(Publicado en Extoikos, nº 16, julio de 2015)
Europa vive en permanente crisis desde su origen, y es natural, pues, arrinconada en el extremo meridional de Eurasia, ha recibido y resistido, una tras otra, las embestidas de pueblos mucho más numerosos. La lógica dice que Europa debería haber perecido hace cientos de años ante el empuje de otras formas de organización política más despóticas. Se ha llegado a sugerir, incluso, que la victoria de las polis griegas sobre los persas en Salamina permitió el afianzamiento de las raíces helénicas que, junto a otras no menos relevantes, han conformado en lo esencial el pensamiento occidental y su organización política, económica y social.
No obstante, la Historia de Europa es la crónica de una decadencia, con hitos como la caída de Roma en 476, ante el empuje bárbaro, o la de Constantinopla en 1453, ante el turco, hasta entroncar en el plano teórico, ya en el siglo XX, con autores como Spengler o el mismo Ortega y Gasset.
El resurgir de Europa en el siglo XV, que le reportó quinientos años más de predominio, fue, por tanto, una sorpresa que difícilmente se podría haber pronosticado, de lo que da cuenta el historiador escocés Niall Ferguson en su obra “Civilización: Occidente y el resto” (2012). Pero ahora no nos vamos a referir a ella, sino a “La gran degeneración”, que no deja de apuntar en la misma dirección.