“Yo soy testigo de Chernóbil… el acontecimiento más importante del siglo XX, a pesar de las terribles guerras y revoluciones que marcan esta época” (pág. 43)
“Chernóbil es un enigma que aún debemos descifrar. Un signo que debemos leer. Tal vez el enigma del siglo XXI” (pág. 45)
“Ha empezado la historia de las catástrofes” (pág. 48)
“Se está produciendo una `perestroika´, una reestructuración, de los sentimientos” (pág. 55)
“En Chernóbil se recuerda ante todo la vida `después de todo´: los objetos sin el hombre, los paisajes sin el hombre. Un camino hacia la nada, unos cables hacia ninguna parte. Hasta te asalta la duda de si se trata del pasado o del futuro. En más de una ocasión me ha parecido estar anotando el futuro” (pág. 56).
La lectura de “Voces de Chernóbil. Crónica del futuro”, de la Nobel de Literatura Svetlana Alexiévich, no deja indiferente. Es más, hace sentir al lector culpable, insolidario y contaminado (al menos, así me he sentido yo).
Cuando, el 26 de abril de 1986, se produjo el accidente en la central nuclear ucraniana, yo tenía 9 años. Tomo como referencia cronológica personal de esos meses el Mundial de Méjico y los cuatro goles de Emilio Butragueño a Dinamarca, en un partido que presencié por televisión junto a mi padre y mi hermana, que recuerdo con nitidez. También recuerdo referencias a Chernóbil algo posteriores, cuyo sentido nunca capté del todo, en “Así estoy yo sin ti”, de Joaquín Sabina (“Quemado como el cielo de Chernóbil”), del álbum “Hotel, dulce hotel” (1987) (a continuación sonaba ese pegadizo “Pacto entre caballeros” que jaleaban Eduardo, Jenaro y José Tomás: “este encuentro hay que mojarlo, con jarabe de litrona, compañeros antes de que cante el gallo”).
Mi vida ha transcurrido más o menos sosegadamente desde entonces, en ciclos anuales -o vueltas de La Tierra alrededor del Sol- que se suceden psicológicamente cada vez más rápido, aunque el tiempo quedó congelado en esta ciudad y en todos los territorios afectados por la radiación, que tendrán que aguardar cientos, miles de años, para la vuelta a la normalidad (“Los radionúclidos diseminados por nuestra Tierra vivirán cincuenta, cien, dos cientos mil años. Y más”, pág. 43).
Por lo tanto, este desastre quedó registrado en la memoria -individual y colectiva- como “uno más” de tantos, alejado en el espacio, adicionalmente, pero Chernóbil es una catástrofe para la humanidad, la actual y la venidera en los próximos cientos y miles de años, que no debería ocupar un comparimento aislado en nuestro archivo de recuerdos y conocimiento: “Pero, ¿qué quiere decir `lejos´ o `cerca´ después de Chernóbil, cuando ya al cuarto día sus nubes sobrevolaban África y China? La Tierra ha resultado ser tan pequeña. Ya no es La Tierra que conoció Colón. Es ilimitada. Ahora se nos ha formado una nueva sensación de espacio. Vivimos en un espacio arruinado” (pág. 54).
Además, la explosión de la central nuclear vino a coincidir en el tiempo, con algo de adelanto, con el hundimiento de la URSS, por lo que su sentido puede ser ambiental e histórico pero también simbólico, como reflejo del fin y el fracaso de una época y de una forma de organizar la sociedad y la economía, anteponiendo el todo al individuo: “Han confluido dos catástrofes. Una social: ante nuestros ojos se derrumbó la Unión Soviética, se sumergió bajo las aguas el gigantesco continente socialista, y otra cósmica: Chernóbil. Dos explosiones globales. Y la primera resulta más cercana, más comprensible” (pág. 54).
Sorprende leer los lúcidos y valientes escritos de George Orwell, plasmados con los hechos en pleno desarrollo, que incluso le valieron la censura de las autoridades inglesas, denunciando los peligros de las derivas totalitarias a derecha e izquierda, a pesar de que todavía muchos hoy, criados en la abundancia, se afanen por negar la realidad de esta última y del inapelable juicio de la Historia (cuestión diferente es que el modelo político liberal y el capitalismo deban evolucionar hacia un modelo realmente sostenible en todos los sentidos para perdurar).
Por cierto, cuando hoy día alguien sin la suficiente información o con excesiva mala fe afirme que el cambio climático que nos atosiga en los años finales de este primer cuarto del siglo XXI, con el año 2030 a la vuelta de la esquina, es atribuible al “sistema capitalista”, mejor sería que guardara silencio o se informara de lo ocurrido en Chernóbil, o ambas cosas… O que, por ejemplo, se ilustrara sobre el inherente poder destructivo del ser humano y de su capacidad para alterar el entorno en el que habita, como ha destacado Yuval Noah Harari en “Sapiens. De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad”, o en “Homo Deus. Una breve historia del mañana”.
“Voces de Chernóbil” no es un libro al uso, pues tras algunas referencias preliminares y finales, su autora se limita, o eso parece, a recoger de forma objetiva, acaso a transcribir, monólogos de personas a las que ha entrevistado y que, de un modo u otro, tuvieron relación directa con esta terrible catástrofe. Su aportación se parece contraer a titular cada uno de estos monólogos y a sistematizarlos bajo tres partes: (i) la tierra de los muertos; (ii) la corona de la creación; y (iii) la admiración de la tristeza.
En el número 26, de marzo de 2019, de la revista Jot Down (págs. 164-167), se puede encontrar el artículo de Juanjo Jambrina titulado “Svetlana Aleksiévich: un paseo por el amor y la muerte”. Para Jambrina, “La década de los noventa arrancó espoleada por el impulso reformista de Gorbachov. En ella se desmanteló la omnipotente cosmovisión que se acogía bajo las siglas `URSS´. Los rusos resistieron al derrumbe del sistema de certidumbres comunista y al auge del mundo dominado por valores capitalistas que no fue bien gestionado. De este largo y doloroso trance da cuenta la escritora bielorrusa Svetlana Aleksiévich [digna sucesora de Solzhenitsin] en una soberbia pentalogía a la que llama `Voces de la utopía´ elaborada exclusivamente a partir de entrevistas con testigos de los hechos en un género narrativo conocido como `novela de voces´”.
Todavía se discute si la “novela de voces” es literatura o periodismo. Nuestra autora cree que su obra es una combinación de ambos. Para Arcadi Espada sería necesaria la acreditación de la veracidad de las entrevistas.
De esta pentalogía, cerrada en 2013 con “Homo Sovieticus”, obra que la catapultó al Nobel, forma parte “Voces de Chernóbil”. Los restantes libros de la pentalogía son “La guerra no tiene rostro de mujer”, “Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial” y “Los muchachos de zinc” (la obra “Seducidos por la muerte” no forma parte de este mosaico).
Aleksiévich explica el objeto de “Voces de Chernóbil” (pág. 44): “Este libro no trata sobre Chernóbil, sino sobre el mundo de Chernóbil. Sobre el suceso mismo se han escrito ya miles de páginas y se han sacado centenares de miles de metros de película. Yo, en cambio, me dedico a lo que he denominado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo. Escribo y recojo la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras. Intento captar la vida cotidiana del alma. La vida de lo ordinario en unas gentes corrientes. Aquí, en cambio, todo es extraordinario: tanto las inhabituales circunstancias como la gente, tal como les han obligado las circunstancias, elevándolos a una nueva condición al colonizar este nuevo espacio. Chernóbil para ellos no era una metáfora ni un símbolo, era su casa. Cuántas veces el arte ha ensayado el Apocalipsis, ha probado las más diversas versiones tecnológicas del final del mundo, pero ahora sabemos positivamente que la vida es incomparablemente más fantástica”.
Los testimonios recogidos en la obra son estremecedores. En ellos podemos encontrar experiencias personales, reflexiones sobre la URSS, Gorbachov y la “perestroika”, sobre el papel del Partido Comunista en la (lamentable) gestión posterior a la explosión, sobre la vida antes y después del accidente, sobre Chernóbil como castigo bíblico anticipado en el Apocalipsis de San Juan…: “Ante Chernóbil todo el mundo se ponía a filosofar. Las personas se convertían en filósofos. Los templos se llenaron de nuevo” (pág. 46).
A pesar de ello, el atribulado ciudadano ruso o soviético (Bielorrusia fue el país más afectado por las radiaciones, además de Ucrania y Rusia) se tomó este golpe con grandes dosis de estoicismo e incluso humor (los chistes sobre la radiación y sus efectos, también sobre el pasado soviético, jalonan los testimonios recogidos en la obra: “Éramos estajanovistas. Hemos sobrevivido a Stalin. ¡A la guerra! Si no nos hubiéramos reído, si no nos hubiéramos divertido, hace tiempo que nos habríamos colgado de una soga” (pág. 79); “¿Qué es una radioniñera? Pues una abuela de Chernóbil” (pág. 81).
Son igualmente recurrentes las alusiones oníricas, lo que no deja de ser lógico cuando la razón se queda corta para tratar de encontrar una justificación al sinsentido (“Sueño a veces que estoy en la ciudad, viviendo con mi hijo. Un sueño. Que espero la muerte, la aguardo”, pág. 78).
Una mención aparte merece el uso “pacífico” de la energía nuclear: “Seguramente nos hubiéramos acostumbrado mejor a una situación de guerra atómica, como lo sucedido en Hiroshima, pues justamente para esa situación nos preparábamos. Pero la catástrofe se produjo en un centro atómico no militar”; “El átomo militar era Hiroshima y Nagasaki; en cambio, el átomo para la paz era una bombilla eléctrica en cada hogar. Nadie podía imaginar que ambos átomos, el de uso militar y el de uso pacífico, eran hermanos gemelos. Eran socios” (págs. 46 y 47).
Tras la emisión de las radiaciones, la naturaleza seguía siendo bella, los árboles florecían y daban fruto y los ríos bajaban repletos de agua, aunque, como es evidente, ser alcanzado por aquellas suponía un pasaporte cierto hacia una muerte temprana, hacia la esterilidad o hacia el nacimiento de una prole deformada o enferma: “los sentidos ya no servían para nada; los ojos, los oídos y los dedos ya no servían, no podían servir, por cuanto que la radicación no se ve y no tiene olor ni sonido. Es incorpórea” (pág. 49). (“Qué radiación ni qué cuentos, si las mariposas vuelan y los abejorros zumban”, pág. 71).
Los animales, en cambio, sí se parecieron percatar de que algo no transcurría bien, y comenzaron a seguir pautas de comportamiento inhabituales, además de que fueron objeto de una persecución prioritaria por ser portadores de radiación, tanto los domésticos (perros o gatos), como los salvajes (jabalíes, aves).
Si la catástrofe no fue todavía mayor (se evitó la explosión de otros tres reactores) fue gracias a la labor de los bomberos y los conocidos como “liquidadores”, que en las primeras horas y días trataron de minorar los efectos del desastre en la propia central. Por supuesto, todos ellos, jóvenes en su mayoría, muchos voluntarios, habrían de morir en los siguientes meses y años bajo terribles sufrimientos (“No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Recobre la sensatez”, pág. 32; “aquello no era un cáncer de los corrientes, una enfermedad a la que también todos temen, sino de Chernóbil, que es aún más terrible. […] Le empezó a crecer algo negro. No se sabe cómo, le desapareció la barbilla, desapareció el cuello, la lengua se salió afuera. Se le reventaban los vasos, empezaron las hemorragias”, pág. 398).
Para nuestra admiración, del relato de sus familiares (sus jóvenes viudas, generalmente), resulta que prácticamente todos, si hubieran tenido opción de elegir de nuevo, habrían repetido su heroico y suicida comportamiento: “Una vez le pregunto: `¿Y ahora no te arrepientes de haber ido?´. Y él mueve la cabeza diciendo: `No´” (pág. 399). “Los héroes de Chernóbil tienen un monumento. Es el sarcófago que han construido con sus propias manos y en el que han depositado la llama nuclear. Una pirámide del siglo XX” (pág. 51).
La obra se cierra con un apartado titulado “A modo de epílogo”, que reproduce, en el colmo de la insensatez y la falta de respeto hacia los habitantes de las zonas contaminadas, publicidad sobre viajes turísticos para visitar el sarcófago: “Tendrán algo impresionante que contar a sus amigos cuando regresen a casa. La experiencia no tiene punto de comparación con un viaje a las Islas Canarias o a Miami” (pág. 405); “Bueno, y al final de la excursión se ofrece a los amantes del turismo extremo un picnic con comida hecha a base de productos ecológicamente puros, vino tinto… y vodka ruso”; “¿Creen ustedes que todo esto es una idea demencial? Se equivocan, el turismo nuclear goza de una gran demanda, sobre todo entre los turistas occidentales” (pág. 406).
Con un cierre como este sobra todo comentario y quizás, tan solo, quepa anticipar nuestro pesimismo acerca de un futuro en el que vivimos inmersos desde 1986.
1 comentario
José Tomás · 13 agosto, 2019 a las 3:06 pm
El equilibrio de la guerra fría deja paso a un mundo asimétrico, muchos y diversos actores amenazan un mundo superpoblado y súper explotado en sus recursos.
Ya no sirve la palabra sostenibilidad, hemos de regenerar nuestro entorno y una vez conseguido, sostenerlo.
La globalización ha traído disponibidad de bienes y servicios como nunca antes pero también a sufrimos sus efectos, desde el lado ambiental podemos citar abejas, algas, aves, etc. Invasoras y rompen el equilibrio.
Hemos de apostar por minimizar e incluso beneficiar al entorno local, cuidar y valorar los recursos, y utilizar las tecnologías avanzadas de forma que aporten positivamente. Cosa impensable en la especie humana. Tan mágica como también amenazante y destructiva.
La solución es el orden. Debe primar la razón (razón filosófica, razón financiera, razón legal, etc). O también podríamos observar cuadros de Goya en su época oscura y observar que el hombre se devora a sí mismo.
Tengo fe en un futuro mejor.