(Artículo publicado en la revista Jubilante)

La ciencia confirma que nuestro planeta se está convirtiendo en un lugar cada vez más caluroso, impredecible e inhóspito, como consecuencia, sobre todo, de la proliferación de los gases de efecto invernadero, y, particularmente, del dióxido de carbono, como consecuencia del empleo generalizado de combustibles fósiles. A esta incipiente crisis climática se le suma la relacionada con la degradación medioambiental, impactando ambas en todos los estratos sociales sin excepción, pero, sobre todo, en los menos favorecidos.

Aparentemente, ninguna de estas dos crisis guarda relación con el sistema bancario. Los bancos, al igual que otras entidades financieras, emiten gases de efecto invernadero de forma moderada en función de los servicios que ofrecen.

Sin embargo, si atendemos al Acuerdo de París y a la Agenda 2030 de las Naciones Unidas, ambos de 2015, el sector financiero está llamado a desempeñar un papel clave en la transición hacia un modelo social y económico más sostenible. Se pide al sector, nada menos, que, en estrecha cooperación con las autoridades públicas, canalice la financiación y la inversión hacia los sectores industriales y empresariales más respetuosos con el medioambiente, y que ayude a las empresas más contaminantes en su proceso de reconversión.

Por lo tanto, las entidades bancarias tendrán, por una parte, que gestionar los propios impactos del cambio climático en su actividad (mayores riesgos de sequía, inundación, incendio, pérdida de cosechas y otros activos de su clientela, etcétera), y, por otra, que evaluar cómo la financiación que conceden incide en la adaptación y la reducción de los efectos asociados al cambio climático, sin dejar de considerar el elemento social, para que, como se afirma en la Agenda 2030, antes citada, “nadie se quede atrás”.

Se puede señalar, por lo tanto, que además de ponderar los tradicionales aspectos financieros y de riesgo de las operaciones de activo, será necesario que tanto los bancos como sus clientes evalúen en esta nueva etapa las consideraciones no financieras a las que nos venimos refiriendo, lo cual constituye en sí mismo una novedad extraordinaria.

Este elemento no financiero se ha venido identificando en los últimos años con la conocida como responsabilidad social corporativa, acotada por las conductas empresariales, que, en general, de forma voluntaria, servían para dar respuesta a las expectativas de los llamados grupos de interés (clientes, proveedores, administraciones públicas, empleados, sociedad en general…).

Al referirnos a la responsabilidad social corporativa hemos empleado deliberadamente el pasado como tiempo verbal, porque este enfoque ha evolucionado en los últimos años para imponer a las grandes empresas, y no solo a las financieras, la identificación y la gestión de estos componentes no financieros, más allá de la voluntariedad. Paulatinamente, serán todas las empresas sin limitación las que deban gestionar lo no financiero.

Parece, en consecuencia, que nos encontramos ante un nuevo paradigma para el desarrollo en los años venideros de la actividad empresarial, en general, y de la financiera, en especial.

Pero, sin embargo, cuando tratamos de interiorizar todo lo anterior para llevarlo al terreno operativo, como la legislación, los supervisores bancarios y la sociedad en su conjunto demandan a las entidades financieras, no podemos dejar de pensar en nuestras queridas y extintas cajas de ahorros, que aglutinaban a un tiempo lo financiero y lo no financiero con absoluta naturalidad.

Las cajas se caracterizaban por la atención prestada a todos los grupos de interés sin excepción, por fomentar la inclusión social y la financiera, el desarrollo provincial y regional, el respeto por el medioambiente y el retorno a la sociedad del beneficio generado a través de la Obra Social y del conocido como “dividendo social”. Estos beneficios que no pasaban a reservas “regresaban” a la sociedad en forma de gasto destinado a cultura, sanidad, educación, asistencia a colectivos y personas desfavorecidas, investigación científica, defensa del patrimonio histórico, protección ambiental…

Según Titos Martínez (“La Obra Social de las Cajas de Ahorros y sus perspectivas de futuro”, revista eXtoikos, núm. 8, 2012), en el período 1947-2010 las cajas lograron unos beneficios totales de 138.623 millones de euros, de los que destinaron a la Obra Social 34.908 millones de euros, es decir, exactamente el 25 % de la totalidad de sus beneficios antes de impuestos (valores actualizados a 1 de enero de 2012).

Como se expone en el preámbulo de la Ley 26/2013, de 27 de diciembre, de Cajas de Ahorros y Fundaciones Bancarias, en los años 30 del siglo XIX “las cajas de ahorros se configuraron como entidades de beneficencia, orientadas al fomento y protección del ahorro y a la generalización del acceso al crédito de las clases sociales más desfavorecidas”. La consolidación de las cajas se basó en estos caracteres “primigenios de carácter social, simplicidad del negocio y apego territorial, donde radicó históricamente gran parte de su general aceptación y su éxito como instituciones bancarias singulares” (citado en López Jiménez, José Mª, “La expulsión de las cajas de ahorros de su paraíso financiero”, blog ¿Hay Derecho?, Expansión, 17 de febrero de 2014).

La mencionada Ley 26/2013, por cierto, solo rige actualmente para las dos pequeñas cajas que resistieron la reestructuración del sector financiero español, que son las de Ontinyent y Pollença.

No se trata ahora de lamentar el triste final de las cajas, acelerado con la crisis financiera de 2008, sino de recordarlas con el cariño al que nos referíamos antes, y de rendirles un postrero homenaje, reconociendo que estas centenarias instituciones no estaban pasadas de moda sino que, al contrario, habrían representado una sólida base para dar respuesta a los complejos retos sociales y ambientales que tenemos por delante en este primer tercio del siglo XXI.

En cierto modo, más allá de las dos pequeñas cajas subsistentes, las fundaciones bancarias que traen origen de las mejores cajas y los bancos controlados por ellas han recogido y siguen alimentando este legado histórico.

Tampoco hemos de olvidar a los que con su esfuerzo, con todo por hacer, facilitaron que las cajas fueran lo que fueron, ni nos podemos permitir prescindir de la experiencia que acumularon y atesoran, que puede seguir siendo útil para nuestra sociedad y para unos nuevos financieros que no deben perder de vista que la actuación ética y la confianza generada seguirán siendo la piedra angular del negocio bancario del siglo XXI.

(Imagen tomada del siguiente enlace: https://www2.deloitte.com/global/en/pages/financial-services/articles/the-future-of-the-chief-sustainability-officer.html)


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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