(Publicado en Diario Sur el 17 de mayo de 2021)

La aprobación en 2015 de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas –también del Acuerdo de París, en un contexto de preocupación general por el planeta– ha servido como detonante para que en el día a día de los ciudadanos se hayan instalado los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).

La mayor frecuencia de las catástrofes ambientales y climatológicas (no necesariamente relacionadas con el calor: recordemos los efectos de la borrasca Filomena) proyecta sus efectos sobre los más desfavorecidos.

La pandemia no ha hecho desaparecer el interés por estos retos. Al contrario, el plan de recuperación de la Unión Europea (“Next Generation”) descansa sobre la transición hacia un modelo de convivencia más verde, solidario y sostenible.

La “A” de ambiental no se puede disociar, por tanto, de la “S” de social, y, de hecho, los dos primeros ODS tienen por objeto, respectivamente, el fin de la pobreza y la erradicación del hambre en el planeta.

La “G” de gobernanza permite la adecuada articulación de la relación entre los gestores empresariales, los accionistas e inversores y otros grupos de interés (clientes, proveedores, Administraciones Públicas…) para asegurar la armonía de la gestión financiera y la no financiera.

Hemos mostrado sintéticamente cómo se conforman los factores ambientales, sociales y de gobernanza, conocidos en la práctica como los factores o criterios ASG (o ESG por sus siglas en inglés).

Pero, ¿cuáles son las implicaciones de todo ello para las empresas? Los empresarios tendrán que centrarse, por supuesto, en la sostenibilidad económica y financiera de sus compañías, lo que se evidenciará con la capacidad para generar beneficios de manera recurrente.

Partiendo de esa premisa básica e irrenunciable, el desarrollo de una función social será exigido con más intensidad por los ciudadanos en su conjunto. Realmente, no se trata de una novedad, pues a esta vocación social y ética inherente al desarrollo de la actividad económica se le hado respuesta desde hace décadas a través del enfoque de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC).

Ahora bien, si la RSC se ha definido por la voluntariedad para ir un paso más allá de la normativa (compromiso ambiental, con la igualdad de género, con la conciliación laboral y familiar…) actualmente se está desarrollando un nuevo marco legal que obliga a todo tipo de corporaciones, sobre todo a las de mayor tamaño (250 empleados en adelante) a dedicar esfuerzos y recursos a la gestión de estos aspectos menos tangibles, y a su pública difusión.

La Comisión Europea acaba de publicar una propuesta para revisar el contenido de la Directiva de Información No Financiera (de 2013), que pasará a denominarse Directiva sobre Reporte de Sostenibilidad, pues, realmente, todas estas materias no financieras sí que tienen un impacto financiero. La Comisión pretende que estas obligaciones alcancen a compañías de menor tamaño, lo que anticipa que, en el medio plazo, una parte significativa de las empresas deberán gestionar los factores ASG.

La cuestión es relevante porque, desde la perspectiva de la sostenibilidad aplicada por las entidades financieras (las finanzas sostenibles), la actuación ASG de las empresas incidirá en el coste de la financiación a la que acceden, sin perder de vista que las empresas sostenibles serán más atractivas a ojos de los consumidores o, incluso, para las Administraciones Públicas a la hora de proveer servicios de esta naturaleza.

Los programas de educación financiera para empresarios y emprendedores tendrán que ampliar sus fronteras para que las competencias manejadas por aquellos también den cabida a estos conocimientos. En Edufinet ya nos hemos puesto en marcha…


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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