(Publicado originariamente en QAH, agosto de 2014)
 

Son muchas las singularidades que concurren en el Papa Francisco, como su origen latinoamericano, el ambiente en el que fue elegido, con un antecesor abandonando la Ciudad del Vaticano hacia el cielo en helicóptero, o, en lo que nos atañe, por su particular visión económica y por su decidida defensa de los pobres y de los desfavorecidos.
 
Cada Sumo Pontífice queda irremediablemente condicionado por las concretas coordenadas ideológicas del tiempo que le toca vivir, las cuales marcan la doctrina con la que dará respuesta a los desafíos del momento.
 
Obviamente, esta doctrina será vinculante, en mayor o menor medida, para los creyentes de la fe católica, aunque si tenemos presente que nos encontramos ante la única confesión que dispone de un Estado como soporte temporal y material resulta que las posiciones vaticanas, aunque sólo sea por esta razón y con independencia de su acierto, irradiarán influencia global.
 
Sus acciones, gestos y primeras palabras han dejado entrever, como decíamos, un perfil de cercanía con respecto a los excluidos, pero ha sido la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, de 24 de noviembre de 2013, la que ha servido para que su doctrina cristalice y adopte cuerpo definitivamente. Quién sabe si este documento podrá ser recordado en el futuro y resonar como lo han hecho, por ejemplo, las Cartas Encíclicas Rerum Novarum, de León XIII, las Mater et Magistra y Pacem in Terris, de Juan XXIII, o la Laborem Exercens, de Juan Pablo II.
 
La Exhortación se dirige «a los miembros de la iglesia católica» (parágrafo 200), pero su interés en materia económica es mucho más trascendental. Hay que aclarar que la Exhortación tiene por objeto variadas cuestiones, de interés estrictamente confesional, aunque a lo largo de sus extensas páginas se pueden encontrar numerosas referencias, a las que prestaremos atención a continuación, concernientes a temas como la legitimidad del Estado, el papel de los empresarios, la justificación del derecho de propiedad privada, la corrupción, los sistemas fiscales, la riqueza y la pobreza, la redistribución, etcétera.
 
Como es natural, los argumentos del Papa Francisco no se deben tomar como afirmaciones científicas, refutables con tesis técnicas y con datos empíricos, sino que deben ser debidamente contextualizados atendiendo a la naturaleza del continente que les da cobijo y a sus últimos destinatarios, que son los católicos del mundo.
 
El Sumo Pontífice parece ser consciente de la reacción que pueden provocar sus reflexiones, por lo que se disculpa por adelantado: «Si alguien se siente ofendido por mis palabras, le digo que las expreso con afecto y con la mejor de las intenciones, lejos de cualquier interés personal o ideología política» (parágrafo 208).
 
Son diversos los leitmotiv de la Exhortación, de los que sobresalen a nuestro modo de ver, además de la ética, estos otros: el consumismo, el superficialismo y el individualismo (parágrafo 2); la alegría que reside en los pobres (parágrafo 7) —lo que nos hace recordar, a la contraria, el lema de que «no hay nobleza en la pobreza», al que se alude, por ejemplo, en «Wall Street» (1987), de Oliver Stone, o en la más reciente «The Wolf of Wall Street» (2013), de Martin Scorsese, con los mercados financieros de fondo—; la velocidad, gracias a las nuevas tecnologías, a la que se transmite un conocimiento expuesto al peligro de ser continuamente deformado (parágrafo 34), lo que conduce, en el entorno de los «enormes y veloces cambios culturales», a la necesidad de cuidar al máximo el lenguaje (parágrafo 41).
 
El papel del Estado se califica como «fundamental», pues le compete, de forma indelegable, el cuidado y la promoción del bien común de la sociedad (parágrafo 240). Sin embargo, veladamente se apunta a la existencia de «formas de poder» anónimas (parágrafo 52), que podrían ser las no validadas expresamente por la ciudadanía, lo que comprendería el poder financiero ejercido «desde la sombra», no transparentemente.
 
El Papa, implícitamente, alaba el Estado del Bienestar, como avance que contribuye al confort «en el ámbito de la salud, de la educación y de la comunicación» (parágrafo 52), aunque no pasa por alto que «el miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los llamados países ricos», lo que parece ser un hecho constatable, pues, según datos de la Unión Europea, en el año 2011 casi una cuarta parte de sus habitantes (esto es, unos 120 millones de personas), en diverso grado, se encontraba en riesgo de pobreza o exclusión social (López Jiménez, 2014).
 
En este punto, el Papa Francisco se opone frontalmente a «la economía de la exclusión y la inequidad», que es una economía que «mata»: «No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión». Esta afirmación no es pacífica, y a la misma se ha opuesto, por ejemplo, la evidencia de que «el mercado ha librado de la muerte a millones de personas, integrándolas, despertando su capacidad de generación de riqueza, evitando su exclusión» (Boceta, 2014).
 
Tampoco generará todas las adhesiones y simpatías la negación tajante de las conocidas como «teorías del derrame», que presuponen que «todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo», lo que es, para el Papa, expresión de «una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante» (parágrafo 54). Es decir, con toda la fuerza posible se critica el modo de derribar barreras en el proceso mundial de globalización, que se muestra como un fenómeno potente pero ciego y carente de valor en sí mismo. El contra-argumento mencionado en el párrafo anterior relativo al mercado quizá también pudiera ser extrapolado a la globalización, que, con sus imperfecciones, ha servido para mejorar las condiciones de vida de cientos de millones de personas.
 
El origen de la crisis financiera se ubica por el Papa Francisco en una profunda crisis antropológica, en la «negación de la primacía del ser humano» y en la adoración por el dinero que conduce al consumo (parágrafo 55). Se llega a dar consejos a los expertos financieros y a los dirigentes políticos, para concluir que «el dinero debe servir y no gobernar» (parágrafos 57 y 58). Los gobernantes y los poderes financieros son animados para, ampliando sus miras, procurar que haya «trabajo digno, educación y cuidado de la salud para todos los ciudadanos» (parágrafo 205). 
 
Las ganancias de unos crecen exponencialmente pero las del resto están cada vez más lejos de las de esta «minoría feliz» (parágrafo 56). La reflexión está, en sentido amplio, bien focalizada, pues, según el Fondo Monetario Internacional —FMI—, dentro del 1% que más tiene, sorprende el crecimiento sustancial de la riqueza del 0,1% más rico, sin que haya consenso entre los autores sobre las razones de esta concentración (FMI, 2014).
 
Para el Papa, la inequidad es fuente de violencia, de agresión y de guerra. A la par, niega la famosa tesis de Fukuyama de que la Historia, con la caída del Muro de Berlín y la desintegración del bloque soviético en el último cuarto del siglo XX, ha llegado a su fin (parágrafos 59 y 60). La inequidad debe ser atacada de raíz, debiendo ser superados los planes asistenciales por la remoción efectiva de las causas de inequidad estructurales (parágrafos 202 y 204).
 
Es llamativa, dado el origen argentino del Papa, la alusión a la deuda como carga para los países y sus ciudadanos: «la deuda y sus intereses alejan a los países de las posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo real» (parágrafo 56). Hay que recordar que el mayor impago de deuda soberana acaecido hasta la fecha fue el default argentino de 2001, seguido de los canjes de deuda de 2005 y 2010 (López Jiménez, 2013), en un proceso no cerrado cuando escribimos estas líneas, que ha provocado que el mismo Tribunal Supremo de los Estados Unidos se haya pronunciado en junio de 2014 como resultado de las reclamaciones planteadas por los tenedores de deuda argentina —los llamados «fondos buitre»— que no aceptaron los canjes. Se aprecia que el Papa es conocedor de los agobios y tensiones que derivan de la presión ejercida sobre los Estados y los ciudadanos por los mercados financieros que, no podemos olvidarlo, previamente han suministrado dinero en forma de préstamo mediante la suscripción de deuda pública.
 
Acerca de la propiedad, a propósito del, a su parecer, desgastado concepto de la solidaridad, el Obispo de Roma muestra que sobre la posesión privada de los bienes pesa una función social, pues ésta «se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común, por lo cual la solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le corresponde» (parágrafo 189). No se cita expresamente, pero la referencia tácita a la «parábola de los talentos» (San Mateo 25, 14-30) es evidente. Que unas personas hayan nacido en lugares con menos recursos o menor desarrollo no justifica que vivan con menor dignidad (parágrafo 190), lo que lleva de nuevo a la redistribución y el reparto.
 
La figura del empresario o del emprendedor, que presupone la propiedad privada de los medios de producción, no está mal vista, siempre que, como en la citada «parábola de los talentos», sirva para multiplicar los bienes del mundo: «la vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo» (parágrafo 203).
 
Pero en un texto cuyo eje es la ética, nos parece llamativo el tratamiento de la célebre «mano invisible» que rige los mercados, en expresión acuñada por Adam Smith. El Papa Francisco escribe que «ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado» (parágrafo 204). 
 
En primer lugar, aunque la autoría de la expresión de la «mano invisible» corresponde a Smith, la influencia de la Escuela de Salamanca, de la Escolástica y de Fray Tomás de Mercado, en particular, es innegable. Nada menos que Schumpeter confirma esta tesis: «la economía de los doctores… sirvió perfectamente de base para el trabajo analítico de los autores posteriores, incluido A. Smith»; «el esqueleto del análisis smithiano procede de los escolásticos y de los filósofos del derecho natural» (tomado de González Moreno, 2012, páginas 31 y 95, respectivamente).
 
No está de más recordar que Adam Smith, además de padre de la Economía moderna, junto con otros autores de la fecunda Ilustración Escocesa de la segunda mitad del siglo XVIII, era profesor de Ética, y en 1759, antes de publicar «La Riqueza de las Naciones», escribió su ópera prima: «La Teoría de los Sentimientos Morales».
 
Wen Jiabao, ex primer ministro chino, en diversas entrevistas concedidas a los medios occidentales en 2009, enfatizó que en realidad no es una sino que son dos las «manos invisibles»: una es el mercado y la otra es la moralidad.
 
Buen conocedor del pensamiento de Adam Smith, observó que «si los frutos del desarrollo económico de una sociedad no pueden ser compartidos por todos, esto es moralmente defectuoso y arriesgado, ya que se pondrá en peligro la estabilidad social. Si la riqueza de una sociedad se concentra en las manos de un pequeño número de personas, esta circunstancia estará en contra de la voluntad popular, y la sociedad condenada a ser inestable» (tomado de Coase y Wang, 2013, páginas 184-185).
 
En conclusión, en una época de transición, en la que de los excesos se ha de volver a los equilibrios y al buen sentido, son necesarios discursos como los del Papa Francisco, que sirvan de contrapunto a pretéritas tesis desacertadas o patentemente erróneas. Las reflexiones papales no han de ser tomadas como ciencia, sino como parte de un discurso religioso, dirigido a los creyentes, lo que justifica sus posibles omisiones e imperfecciones.
 
A pesar de todo, quizá lo que más extrañe sea la aparente defenestración del mercado, que se contempla por una sola de sus caras, la más material y mercantilizada, con omisión del contenido moral que le es inherente, tal y como aquél fue delimitado por la misma Escuela de Salamanca en el siglo XVI y fue recepcionado por la fértil Ilustración Escocesa dos siglos más tarde, en una unidad de sentido que, paradójicamente, sí ha sido perfectamente captada por la gran potencia que emerge en el siglo XXI, China, que ha abrazado sin dudarlo el credo de esta controvertida doctrina económica.
 
 
Referencias bibliográficas
 
Boceta, V. (2014): «Las equivocaciones del Papa Francisco», El Espectador Incorrecto, junio, núm. 1.
Coase, R. & Wang, N. (2013): «How China Became Capitalist», Palgrave Macmillan. 
FMI (2014): «Fiscal Policy and Income Inequality», Policy Paper, January.
 
González Moreno, M. (2012): «Retratos de economistas andaluces: vida, tiempo y pensamiento», Fundación Unicaja, Servicio de Publicaciones. 
 
López Jiménez, J.M. (2013): «Un caso concreto de impago de deuda soberana: la retención en Ghana de una fragata argentina a petición de un fondo de inversión norteamericano», Extoikos, núm. 9.
 
López Jiménez, J.M. (2014): «La desigualdad y la pobreza en el mundo: una realidad con varias faces», Extoikos, núm. 13.

José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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