La enseñanza y el aprendizaje de cualquier rama del conocimiento —todas interconectadas entre sí— constituyen dos esferas inescindibles de un mismo fenómeno, como la oferta y la demanda son inherentes a una institución como el mercado, o el acreedor y el deudor lo son a una relación obligatoria.

Aunque no parece discutible la necesidad de disponer de ciudadanos bien formados para el adecuado desarrollo político, social, científico y económico de una sociedad, el terreno es propicio para que aparezcan controversias, a veces enconadas.

Particularmente relevante, más allá de la educación obligatoria, es el desarrollo universitario y científico, como queda bien atestiguado en una época como la que vivimos, en la que lamentamos no haber dedicado más medios a recursos aparentemente inmateriales pero que, finalmente, tienen un impacto directo en la vida de millones de personas.

Más específicamente, en el ámbito de la formación jurídica también son muchas las cuestiones sin respuesta. Todavía sigo preguntándome, rememorando mis primeras lecciones como alumno en la Facultad de Derecho de Málaga, el porqué de la necesidad de tomar apuntes a toda prisa cuando el conocimiento estaba contenido en libros y, se presume, los jóvenes de 18 o 19 años ya éramos capaces de leer y de comprender lo esencial de manera autónoma. Internet, sin duda, ha servido para “democratizar” el acceso a contenidos jurídicos de calidad, gratuitos en muchas ocasiones (legislación, jurisprudencia, doctrina…).

También me pareció llamativo en su día, es cierto, el elevado precio de los manuales jurídicos, no siempre al alcance del bolsillo de todos los estudiantes, máxime teniendo en cuenta, como aprendí en quinto curso de Derecho, en Filosofía del Derecho, con el recientemente desaparecido José Calvo, con apoyo en el libro de Albert Calsamiglia “Introducción a la Ciencia Jurídica”, que “tres palabras rectificadoras del legislador convierten bibliotecas enteras en basura” (Von Kirchmann).

Por lo tanto, para qué enseñar lo mudable si lo que puede explicarse son conceptos abstractos aplicables, dentro de lo razonable, a todo momento y situación, si lo que puede enseñarse es a dudar y a razonar como camino para llegar a lo verdadero, justo y útil para la sociedad (si es que este anhelo —alcanzar un punto de llegada— es realizable y deseable…). Aquí surgen otras de las tensiones clásicas, mal planteadas en términos de necesaria elección entre unas opciones u otras: verdad definitiva vs verdad provisional; abstracción vs concreción; entendimiento vs memorización.

Es de suyo que el estudiante de Derecho lo es para toda la vida, no llega un día en el que la etapa formativa se da por concluida y a partir de ahí se vive bien y de las rentas… El profesor Yzquierdo Tolsada, en su artículo “La enseñanza del Derecho: lo de antes, lo de ahora, lo de siempre”, cita a Eduardo Couture, el procesalista uruguayo: “Dad a un hombre todas las cualidades del espíritu; dadle todas las del carácter, haced que lo haya visto todo, aprendido todo y retenido todo; que haya trabajado sin descanso durante cuarenta años de su vida; que sea en conjunto un literato, un crítico y un moralista; que tenga la experiencia de un anciano y la memoria infalible de un niño; haced, por fin, que todas las hadas hayan venido sucesivamente a sentarse al lado de su cuna y le hayan dotado de todas las facultades; y tal vez, con todo ello, lograréis formar un abogado completo”. Todo ello, obviamente, contando con que la formación jurídica sirva para desarrollar la carrera profesional en el sector jurídico…

Lo que es indudable es que quien tuvo un buen profesor, en cualquier nivel educativo, en su profesión o en la vida misma, lo conserva en el recuerdo, o en la agenda, como un tesoro. El reencuentro con alguno de ellos en el mundo laboral, quién sabe si para hacer buena la sentencia latina “discipulus potior magister”, también es —al menos, para mí lo ha sido— un momento extraordinario.

Sorprendente era en mis primeros años de estudiante de Derecho la recurrente mención por algunos profesores a que nosotros, los alumnos, no pensáramos que obtener un título universitario equivalía a acceder directamente al mercado laboral, o a hacerlo con mejores condiciones que los no titulados, lo que nos llevaba a preguntarnos que para qué demonios estábamos allí (efectivamente, pocos años más tarde comprobé que el desarrollo de algunos trabajos manuales permitía acceder a una remuneración cinco o seis veces superior a la que nos correspondía a los universitarios al alcanzar nuestro primer empleo…).

También era impactante lo que decían otros “maestros”, como que si no pensábamos hacer carrera académica pura, no tenía sentido que cursáramos estudios de doctorado, tal cual (también años más tarde comprobé el poco valor que la empresa privada suele dar a los doctores, en su condición de tales).

Estas reflexiones vienen a propósito del editorial del nº 94 (noviembre/diciembre de 2020) —y al artículo citado del profesor Yzquierdo— de la revista El Notario del Siglo XXI, con el tema principal “el estudio del Derecho a examen”.

Del editorial destaco lo siguiente:

“Sin embargo, todavía en los años ochenta e incluso noventa el sistema ha sido este: las clases consistían en tomar apuntes, se ponían muy pocos casos prácticos y normalmente los libros sólo servían de apoyo. Entrados en el siglo XXI, la invención de la red ha revolucionado el acceso a la información y las comunicaciones. Hoy es muy fácil y rápido obtener el conocimiento que pocos años atrás exigía largas visitas a bibliotecas y tediosas transcripciones de información. Al mismo tiempo, la digitalización ha conducido a la virtualización de las relaciones, de los servicios y también de la enseñanza. La presencialidad de las personas y la materialidad de los instrumentos físicos necesarios para la enseñanza pasan a tener un papel secundario, e incluso dejan de ser posibles en un escenario de pandemia mundial.

Pero es que, casi simultáneamente, la producción de normas se ha acelerado y su solidez y estabilidad se resquebrajan, por lo que la posibilidad de mantener una cultura jurídica actualizada y firme se convierte en tarea muy difícil, sometida a una permanente adaptación, no siempre al alcance de todos. A ello se añade que la globalización de las relaciones jurídicas impulsa el predominio de normas de uso internacional en los grandes contratos, en detrimento de la normativa local clásica. […]”.

No tenemos duda de que la presencialidad y la cercanía son necesarias para el aprendizaje, y de que las aulas volverán a llenarse. Los medios telemáticos facilitarán el contacto en el mundo académico y la optimización de recursos y de tiempo.

Pero lo que nos anima a superar todos los retos y esta etapa de transición, para que el conocimiento sea más pleno y nuestras sociedades mejores, es que mientras haya un solo alumno dispuesto a aprender, nosotros, los profesores, seguiremos estando empeñados en seguir aprendiendo para enseñar, por pura vocación en buena medida.

 

(Imagen toma del siguente enlace:

https://www.uma.es/sala-de-prensa/noticias/la-facultad-de-derecho-celebra-su-patron-con-exposiciones-cine-musica-y-charlas/)


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *