Sostenibilidad y finanzas sostenibles. Una visión jurídica, Aferre Editor, 2023.

Extracto

  1. Introducción y consideraciones generales

La crisis ambiental y climática, que se cierne como una verdadera amenaza a escala planetaria, ha servido en los últimos años para el desarrollo de una mayor sensibilidad general hacia esta problemática y sus implicaciones de todo orden.

Fue con otra crisis energética y de precios, la de los años 70 del siglo XX, cuando la preocupación por lo ambiental comenzó a cristalizar y a adoptar los contornos con los que ha llegado hasta nosotros décadas más tarde.

En aquellos primeros años de intenso debate y padecimiento social ya se reflexionó, adicionalmente, sobre los limitados recursos del planeta para atender las necesidades —de supervivencia, para unos, y de consumo, para otros— de la creciente población global[1], lo que enlaza directamente con el lema de la vigente Agenda 2030 de las Naciones Unidas, aprobada en 2015, que es que “nadie se quede atrás”, a lo cual le prestaremos atención posteriormente.

Lozano Cutanda (2018, pág. 187) refiere que nuestra Constitución, por medio de su art. 45, se sitúo entre las más pioneras de su entorno jurídico, justo cuando “Acababa de eclosionar a nivel internacional la toma de conciencia generalizada sobre la necesidad de frenar el proceso de deterioro de nuestro ecosistema, gravemente amenazado por el potencial destructivo de la civilización moderna”.

Por lo tanto, estaba servida la aparición, en la década de los 80, de un concepto crucial —y, en el fondo, no tan innovador— como es el de “desarrollo sostenible”, que ha marcado el posterior devenir y la evolución de esta nueva disciplina emergente y multiforme que es, en sentido amplio, la sostenibilidad.

La Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de las Naciones Unidas[2] presentó en 1987 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el conocido como “Informe Brundtland”. Este informe define el desarrollo sostenible como el tipo de desarrollo que “satisface las necesidades de la generación actual sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades” (López Jiménez, 2019a)[3].

La precursora Ley 2/2011, de 4 de marzo, de Economía Sostenible, entiende por economía sostenible, de manera similar, “un patrón de crecimiento que concilie el desarrollo económico, social y ambiental en una economía productiva y competitiva, que favorezca el empleo de calidad, la igualdad de oportunidades y la cohesión social, y que garantice el respeto ambiental y el uso racional de los recursos naturales, de forma que permita satisfacer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las posibilidades de las generaciones futuras para atender sus propias necesidades”.[4]

La crisis climática[5], que se asocia a los efectos derivados del calentamiento global, es decir, a la elevación de la temperatura media del planeta por la acción del ser humano, con sus consiguientes desequilibrios en el entorno, la flora y la fauna, ha ubicado definitivamente toda esta problemática en un lugar prioritario de la agenda política.

El Acuerdo de París de 2015 ha sido el punto de partida de una serie de iniciativas que se han proyectado posteriormente, desde la escala global, a las esferas regional y nacional, e incluso local[6].

Como se aprecia con claridad, el concepto de desarrollo sostenible comprende, además de la perspectiva ambiental y climática, la social, por la expresa referencia a las personas. Por lo tanto, el componente social también debe ser considerado desde la vertiente de la sostenibilidad. En una visión de alto nivel, los derechos humanos han de ser expresamente revisitados y redimensionados y, de hecho, la propia Agenda 2030 nos conduce a ello, además de otras disposiciones normativas, ya aprobadas o en fase de elaboración, como veremos.

Pero el componente social también nos lleva de manera directa al terreno de la gestión empresarial (a la gobernanza), y a cómo la corporación se relaciona con diversos grupos de interés tales como sus empleados, la clientela o los proveedores, por ejemplo[7], lo que provoca la necesidad de acometer una aproximación a esta materia con una sensibilidad distinta de la habitual, limitada, por lo general, al mero cumplimiento de lo dispuesto en las normas jurídicas.

La sostenibilidad, también identificada con el acrónimo ASG (o ESG, en inglés), derivado de la expresión “criterios ambientales, sociales y de gobernanza”, se considera una evolución de la conocida como responsabilidad social corporativa (RSC)[8], lo que nos lleva, en cierto modo, al terreno empresarial y al del cumplimiento normativo, dada la cada día mayor cantidad de obligaciones normativas que, en esta esfera, recaen sobre sus destinatarios.

Pero a pesar de este goteo normativo continuado que incide, directa o indirectamente, en los factores —ASG— de la sostenibilidad[9], carecemos de un análisis completo y sistemático de la disciplina desde el punto de vista jurídico. Obviamente, no pretendemos llevar a cabo una tarea tan ambiciosa y compleja, pero sí tratar de llamar la atención del colectivo de los profesionales del Derecho, y de los abogados, más específicamente, respecto de la relevancia adquirida por la sostenibilidad, en un proceso que, sin duda alguna, irá a más en los próximos años.

Repárese en que la mal llamada “Ley del Clima” europea [Reglamento (UE) 2021/1119, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 30 de junio de 2021] establece el marco vinculante para que el continente logre la neutralidad climática en 2050, lo que supondrá, de manera refleja, una revisión regulatoria de prácticamente todos los sectores económicos de aquí a entonces. Los enfoques ambiental y el social anteriormente esbozados deben evolucionar “en pie de igualdad” (Comité Económico y Social Europeo, 2022), por lo que la adaptación climática servirá de pieza de arrastre para la revisión del pacto social en sus diversas áreas.

¿Qué supone para los abogados todo lo anterior? Entendemos que el desarrollo de la sostenibilidad, a efectos más prácticos que teóricos, va a implicar, de entrada, un nuevo motivo de reencuentro de la profesión con su vocación y función pública.

El preámbulo del vigente Estatuto General de la Abogacía Española, aprobado por el Real Decreto 135/2021, de 2 de marzo, determina que “La Abogacía, es una profesión multisecular, dedicada a la defensa de los derechos e intereses jurídicos de los ciudadanos, cuya evolución discurre en paralelo a la del reforzamiento de los derechos y libertades, con el enorme salto cualitativo que supuso la Constitución de 1978”.

Por lo tanto, si la ciudadanía y los poderes públicos han pasado a considerar de manera prioritaria aspectos como la preservación ambiental o la inclusividad, que ya han encontrado acomodo en el marco jurídico[10], los profesionales del Derecho deben estar familiarizados con estas inquietudes integradas en la agenda política para darles adecuada respuesta tanto en su labor de asesoramiento —a particulares y empresas, incluso a las Administraciones Públicas— como en la de afirmación de los derechos subjetivos y las libertades públicas ante los tribunales, llegado el caso.

Es más, hay que incidir en que según el art. 1.6 del Real Decreto 135/2021, “La Abogacía española proclama su especial compromiso con el reconocimiento y la defensa de los derechos humanos”, lo que la sitúa en vanguardia para la evolución que estos derechos está experimentando y va a experimentar, en mayor medida, en los años venideros (véase Nieto, 2022).

Pero, además de esta aptitud de la sostenibilidad para acercar a los abogados a la ciudadanía en general, los factores ASG también pueden servir para facilitar y mejorar la organización interna de los despachos, especialmente de los de mayor tamaño, y para dar a conocer al público su gestión desde los prismas ambiental y social, mejorando la reputación profesional y empresarial[11].

En este sentido, las memorias o informes de sostenibilidad irán adquiriendo cada vez más relevancia para las firmas de abogados. Estos informes, en general, se elaboran de manera voluntaria, como muestra de la RSC de las firmas, aunque, en el caso de las compañías proveedoras de servicios jurídicos de mayor tamaño, podrían ser de elaboración y publicación obligatoria, para dar respuesta a lo establecido en el art. 49.6 del Código de Comercio, en la medida en que deban formar parte del informe de gestión de las cuentas anuales[12] [13].

Por medio de las memorias de sostenibilidad, las firmas dan cuenta de sus impactos positivos y también de los negativos en las esferas ambiental y social (en términos, en este último caso, por ejemplo, de emisiones de gases de efecto invernadero o de consumo de recursos o de generación de residuos). También se informa de la estructura para la gestión de los aspectos asociados a la sostenibilidad (factor gobernanza).

Según RSGI (2022), el 17 % de las 100 primeras compañías legales globales (por ingresos) publican una memoria de sostenibilidad; también el 17 % de ellas se encuentran adheridas al Pacto Mundial de las Naciones Unidas; el 26 % han desplegado esfuerzos significativos en asesoramiento “pro bono” para abordar la crisis climática; casi una quinta parte de estas 100 firmas han establecido objetivos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero y el 7 % se han comprometido a ser neutrales en emisiones en una determinada fecha. Casi la mitad de estas 100 firmas cuenta con áreas de trabajo específicas sobre sostenibilidad, proporción que se eleva al 70 % si se consideran los equipos, los grupos de trabajo y los comités creados al efecto.

Si tomamos como referencia este mismo informe de RSGI, se pueden identificar los principales indicadores objeto de gestión y seguimiento (“key performance indicators” —KPIs—, en inglés) por parte de las principales firmas de abogados mundiales incluidos en sus memorias de sostenibilidad, algunos de ellos de corte más cualitativo, otros más cuantitativos: informe de diversidad; asesoramiento climático “pro bono”; disposición de una política de sostenibilidad que marque la estrategia a seguir; seguimiento de indicadores internacionalmente aceptados (como los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030); informe de la brecha salarial entre hombres y mujeres; emisiones de gases de efecto invernadero; auditoría por un tercero de los datos de emisiones reportados; objetivos de reducción de emisiones; existencia de un jefe de sostenibilidad (“Chief Sustainability Officer” —CSO—, en inglés); número de integrantes del Consejo de Administración con la condición de no ejecutivos y de independientes; procedimiento de compromiso con los grupos de interés incluido en la estrategia de sostenibilidad; política responsable de selección de clientes[14].

La selección de los indicadores requiere un paso previo por parte de la empresa, que consiste, de acuerdo con lo determinado en la Directiva 2014/95/UE, en tener en cuenta “no solo el impacto de las cuestiones no financieras sobre la situación y los resultados de la entidad (perspectiva de fuera adentro o materialidad financiera), sino también el impacto de la entidad sobre el entorno (perspectiva de dentro afuera o materialidad medioambiental y social) y, por lo tanto, en los distintos grupos de interés o stakeholders” (Comisión Nacional del Mercado de Valores, 2021, pág. 51).

Estos indicadores, que muestran de manera objetiva cómo se encuentra de avanzada una organización en sostenibilidad, deben ir más allá del frío dato que es objeto de publicación, pues deben servir para una efectiva gestión alineada con los compromisos generales de sostenibilidad asumidos por los órganos de administración y dirección, y para la consecución, como se ha mostrado anteriormente, de objetivos más concretos y mensurables.

Precisamente, una de las utilidades de toda memoria de sostenibilidad consiste en mostrar la evolución de la gestión de ejercicio a ejercicio, de manera que se pueda comprobar por los terceros el logro —o no— de los objetivos de sostenibilidad.

Dado el carácter multidisciplinar de la sostenibilidad, una nueva área para la práctica del Derecho, que, como todas, requiere una cierta especialización basada en unos amplios conocimientos jurídicos generales, parece emerger.

La aproximación a la sostenibilidad tanto desde la vertiente externa (la relación con el cliente) como desde la interna (cómo puede modular la estructura y el funcionamiento de la organización) obliga a superar la distinción —más académica que práctica, quizás— entre los distintas ramas de conocimiento para quienes se pretendan adentrar en esta incipiente área de práctica legal.

Como esta propia obra refleja en su estructura, los abogados que se especialicen para prestar su asesoramiento en materia de sostenibilidad tendrán que dominar aspectos variados del Derecho: el Derecho Administrativo (regulación sectorial ambiental y energética, contratación pública…), el Derecho Laboral (todo lo que concierne, desde lo social, a la gestión de la plantilla de las empresas, por ejemplo), el Derecho Mercantil (el gobierno corporativo e interno de las compañías; la relación con los proveedores), el Derecho Penal (los programas de prevención de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, por su relación, entre otras conductas ilícitas, con la evitación de la corrupción y el soborno, en especial[15]), el Derecho Civil (alineamiento de la legislación civil con la Agenda 2030[16]), el Derecho de Consumo (la relación con la clientela), el Derecho propio de los mercados financieros (finanzas sostenibles)…

Una muestra significativa de esta nueva perspectiva del análisis y de la aplicación del Derecho a las empresas la encontramos en la contratación pública, salpicada de criterios de carácter laboral —también ambientales— que pueden resultar decisivos para la adjudicación, en su caso, de un contrato.

La Ley 31/2022, de 23 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para el año 2023 (disposición final vigésima séptima) ha modificado, entre otros, el art. 71.1 de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público, para establecer, de manera contundente, que las empresas de 50 o más trabajadores (anteriormente, 250 trabajadores) que no cumplan la obligación de contar con un plan de igualdad conforme a lo dispuesto en el art. 45 de la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad de mujeres y hombres, incurrirán en prohibición de contratar[17].

Surge, por consiguiente, el interrogante no resuelto de cómo poder acceder a estos conocimientos, competencias y prácticas que en sí no son tan novedosos, pues lo nuevo es cómo se combinan e interactúan distintas disposiciones jurídicas y áreas de la práctica legal, que, consideradas en conjunto, pueden originar consecuencias jurídicas no previstas inicialmente de manera aislada o individual (en el ejemplo anterior, hemos mostrado que no contar con un plan de igualdad en la esfera laboral puede impedir contratar con las Administraciones Públicas).

Y, al mismo tiempo, todo ello debe ser evaluado partiendo de una premisa básica: los primeros en posicionarse, como ocurre en toda actividad económica o empresarial, gozarán de una ventaja más o menos duradera respecto de los competidores más rezagados.

En este momento procede la mención a un fenómeno consistente, en esencia, en la separación entre lo que se afirma que se hace o se pretende hacer, y lo realizado materialmente. Nos referimos al llamado “lavado verde” (“greenwashing”) y al “lavado social” (“socialwashing”). Afirmar de una compañía —de la naturaleza que sea desde la perspectiva de los bienes o servicios que ofrece en el mercado— que es sostenible, en la modalidad verde o social, cuando en realidad no lo es, puede conducir al terreno de las prácticas que atentan contra la buena fe predicable de todas las relaciones comerciales, sobre todo cuando se ve implicado por parte de la demanda de productos o servicios un consumidor[18], además de que puede menoscabar seriamente, sin margen de recuperación en la mayoría de los casos, la reputación corporativa.

Tras estas consideraciones generales e introductorias, pasamos a anticipar el contenido del resto de este capítulo. A continuación, en primer lugar, pasaremos a exponer una serie de referencias generales para la puesta en contexto, como la Agenda 2030 y otras provenientes de la Unión Europea o de la propia legislación española. En el apartado tercero y último, en la medida en que se trata del área regulatoria más avanzada que va anticipando futuras pautas generales de desarrollo normativo, prestaremos atención a las finanzas sostenibles, sin menoscabo del mayor detalle que se dará en otros capítulos de la obra.


[1] En 1972, con la presentación por el Club de Roma del célebre informe “Los límites al crecimiento”, se concluyó que el aumento de la población, la industrialización y la contaminación obligarían a superar los límites físicos del planeta en unos 100 años (López Jiménez, 2019a).

También en 1972 se formuló por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) el principio “quien contamina paga”, y se celebró la primera “Cumbre de la Tierra”, cuya “Declaración de principios para la preservación y mejora del medio humano” marca “el punto de partida del derecho ambiental en sentido moderno” (Lozano Cutanda, 2018, pág. 187).

Años atrás, Galbraith (2014), en “La sociedad opulenta” (“The affluent society”) (1958), advirtió sobre la desigualdad social y la destrucción ambiental inherente a un cierto entendimiento del desarrollo económico.

Sampedro (2010, pág. 328) señala la miopía intelectual de quienes fecharon el origen de la crisis de los años 70 en 1973, pues las raíces de esta, a su parecer, eran mucho más profundas. Ciertamente, sin necesidad de orientarnos a antecedentes más remotos, “Ensayo sobre el principio de la población”, de Thomas Malthus, data de 1798. Para un análisis más amplio, véase López Jiménez (2014a).

Tras la crisis financiera de 2008, el debate sobre la desigualdad en las sociedades modernas se ha intensificado gracias a la obra, entre otros, de autores como Thomas Piketty (para más detalle, nos remitimos a López Jiménez, 2020).

[2] Esta Comisión se constituyó por medio de la Resolución 38/161 (“Proceso de elaboración de la perspectiva ambiental hasta el año 2000 y más adelante”) de la Asamblea General de las Naciones Unidas, aprobada el 19 de diciembre de 1983 (Naciones Unidas, 1983).

[3] Tras la aprobación del “Informe Brundtland”, diversas conferencias y cumbres de las Naciones Unidas, comenzando por la de Río de Janeiro (Brasil), de 1992 (“Cumbre para la Tierra”), han encontrado el terreno mucho más llano para seguir avanzando y llegar a una población mundial cada vez más sensible ante cuestiones como la elevación global de la temperatura, la pobreza o el modelo económico de producción. Este proceso ha permitido la aprobación unánime en 2015 de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, y, algo más tarde, con algunas controversias, la del Acuerdo de París sobre Cambio Climático (López Jiménez, 2019b).

[4] Art. 2 de la Ley 2/2011. Para más detalle sobre esta norma, véase López Jiménez (2011).

[5] En ocasiones se diferencia entre riesgo ambiental y climático. Este es el enfoque, por ejemplo, del Banco Central Europeo (2020). Sin embargo, algunos elementos específicos concurren en el riesgo ambiental, en sentido estricto. Por ejemplo, en el Reglamento 2020/852, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 18 de junio de 2020, relativo al establecimiento de un marco para facilitar las inversiones sostenibles y por el que se modifica el Reglamento 2019/2088, se alude a los retos medioambientales y a la sostenibilidad medioambiental, la cual debe comprender el cambio climático (“Dado el carácter sistémico de los retos medioambientales mundiales, es necesario aplicar un enfoque sistémico y con visión de futuro a la sostenibilidad medioambiental, que aborde el crecimiento de las tendencias negativas, como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, el consumo mundial excesivo de recursos, la escasez de alimentos, el agotamiento de la capa de ozono, la acidificación de los océanos, el deterioro del sistema de agua dulce y el cambio del uso de la tierra, así como la aparición de nuevas amenazas, como productos químicos peligrosos y sus efectos combinados”, considerando 7). En consecuencia, todos estos riesgos se podrían encuadrar en el riesgo medioambiental, en sentido amplio, a pesar del doble enfoque empleado, por ejemplo, por el Banco Central Europeo, como se ha mencionado (Domínguez y López, 2020, pág. 11, nota al pie 10).

[6] A modo ilustrativo, el Real Decreto 59/2022, de 25 de enero, crea y regula la Comisión Nacional para la candidatura de Málaga como sede de una Exposición Internacional en el año 2027. Según su preámbulo, «La creciente preocupación por el clima hace oportuna la reflexión en torno a cómo las ciudades del futuro han de trabajar para ser más sostenibles y habitables, en todos los sentidos. Ante problemas que afectan a la globalidad de los territorios, las soluciones también han de buscarse de forma conjunta y con perspectiva global. “La Era Urbana: hacia la ciudad sostenible” es una propuesta de reflexión en torno a uno de los principales desafíos a los que se enfrenta la sociedad contemporánea a medio y largo plazo: hacer compatibles el crecimiento demográfico y el desarrollo urbanístico con la protección del medioambiente y la adopción de soluciones innovadoras que garanticen una mejora de la calidad de vida de los residentes en las ciudades. En ese sentido, la propuesta enlaza con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la ONU para 2030 […]».

[7] «La perspectiva de grupos de interés considera que la empresa es una entidad que interactúa de manera bidireccional con una gran variedad de individuos y colectivos, llamados grupos de interés o stakeholders. Entre estos también se incluirían comunidades, Gobiernos, grupos políticos, medios de comunicación y otros […]. Los grupos de interés permiten responder a la pregunta “¿ante quién es responsable la empresa?”» (González Masip, 2018, pág. 48).

[8] Lo que no nos parece adecuado es equiparar la RSC, sin más, con la sostenibilidad. La RSC entendemos que sigue quedando acotada por el elemento de la voluntariedad empresarial, en tanto que, tras la publicación, primero, del Real Decreto-ley 18/2017, y, después, de la Ley 11/2018, entre otras muchas disposiciones que inciden de manera aislada en la materia, la divulgación de información no financiera, antecedida por la efectiva gestión, es más que un mero ejercicio de transparencia o de cumplir y explicar (López Jiménez, 2022a).

[9] Citamos, tan solo, algunas de estas disposiciones a modo ilustrativo: Real Decreto 902/2020, de 13 de octubre, de igualdad retributiva entre mujeres y hombres; Real Decreto 901/2020, de 13 de octubre, por el que se regulan los planes de igualdad y su registro; Ley 7/2021, de 20 de mayo, de cambio climático y transición energética; Ley 7/2022, de 8 de abril, de residuos y suelos contaminados para una economía circular; Ley 19/2022, de 30 de septiembre, para el reconocimiento de personalidad jurídica a la laguna del Mar Menor y su cuenca; Directiva (UE) 2022/2381, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de noviembre de 2022, relativa a un mejor equilibrio de género entre los administradores de las sociedades cotizadas y a medidas conexas; Directiva (UE) 2022/2464, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 14 de diciembre de 2022 sobre divulgación de información sobre sostenibilidad por parte de las empresas; la pléyade de normas europeas sobre finanzas sostenibles que mencionaremos posteriormente, etcétera.

[10] Al inicio del apartado II del extenso preámbulo de la Ley de Cambio Climático y Transición Energética se contiene una referencia conjunta al Acuerdo de París y a la Agenda 2030 que es clave para entender el calado de esta Ley y de la sostenibilidad, más en general, con impacto en el propio “contrato social”: “El Acuerdo de París de 2015, el desarrollo de sus reglas en Katowice y la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible marcan el inicio de una agenda global hacia el desarrollo sostenible, que conlleva la transformación del modelo económico y de un nuevo contrato social de prosperidad inclusiva dentro de los límites del planeta” (López Jiménez, 2021b).

[11] Para Zommer (2022), los despachos de abogados deben prestar atención a los estándares de conducta exigidos por el marco ASG por cuatro razones, fundamentalmente:

“1. Por un lado, se está convirtiendo en un factor cada vez más importante para los clientes en el segmento de la abogacía de los negocios de alto valor añadido, un mercado extremadamente competitivo y en la que la diferenciación no pasa por la calidad técnica. […]

  1. Vivimos un momento en el que los despachos compiten más que nunca por contratar talento de alto potencial (el más productivo, más sofisticado y con más capacidad de generar riqueza), profesionales que tienen muchas oportunidades entre las que elegir y cuya permanencia promedio en los trabajos ha disminuido notablemente.

En ese escenario, ser percibido como un despacho sensible a las demandas actuales de la sociedad atrae, genera orgullo de pertenencia e incrementa el compromiso de los jóvenes abogados. […]

  1. En un mundo hiperconectado, la gestión de los impactos de una organización en la sociedad es vital para cuidar la marca y la reputación. […]

Un despacho que puede mostrar al mundo que se toma en serio la sostenibilidad, escuchando, analizando, actuando y consiguiendo resultados, se verá recompensado ya que comunica su visión de futuro e incrementa su reputación.

  1. Por último, y muy importante, también es una nueva área de servicio”.

[12] En cuanto a las empresas obligadas a formular el estado de información no financiera, sea individual o consolidado, se atiende, fundamentalmente, a su tamaño, ponderado por el número medio de trabajadores empleados durante el ejercicio (superior a 500) y por determinadas magnitudes económicas de la compañía (total de las partidas del activo superior a 20 millones de euros; importe neto de la cifra anual de negocios superior a los 40 millones de euros). De acuerdo con lo establecido en la disposición transitoria de la Ley 11/2018, en su apartado tercero, desde el ejercicio 2021 el umbral de empleados pasa de 500 a 250 empleados, lo que supone una ampliación significativa de las empresas obligadas a elaborar el estado de información no financiera.

La Directiva 2022/2464 amplía más aún el número de compañías sujetas obligadas a divulgar información en materia de sostenibilidad.

[13] No existe un formato único para la elaboración de estos informes. Cada empresa tendrá libertad para elegir su estructura, en función de los indicadores no financieros divulgados.

Como referencia o mejor práctica para otro tipo de empresas que gestionan la sostenibilidad y publican una memoria al respecto, el 99 % de las sociedades cotizadas españolas emplea el estándar internacional “Global Reporting Initiative” (Comisión Nacional del Mercado de Valores, 2021, pág. 30), lo que, en cierto modo, condiciona tanto la estructura como el concreto contenido del informe.

[14] El listado de KPIs no es, desde luego, exhaustivo. Corresponderá a cada despacho determinar, con las particularidades inherentes a la actividad desarrollada y al perfil de la clientela, y en función del grado de ambición para la gestión los factores ASG, la selección de los concretos indicadores. Por ejemplo, aunque se trate de un análisis dirigido al sector bancario, la Autoridad Bancaria Europea (2021, págs. 152-162) identifica un amplio catálogo de KPIs que pueden ser útiles para la gestión sostenible por parte de las empresas —y de los despachos de abogados, en especial—.

Así, entre los indicadores ambientales se identifican, entre muchos otros, la intensidad de consumo de agua o de energía, la gestión de la economía circular o la exposición (presencia de oficinas) en lugares sujetos a riesgos físicos asociados al cambio climático (olas de calor, inundaciones, erosión costera, incendios…); respecto de los indicadores sociales se mencionan, por ejemplo, la relación de la empresa con el territorio y las comunidades, el impacto social de los servicios prestados, la protección de los datos personales y la privacidad, o la contribución a la protección de los derechos humanos o a la reducción de la pobreza; y, por último, en la esfera de la gobernanza, se refieren indicadores para medir los valores y la ética de la empresa, la prevención de la corrupción y el soborno, el establecimiento de controles internos (modelo de las tres líneas de defensa), etcétera.

Otra buena fuente para la toma de la decisión de qué indicadores gestionar es la representada por las memorias de sostenibilidad de otros competidores, puesto que dichos informes, por definición, serán públicos para su general conocimiento.

En el caso de las empresas obligadas a elaborar el estado de información no financiera, es de interés reproducir el contenido del art. 49.6.e) del Código de Comercio, que determina que este informe incluirá “Indicadores clave de resultados no financieros que sean pertinentes respecto a la actividad empresarial concreta, y que cumplan con los criterios de comparabilidad, materialidad, relevancia y fiabilidad. Con el objetivo de facilitar la comparación de la información, tanto en el tiempo como entre entidades, se utilizarán especialmente estándares de indicadores clave no financieros que puedan ser generalmente aplicados y que cumplan con las directrices de la Comisión Europea en esta materia y los estándares de Global Reporting Initiative, debiendo mencionar en el informe el marco nacional, europeo o internacional utilizado para cada materia. Los indicadores clave de resultados no financieros deben aplicarse a cada uno de los apartados del estado de información no financiera. Estos indicadores deben ser útiles, teniendo en cuenta las circunstancias específicas y coherentes con los parámetros utilizados en sus procedimientos internos de gestión y evaluación de riesgos. En cualquier caso, la información presentada debe ser precisa, comparable y verificable”.

[15] La Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, define con precisión el régimen de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, las funciones de control interno —y la de cumplimiento, en concreto—, las cuales han ganado protagonismo, originando el llamado “compliance penal” o “cultura de cumplimiento” en el marco del “delito corporativo” que se comienza a perfilar por nuestra jurisprudencia y doctrina (López Jiménez, 2016).

[16] Véase, en este sentido, De la Torre Olid (2019).

[17] El Comité Económico y Social Europeo (2022) indica que “Existe el riesgo de boicot si se asocia a una empresa con la violación de los derechos humanos, y una empresa corre el riesgo de ser excluida de los contratos públicos en caso de descuidar la diligencia debida en materia de derechos humanos”.

[18] La Comisión Europea, en el marco del Pacto Verde Europeo de 2019, se ha posicionado para otorgar una mayor protección al consumidor. A finales de marzo de 2022 se ha presentado la “Propuesta de Directiva del Parlamento Europeo y del Consejo que modifica las Directivas 2005/29/CE y 2011/83/UE en lo que respecta al empoderamiento de los consumidores para la transición ecológica mediante una mejor protección contra las prácticas desleales y una mejor información” (Comisión Europea, 2022b). Según su considerando 1, «Con el fin de hacer frente a las prácticas comerciales desleales que impiden a los consumidores tomar decisiones de consumo sostenible, como las prácticas asociadas a la obsolescencia temprana de los bienes, las alegaciones medioambientales engañosas (“blanqueo ecológico”) o las etiquetas de sostenibilidad o las herramientas de información sobre la sostenibilidad poco transparentes y poco creíbles, deben introducirse normas específicas en el Derecho de la Unión en materia de protección de los consumidores».


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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