John Kenneth Galbraith aún es un autor de actualidad. Tenemos el ejemplo de “Breve historia de la euforia financiera”, ahora que se siguen formando, una vez más, burbujas asociadas al valor de determinados activos inmateriales.
Pero si esta parte de la condición humana tan bien retratada por Galbraith sigue estando presente, también lo está, tras décadas de mantenimiento del poder adquisitivo del dinero, el fenómeno de la inflación o el del endeudamiento.
A la inflación y a otros demonios de las sociedades avanzadas se refiere este autor en “La sociedad opulenta” (“The affluent society”), obra lanzada en 1958 pero objeto de sucesivas ediciones y revisiones.
En la introducción a la edición del 40 aniversario (1998) Galbraith admite que “gran parte del texto original aún cuenta” con su aprobación, lo que solo puede ser fruto, a nuestro juicio, de la obstinación o de lo adecuado de los planteamientos iniciales, inclinándonos claramente por esto último.
Reitera una de las conclusiones de la primera edición: “escribir y enseñar economía inspira actitudes y creencias que no tienen cabida en un mundo cambiante”, para admitir que “los pobres permanecen pobres y el control de los ingresos por parte de las clases dominantes se incrementa de manera notable”, con la aquiescencia de la política y del poder, anticipándose al debate que llegaría años más tarde sobre la desigualdad (T. Piketty, por todos) y la aparición de ciertos populismos. En la obra se afirma que “en general, la articulación de la sabiduría convencional es prerrogativa de quienes se encuentran en posiciones públicas, académicas o financieras”.
Con un humor que se entrevé en las páginas del libro, Galbraith afirma que “Los obstáculos contra la competencia o el libre movimiento de los precios, la principal causa de incertidumbre para las firmas comerciales, han sido deplorados principalmente por los profesores universitarios que ocupaban cátedras vitalicias”.
También se atiende en la obra de una forma un tanto precursora a la cuestión ambiental, con un tono alarmante pero moderadamente optimista, lejos aún de la preocupación climática que llegaría años más tarde y ahora nos agobia (“muy pocas veces nos damos cuenta de la calidad del aire que respiramos”; “a mayor riqueza, mayor cochambre”).
En la parte de la exposición ligada estrictamente a la sociedad de consumo también se pueden encontrar algunas perlas: “La producción sólo viene a llenar un vacío que ella misma ha creado”; “A medida que una sociedad se va volviendo cada vez más opulenta, las necesidades van siendo creadas cada vez más por el proceso que las satisface”; “la teoría de la demanda del consumidor es un amigo especialmente traicionero de los actuales objetivos de la ciencia económica”; “se ha producido un abandono, inexplicable pero verdadero, de las normas puritanas que exigían que una persona ahorrase primero para disfrutar luego”.
Sobre la concesión de préstamos, con evidente agudeza, se muestra que “Desde hace muchísimo tiempo se reconoce que los tiempos en los que existen elevadas rentas y ocupación, y una perspectiva generalmente optimista, animan tanto a los prestamistas como a los prestatarios. El gasto que se origina con estas transacciones se añade al total general del poder adquisitivo cuando, realmente, menos se le necesita. En unas circunstancias menos optimistas, los préstamos se efectúan con mayor cautela. En lugar de producirse un gasto procedente de nuevos préstamos, se pagan los antiguos, y ello, tan inadecuadamente como en los períodos de prosperidad, ocurre en el momento menos propicio”.
En contra del buen sentido keynesiano imperante, entonces y ahora, para este autor “El individuo posee un especial instinto para vivir bien, que debe ser alentado; el gobierno posee una especial inclinación hacia la prodigalidad contra la que todo debe ser protegido”.
Se identifica a la “Nueva Clase” como un grupo social exento del trabajo manual, que “puede pasar la vida en un ambiente limpio y físicamente cómodo”.
Respecto a la política monetaria y la inflación, Galbraith opina que “una política monetaria activa supone que, a veces, los tipos de interés deben ser altos —una circunstancia que dista mucho de ser desagradable a aquéllos que tienen dinero para prestar”.
El párrafo final del libro no puede ser más contundente: “…hagamos que la eliminación de la pobreza en la sociedad opulenta ocupe un sitio importante —incluso principal— en la agenda social y política. Y protejamos nuestra riqueza de aquéllos que, en el nombre de su defensa, dejarían el planeta sólo en sus cenizas. La sociedad opulenta no carece de errores. Pero bien merece ser salvada de sus propias tendencias adversas o destructivas”.
Nos surge la duda de si hay autores eternos o, más bien, materias sociales y económicas eternas desveladas por algunos autores, como Galbraith.