera o social; antes bien, el tratamiento conjunto de ambas esferas será una exigencia (piénsese, por ejemplo, en una crisis reputacional o en el rechazo de una corporación o de sus bienes y servicios por los consumidores, lo que, en un breve plazo de tiempo, podría disipar su valor y llevarla al colapso).
La Directiva 2014/95/UE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 22 de octubre de 2014, sobre divulgación de información no financiera e información sobre diversidad por parte de determinadas grandes empresas y determinados grupos, ha marcado un hito en la Unión Europea.
La Ley 11/2018, de 28 de diciembre, que le sirve de transposición en España, coloca a nuestro país en vanguardia en esta materia.
Aunque muchos no son conscientes todavía de ello, una nueva época, un nuevo paradigma de la empresa y de su compromiso social, acaban de comenzar…