La Tierra representa en sí misma una realidad viva, compleja y cambiante, que, a la par, moldea a sus moradores. Como señala Manuel Vicent, “Desde 6000 millones de kilómetros de distancia nuestro planeta aparece como una mota de polvo iluminada por el sol en medio de la oscuridad cósmica. Esa mota de polvo azul, que es nuestro hogar, lleva consigo por el universo el misterio de la vida junto al caos que la raza humana con sus dioses, creencias, pasiones, crímenes, patrias e ideologías”.

El planeta tiene sus propios ciclos que alteran el clima. Por ejemplo, Jared Diamond (“Armas, gérmenes y acero”, DeBOLS!LLO, 7ª ed., diciembre de 2011, pág. 48), refiere que “Durante los períodos glaciales, era tal la cantidad de agua de los océanos encerrada en los glaciares que el nivel del mar descendió en todo el mundo cientos de metros por debajo de su posición actual”.

En contra de la opinión de los creacionistas, es evidente que el planeta y sus seres no siempre fueron como los hemos conocido.

La propia dinámica de desarrollo de la Tierra, que igualmente puede castigar o bendecir a los seres vivos, es compatible con su alteración, a mejor o, lamentablemente, también a peor, por la acción humana.

Por ejemplo, Goetzmann (“Money changes everything. How finance made civilization possible”, Princeton University Press, 2017, pág. 133) relata cómo la intensa explotación minera de Iberia (las actuales España y Portugal) por los tartesos, los fenicios, los cartagineses y los romanos, además de la propia huella dejada en el territorio, encontró reflejo en el hielo de Groenlandia.

El origen del cambio climático y sus efectos buscan su hueco entre la ciencia, la creencia y la ideología.

Los negacionistas del cambio climático, cuando el invierno es “crudo como solía ser”, creen encontrar argumentos a su favor.

En el artículo publicado en la edición impresa de El País de 10 de enero de 2021 «“Filomena”, una cara más del cambio climático», de los profesores Valladares, Mataix y Monge, se menciona que “se tiende a asociar el cambio climático con las olas de calor, olvidando que el cambio del clima resulta en una sucesión de fenómenos meteorológicos extremos de características distintas: olas de frío, de calor, huracanes, etcétera”.

En su opinión, esta conexión entre frío y calor «no es directa, pero es indudable. El calentamiento trae consigo un debilitamiento de la “corriente en chorro”, esa corriente de aire que se da en la estratosfera y permite separar las regiones polares de las templadas. Dicho debilitamiento favorece la formación de “vaguadas”, áreas anticiclónicas que se forman debido al ascenso de aire cálido y húmedo. De esta forma, grandes masas de aire frío provenientes del norte entran en contacto con masas de aire cálido y húmedo provenientes del sur. Por un lado se obtienen récords de bajas temperaturas provocados directamente por ese aire frío que cada vez llega a latitudes más sureñas y, por otro, se obtienen precipitaciones históricas, en forma de lluvia o de nieve».

En la parte final de la columna se refieren al impacto en nuestras sociedades y economías de estos fenómenos climatológicos cada vez más violentos y habituales, con una breve cita al plan de la Unión Europea “Next Generation”: “las evidencias son lo suficientemente contundentes como para no dilatar las decisiones ni las inversiones”.

Desde “el otro lado”, el de los mercados financieros que deben canalizar tanto la inversión como las ayudas públicas de la reconstrucción, se trabaja para que este esfuerzo sea lo más efectivo posible.

Más allá de los sistemas de clasificación que deben ayudar a dirigir la inversión, como la taxonomía regulatoria de la Unión Europea, parece imprescindible una aproximación entre la Ciencia y las Finanzas que nos permita disparar con acierto esta única bala de plata de la que disponemos antes de que sea demasiado tarde.

(Imagen tomada de El País: https://elpais.com/opinion/2020-05-02/punto-azul.html)


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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