Durante algunos meses, hace un par de décadas más o menos, tuve el privilegio de jugar al baloncesto como aficionado en las canchas de Atenas. Desde el terreno de juego que solía frecuentar, situado al aire libre en lo alto de una colina, se divisaban a lo lejos la Acrópolis y el Partenón. Aquella cercanía a la obra de Pericles, pero también a grandes del deporte no menos épicos como Nikos Galis o Panagiotis Fasoulas, generaba una energía interior extraordinaria para la práctica del baloncesto y para vivir la vida misma.

Panathinaikos y Olympiacos reinaban en aquellos días en la mejor competición europea, la Euroliga, a la que inesperadamente se acababa de asomar el Unicaja, tras la gesta de la temporada 1994/1995, que tanto nos dolió y que aún nos marca.

Los éxitos que vinieron después, como la Copa Korac, la Copa del Rey, la Liga ACB, la “Final Four” o la Eurocup (también una victoria sobre los Memphis Grizzlies de la NBA), no han bastado para compensar el amargor de aquellos días, pero, en realidad, somos lo que somos fundamentalmente no por nuestros éxitos sino por nuestros mejores fracasos, sobre todo si llegan cuando lo hemos dado todo, y los dioses, desde la distancia de su Olimpo, no nos premian con el laurel.

Compartí tardes de baloncesto y amistad, no exenta de competición y de alguna visita al hospital, con chicos y chicas de nacionalidad alemana, italiana, francesa, austriaca… También con jóvenes atenienses. El amor por nuestro deporte y el inglés eran nuestras formas de expresión. Tras ello, también latía una especie de orgullo por poner de manifiesto cuáles eran nuestros países y ciudades de origen, que nos hacen ser lo que somos, en buena medida.

Es posible que en alguna de aquellas tardes, por un golpe de suerte, el juego me brindara más aciertos que errores. Recuerdo que los jóvenes de la propia Atenas, que sabían cuál era mi nacionalidad, me preguntaron, más concretamente, acerca de mi ciudad de procedencia. Les respondí, sin esperar ni mucho menos que la conocieran, que venía de una soleada ciudad también bañada por el Mediterráneo, Málaga.

No tuve que dar más explicación. Automáticamente identificaron a Málaga con el Unicaja, y comenzaron a recitar de memoria la lista de los jugadores que componían la plantilla, destacando, como líder del equipo, al malagueño, jugador de cantera y uno de los artífices de la heroicidad de 1995, Nacho Rodríguez.

En 1995 el equipo de baloncesto de Málaga, y de Andalucía y de España por extensión, ya atesoraba cerca de 20 años de historia, pues 1977 fue su fecha de arranque, al margen de formalismos de tipo más jurídico que material.

Hoy, el Unicaja camina el hacia el medio siglo de existencia. Se trata de un proyecto sólido y único en el continente europeo, gracias, fundamentalmente, al apoyo económico ininterrumpido prestado por una entidad financiera (en los últimos años, por la reestructuración del sistema financiero español, por una entidad financiera y una fundación bancaria).

Los Guindos, Ciudad Jardín y el Martín Carpena, también la Sala de Conciertos María Cristina, desde la que se canta el himno del Club por Pablo López, conforman algunas de nuestras señas de identidad.

El éxito deportivo ha venido acompañado de una intensa labor formativa de los más jóvenes. Aquí, lo relevante no es que los jugadores de las categorías inferiores triunfen como jugadores de élite, sino que se formen como personas. En el mundo profesional y en el educativo, el Unicaja de baloncesto, con su verde característico, siempre se ha asociado con valores como el esfuerzo, la constancia, el sacrificio, la humildad, la deportividad, las buenas formas, el respeto por los rivales, la seriedad, el compromiso, la responsabilidad social…

Tras atravesar vicisitudes y momentos deportivos ciertamente complejos, el punto de inflexión quizás llegó en 1995, con un presupuesto ajustado pero realista, una plantilla formada principalmente por jugadores jóvenes y de la casa, con talento y con hambre de victoria, una selección exquisita por la dirección deportiva de los refuerzos “externos”, unos valores más que claros, en los que la entrega y el sacrificio eran un ingrediente fundamental, y una sintonía entre los objetivos del Club y las expectativas generadas a la afición. Al comienzo de la temporada nadie podía esperar ese inolvidable desenlace y las emociones indelebles que nos depararía la primavera de 1995.

Esta es la historia y estos son nuestros valores, que se pueden sintetizar en la máxima de que “Málaga no se rinde”, no tanto para asegurar unos títulos que no tienen por qué no regresar, pero sí para conservar unos principios, una forma de ser y una identificación con la entrega y el baloncesto intenso en defensa, rápido en la transición y preciosista, en ocasiones, en la ejecución ofensiva.

Podemos caer como los 300 de Leónidas, pero si esto ocurre que sea en el terreno de juego, con el balón entre nuestras manos.

(Imagen tomada de https://www.movistarestudiantes.com/prensa/noticias/del-magata-a-los-guindos-los-ramirenos-como-en-casa/)


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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