(Publicado en Diario La Ley el 4 de noviembre de 2019)

Resumen/abstract: El Código Civil de 1889 estableció los principios del Derecho español de obligaciones y contratos. A pesar del desarrollo político, social, económico y empresarial —particularmente intensos desde la aprobación de la Constitución de 1978 y la integración europea de 1986—, de la publicación de diversas leyes civiles especiales y de la promulgación de un marco específico para la protección del consumidor y del usuario de servicios financieros, la problemática suscitada en los últimos años en relación con la contratación financiera se ha resuelto aplicando, en no pocas ocasiones, sus centenarios principios, los cuales también proyectarán eficacia, previsiblemente, para reglamentar el proceso de transformación digital de nuestra sociedad y del sistema financiero, en particular, y las nuevas relaciones entre las entidades bancarias tradicionales, las entidades tecnológicas (“Fintech” y “Bigtech”) y los usuarios de unos servicios financieros no siempre prestados, como novedad, por bancos.


Es posible que a lo largo de nuestra carrera como juristas nos identifiquemos en mayor medida con unas disposiciones normativas antes que con otras. En mi caso, no puedo ocultar cierto apego hacia el Código Civil. Por concretar algunas de las razones de esta afinidad, el Código fue la primera ley que estudié con un mínimo de profundidad y orden en el segundo curso de la Licenciatura de Derecho (Plan de 1953), pues, a pesar de su interés objetivo, ni el Derecho Natural, ni el Derecho Político, ni el Derecho Romano ni la Historia del Derecho, todas ellas asignaturas del primer curso, invitaban a un recién llegado a este nuevo mundo a sumergirse en la normativa en vigor y en los aspectos más prácticos del ordenamiento jurídico. Posteriormente, me reencontré con nuestra Ley Civil en las oposiciones en las que estuve embarcado durante algunos meses tras obtener la Licenciatura en Derecho. Por último, mi única experiencia docente universitaria, puntual pero de algún calado, ha sido como profesor de Civil.

Por todo ello, y por algunos motivos más que no traigo ahora a colación —la relación entre el lenguaje del Código y la parla diaria también podría ser objeto de estudio—, considero que este 130 aniversario (1889-2019) es una ocasión más que propicia para saldar una deuda contraída con el Código Civil —y con el Derecho Civil como disciplina jurídica en general—, con los grandes juristas de finales del siglo XIX que tuvieron la fuerza de espíritu suficiente para concluir el proceso codificador, y con algunos de los profesores y profesoras que me ayudaron a entender nuestro Código en toda su sencillez, belleza y utilidad práctica.

Es inevitable rescatar las palabras del insigne Alonso Martínez dirigidas a la Reina Regente —durante la minoría de edad de Alfonso XIII— a través de la Exposición de Motivos del Real Decreto de 6 de octubre de 1888, por el que se dispuso la publicación de la primera versión del Código Civil en la Gaceta de Madrid: “El Código Civil, que interesa por igual a todas las clases sociales, y realiza, no una aspiración pasajera, sino un anhelo constante del pueblo español […]”, debe reflejar “fielmente nuestras actuales ideas y costumbres” y satisfacer “las complejas necesidades de la moderna civilización española”.

El pueblo español de este primer cuarto del siglo XXI, en el que se desarrollan la Cuarta Revolución Industrial y un proceso de transformación digital sin precedentes, es otro bien distinto del de finales del siglo XIX: el orden liberal y burgués de entonces —son los años del “laissez faire-laissez passer”—, de sufragio censitario, proclive a la supresión de todas las trabas obstaculizadoras del desarrollo individual y comercial —el XIX es el siglo de las Desamortizaciones[1]—, ha dado paso, tras múltiples avatares, a una sociedad moderna, plural, democrática y de consumo, con unas sensibilidades bien diferentes y con un gran peso de las Administraciones Públicas, tanto en lo social como en lo económico.

A pesar de ello, el Código Civil mantiene su vigencia, aunque los profesores Díez Picazo y Gullón (1995, págs. 40 y 41) ya nos animaron en su momento a recuperar el Derecho Civil para preservar la autonomía privada frente a la excesiva injerencia estatal en la órbita de actuación de la persona, y a descubrir en el Código los valores sociales con vigencia efectiva y la efectiva distribución de fuerzas sociales que no se recogieron formalmente en la Constitución de 1978.

El Código Civil es fruto, obviamente, de la época de la codificación, que persiguió, siguiendo de nuevo a Díez-Picazo y Gullón (1995, pág. 36), insuflar en los ordenamientos jurídicos unos determinados ideales de carácter político, económico y social; que los códigos se bastasen a sí mismos, evitando el recurso al Derecho supletorio; la racionalización de las actividades jurídicas gracias a la simplificación, la claridad y la inequivocidad; y la racionalización de un mundo jurídico fundado en la lógica jurídica e idóneo para desarrollarse conforme a ella. Con el Código se llenó, según Alonso Martínez, “una necesidad sentida desde hace cinco siglos y no satisfecha aún [a fines del XIX], a pesar de los laudables esfuerzos de algunas de las generaciones que nos han precedido”. El conocido como “Código de Napoleón”, de 1804, sirvió como modelo de referencia y fuente de inspiración a todas las naciones que durante el siglo XIX afrontaron el proceso codificador.

No deja de maravillarme que el Código tenga un inicio y un fin, y que esté compuesto, cabalmente, por 1.976 artículos (aparte de sus 13 disposiciones transitorias y las 4 adicionales). Naturalmente, está desarrollado por un conjunto de leyes civiles especiales, de las que la “Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios” acaso sea una de las más representativas y aplicadas en la práctica, y ha sido objeto de múltiples revisiones y modificaciones, pero, en esencia, todo lo podemos hallar en él, bien expresamente, bien como resultado de un proceso deductivo o inductivo, según se tercie en función de las circunstancias.

Con el paso de los años y mi especialización en materia bancaria —y financiera más en general—, la admiración por el Código Civil ha crecido por varias circunstancias. Según Roldán (2019), el texto consolidado más reciente de Basilea III, publicado por el Comité de Basilea, por el que se marcan pautas a las autoridades nacionales de supervisión que inevitablemente afectan a los bancos privados supervisados —e indirectamente a sus accionistas y clientes—, tiene 1.868 páginas; la normativa MiFID, que persigue la transparencia de los mercados financieros y la protección de los inversores, tiene 5.000 páginas de texto, y el conjunto de las normas de resolución bancaria de la Unión Europea, entre reglamentos y directivas, “es más largo que la Biblia”. Y eso que en dicho repaso no se incluyen, por ejemplo, las disposiciones del sector de seguros y fondos de pensiones, o las relacionadas directa e inmediatamente con la protección del consumidor, como son, por citar solo dos, la Directiva 2014/17/UE, de 4 de febrero de 2014, sobre los contratos de crédito celebrados con los consumidores para bienes inmuebles de uso residencial (recién incorporada en España, con tres años de atraso, por la Ley 5/2019, de 15 de marzo) o la Directiva 2008/48/CE, de 23 de abril de 2008, relativa a los contratos de crédito al consumo (transpuesta por la Ley 16/2011, de 24 de junio), ambas del Parlamento Europeo y del Consejo.

No podemos extendernos aquí en la eficacia vinculante para sujetos generalmente privados como son los bancos de las “recomendaciones” (“soft law”) emitidas por un organismo como el citado Comité de Basilea, ni en la descripción de Mecanismo de Supervisión que provoca que el seguimiento de la práctica totalidad del sistema bancario español se lleve a cabo por el Banco Central Europeo desde Fráncfort del Meno (Alemania), con una metodología diferente de la seguida durante décadas por el Banco de España, ni en la de un Mecanismo de Resolución instaurado en 2016 y estrenado en 2017 con la venta de un banco español a otra entidad de esta naturaleza por un euro (remitimos al lector interesado en este hecho curioso y trascendental a López, 2017).

Esta complejidad inherente y todas las páginas necesarias materialmente para plasmar la nueva regulación de los sistemas financieros internacional y europeo en los que, en esta época de globalización, nuestros bancos nacionales desarrollan su actividad diaria, una vez que la época de las cajas de ahorros ya pasó (véase el artículo 1.109 del Código Civil como recuerdo histórico de lo que las cajas fueron, con un par de excepciones hoy día), nos hacen recordar a nuestro Código Civil, con sus 1.976 artículos y sus 130 años de imperio, un “monumento legislativo armónico, sencillo y claro” (Alonso Martínez).

A pesar de sus errores, omisiones e incluso antinomias, si no encontramos en el Código el precepto directamente aplicable al caso concreto qua atrae nuestra preocupación o interés intelectual, con todos los matices que se hayan podido destacar por la interpretación jurisprudencial y doctrinal, no es tarea complicada aplicar una lógica jurídica que nos permita encontrar argumentos útiles, sólidos y justos. Si la legislación, en general, se pudiera dictar y ordenar conforme a estos parámetros de sencillez y coherencia, quedando garantizada la aplicación uniforme y justa del Derecho, no habría necesidad, como se está planteando, de dar cancha a la inteligencia artificial en el ámbito de la resolución de las controversias jurídicas.

Es una evidencia, por otra parte, que la contratación financiera de los últimos años ha venido marcada en nuestro país y en otros de su entorno más próximo por una litigiosidad extraordinaria, promovida por los usuarios de servicios financieros. De hecho, las tasas de litigación en España vienen siendo de las más altas de la OCDE (Mora-Sanguinetti, 2013, pág. 66). La propia avalancha de demandas muestra que algo no ha funcionado bien, y no solo por la parte de la industria bancaria.

A pesar de que el sistema financiero es un sector supervisado, la compleja y prolija regulación a la que nos hemos referido raramente es tomada en consideración en exclusiva por los tribunales para fundamentar sus decisiones.

El Código Civil, en sí mismo, al que el Código de Comercio de 1885 (artículo 50) se remite en todo lo no establecido expresamente en el mismo o en las leyes especiales en cuanto a los requisitos, modificaciones, excepciones, interpretación, extinción y la capacidad de los contratantes en los contratos mercantiles, también se ha visto desbordado.

La negociación cara a cara, entre iguales, ha quedado superada por la contratación en masa, impuesta por las grandes empresas de todos los sectores económicos a sus clientes, lo que ha provocado la imposibilidad de negociar caso por caso el contenido de todo el contrato —tampoco parece que tenga mucho sentido hacerlo—, y la necesidad de centrarse en los aspectos más relevantes del mismo y en la adhesión al resto.

Esta nueva realidad ha motivado, a su vez, la necesidad de regular las condiciones generales de la contratación y las cláusulas abusivas en las relaciones de las empresas con los consumidores (en lo que ahora nos interesa, las referencias principales a considerar son la Directiva 93/13/CEE, del Consejo, de 5 de abril de 1993, sobre cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores, y la Ley 7/1998, de 13 de abril, sobre condiciones generales de la contratación, además del Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, y otra normativa autonómica de protección del consumidor).

Otro hito a destacar es que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha desbancado al Tribunal Supremo (no solo al español) como máximo garante de los consumidores y sus derechos e intereses. Es paradigmático el caso de la sentencia nº 241/2013, de 9 de mayo de 2013, del Pleno de la Sala Primera del Tribunal Supremo, sobre la cláusula suelo en los préstamos hipotecarios a tipo variable, que fue objeto de enmienda parcial en cuanto al efecto devolutivo de la declaración de nulidad por la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 21 de diciembre de 2016 (asuntos acumulados C-154/15, C-307/15 y C-308/15), al interpretar el artículo 6, apartado 1, de la Directiva 93/13.

Precisamente, en esta sentencia del Tribunal Supremo encontramos expuesta, al margen de otras resoluciones del Alto Tribunal que simplemente la anticiparon sin desarrollarla tan exhaustivamente, la revolucionaria doctrina de la “transparencia material”, que, en síntesis, propugna que el consumidor tenga a su disposición toda la información necesaria para que pueda comprender en su integridad la carga económica y jurídica que le supondrán las obligaciones derivadas del contrato.

Pero, como decíamos, más allá de la regulación financiera, de la reglamentación de las condiciones generales o de la normativa protectora de consumidores, la piedra angular, la que da solidez y cierra el sistema, esa que se da por hecho que siempre estará ahí para rematar la argumentación jurídica en la fase de plasmación de las conclusiones, viene constituida por el centenario Código Civil, ese mismo que, con todo el sentido, ya determinó, por ejemplo, entre otras muchas perlas, trazos de sentido común que no deben ser minusvalorados y sí puestos en valor en este siglo XXI, como que “la interpretación de las cláusulas oscuras de un contrato no deberá favorecer a la parte que hubiese ocasionado la oscuridad” (artículo 1.288).

En la sentencia del Supremo de 9 de mayo de 2013, por ejemplo, podemos encontrar referencias expresas a los artículos 1.258 (integración del contenido del contrato de acuerdo con el principio de buena fe objetiva) y 1.261 (elementos esenciales del contrato), o, especialmente, al 1.303 (efectos de la declaración de nulidad de una obligación).

Pero en muchas otras sentencias trascendentales de estos últimos años relacionadas con la contratación bancaria o financiera también encontramos estas referencias al viejo Código: (i) sentencia nº 792/2009, de 16 de diciembre de 2009, de la Sala Primera del Tribunal Supremo (Sección Primera), que resuelve una acción colectiva de cesación de condiciones generales (artículo 1.255, que reconoce la autonomía de la voluntad); (ii) sentencia nº 244/2013, de 18 de abril de 2013, del Pleno de la Sala Primera del Tribunal Supremo, concerniente a un contrato de gestión discrecional de cartera (artículo 1.719, sobre la ejecución del mandato por el mandatario conforme a las instrucciones del mandante); (iii) sentencia nº 840/2013, de 20 de enero de 2014, del Pleno de la Sala Primera del Tribunal Supremo, relativa a un contrato de “swap” (artículos 7, sobre la buena fe, y 1.265, 1.266 y 1.300, entre otros, sobre el error-vicio del consentimiento); (iv) sentencia nº 769/2014, de 12 de enero de 2015, del Pleno de la Sala Primera del Tribunal Supremo, que tiene por objeto un contrato de “unit-linked” (artículos 1.301, sobre el plazo de prescripción de la acción de nulidad, y 1.973, sobre interrupción de la prescripción); (v) sentencia nº 265/2015, de 22 de abril de 2015, del Pleno de la Sala Primera del Tribunal Supremo, que se centra en los intereses de demora en los préstamos personales con consumidores (artículos 1.154, que tiene por objeto la modificación judicial de la pena cuando la obligación principal hubiera sido en parte o irregularmente cumplida por el deudor, y 1.108, sobre la indemnización de daños y perjuicios si la obligación consiste en el pago de una cantidad de dinero y el deudor incurre en mora); etcétera.

El proceso de depuración del clausulado de los contratos financieros se ha proyectado hacia el futuro gracias a la aprobación de directivas y leyes como las anteriormente mencionadas, pero, retrospectivamente, ha sido fundamental la labor de los tribunales, que han encontrado un aliado fiable, quizás inesperado para muchos, en nuestro Código Civil, que, en cierto sentido, ha contribuido a la recuperación de la confianza en un sistema financiero del que una sociedad avanzada, si de veras desea continuar prosperando, no puede prescindir.

Pero, al margen de todo lo anterior, también creemos que el Código Civil seguirá mostrando su utilidad en los años venideros, en un contexto en el que “un número creciente de aspectos cotidianos de nuestras vidas se están viendo afectados por el fenómeno de la creciente digitalización” (Gobernador del Banco de España, 2019, pág. 3).

Es en este ambiente en el que han proliferado las conocidas como “Fintech”, que pueden ser incipientes “start-ups” pero también gigantes de la economía mundial como Google, Amazon, Facebook o Apple (conocidos como las entidades “Bigtech”), que han comenzado a poner sus ojos en la prestación de los servicios procurados tradicionalmente por las entidades bancarias, como los de pago o los de financiación, lo que no se ve mal entre los usuarios, especialmente por los más jóvenes.

Adicionalmente, van surgiendo, a un ritmo más rápido del que se pudo estimar en un inicio, nuevos fenómenos asociados a las tradicionales finanzas, como la negociación de alta frecuencia (“high frequency trading”), la inteligencia artificial, el asesoramiento financiero automatizado (“robo-advice”), la “cadena de bloques” (“blockchain”), los “contratos inteligentes” (“smart contracts”), las monedas virtuales…

Para un jurista, adentrarse en este terreno de juego, que cuenta con su propia lógica y reglas de funcionamiento, no es una tarea sencilla, pues si la regulación siempre va por detrás de la realidad, en estos tiempos de disrupción su avance será todavía más lento y sinuoso. Estamos convencidos de que podremos seguir encontrando en el Código Civil un puerto seguro para resolver las dificultades interpretativas y las controversias que, irremediablemente, como es natural, irán surgiendo en esta fascinante época de transformación.


Referencias bibliográficas

Díez Picazo, L. y Gullón, A. (1995): “Sistema de Derecho Civil”, vol. I, 8ª ed., 3ª reimpr., Editorial Tecnos, S.A., Madrid.

Gobernador del Banco de España (2019): Participación en la mesa redonda “Regulación de las fintech”, CVII Reunión de Gobernadores de Bancos Centrales del CEMLA, 30 de abril (https://www.bde.es/f/webbde/GAP/Secciones/SalaPrensa/IntervencionesPublicas/Gobernador/Arc/Fic/hdc300419.pdf).

López Jiménez, J.Mª (2017): “Banco Popular: sobre hundimientos y rescates”, Diario La Ley, nº 8998, 12 de junio (http://diariolaley.laley.es/home/EX0000121997/20170612/Banco-Popular-sobre-hundimientos-y-rescates).

Mora-Sanguinetti, J.S. (2013): “El funcionamiento del sistema judicial: nueva evidencia comparada”, Banco de España, Boletín Económico, noviembre (https://www.bde.es/f/webbde/SES/Secciones/Publicaciones/InformesBoletinesRevistas/BoletinEconomico/13/Nov/Fich/be1311-art5.pdf).

Roldán Alegre, J.Mª (2019): “El sistema financiero, 20 años después”, texto de clausura, UBS Annual Financial Institutions Conference, 17 de mayo (https://www.aebanca.es/el-sistema-financiero-20-anos-despues/).

Vallès, J.M. (2011): “Cajas, ¿la desamortización del siglo XXI?”, El País, 26 de enero (https://elpais.com/diario/2011/01/26/opinion/1295996405_850215.html).

[1] Algún autor ha calificado el proceso de reforma de las cajas de ahorros iniciado en 2010 (Real Decreto-ley 11/2010, de 9 de julio, de órganos de gobierno y otros aspectos del régimen jurídico de las Cajas de Ahorro) y concluido en 2013 (Ley 26/2013, de 27 de diciembre, de cajas de ahorros y fundaciones bancarias), pasando por el Memorando de Entendimiento sobre Condiciones de Política Sectorial Financiera y el Acuerdo Marco de Asistencia Financiera, ambos de verano de 2012, como “la tercera desamortización” (Vallès, 2011), por la entrega de su suerte al capital privado.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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