Por José María Casasola Díaz (@JoseMCasasola), Secretario Judicial.
Dado el clamor social que estaba reclamando la derogación de la referida Ley –que por cierto no introduce la tasa judicial que estaba reintroducida en nuestro sistema fiscal y judicial por la Ley 53/2002 de 31 de diciembre sino que la amplía a la generalidad de las personas jurídicas privadas y a las físicas– tanto desde la ciudadanía, como a través de Colegios Profesionales y movimientos de redes sociales entre los que es imprescindible citar a la llamada brigada tuitera, se antoja que la introducción de esta exención subjetiva no va a responder a las expectativas da gran parte de los mismos.
En primer lugar y partiendo de la técnica legislativa, la entrada en vigor a fecha de 2 de marzo –esto es, a escasas 48 horas desde su publicación– ha dado al traste con las expectativas de todas aquellos particulares que accionaron ante los tribunales civiles, mercantiles, y contencioso-administrativos soportando un gravamen, hoy considerado exento, de recobrar su desembolso, toda vez que el hecho imponible anterior a la entrada en vigor de la reforma permanece inalterado. Con suerte y acierto de sus profesionales recobrarán este tributo en una hipotética condena en costas frente a un demandado solvente. Pero lo que es más grave aún. A aquellas personas que la insuficiencia de liquidez –pero ante la existencia de patrimonio a modo de ver de la administración suficiente– les ha impedido acudir a los tribunales por resolución judicial motivada en el impago de la tasa, no se les ha dado la posibilidad interina de volver a plantear la cuestión, como sí hizo tanto la Ley 1/2013 como el Real Decreto-ley 11/2014 en cuestión de cláusulas abusivas estableciendo periodos transitorios para actuaciones procesales concretas. Podrá decirse que nada impide volver a suscitar el litigio ahora sin tasas judiciales, pero han podido operar institutos como los de la caducidad y la prescripción para las acciones, y la preclusión para los recursos, por tanto una importante parte de la ciudadanía ha quedado indefensa. Tempus regit actum, que reza el adagio latino.
En segundo lugar y en cuanto al contenido material, varias cosas quedan en el debe de esta reforma. La más gravosa, a mi modo de ver, es precisamente el sometimiento a gravamen de la totalidad de las personas jurídicas excluidas corporaciones de derecho público. En efecto, la reformada Ley 53/2002 preveía como exención subjetiva del impuesto, además de a las personas físicas, a aquellas personas jurídicas que bien estuvieran total o parcialmente exentas en el Impuesto sobre Sociedades, bien tuvieran la consideración de entidades de reducida dimensión de acuerdo con lo previsto en la normativa reguladora del Impuesto sobre Sociedades, lo que en la práctica hacía que fueran sólo las sociedades con mayor poder económico las que soportaran la tasa. Pues bien, con la actual reforma se da la paradoja que aquel empresario que ha optado por soluciones societarias para salvaguardar su patrimonio ve este mermado satisfaciendo una tasa que de haber operado en su actividad como persona física no hubiera sido objeto de devengo. Además de lo anterior, los importes fijos de las tasas siguen siendo en algunos asuntos más del doble de los anteriores a la reforma de 2012, por lo que no podemos hablar de que se haya vuelto a restablecer la situación que marcaba la Ley 53/2002, máxime cuando la presión fiscal a las pequeñas y medianas empresas se ha incrementado notablemente en los últimos años.
Hasta aquí, la insuficiencia. Pero además la reforma es, a mi modo de ver ineficiente. Es ineficiente porque está todavía en tela de juicio la constitucionalidad de las tasas y porque los fines para los que –a decir del legislador– se agravaron no se han terminado de cumplir. En efecto la primera nota de ineficacia tiene que ver con la espada de Damocles que pende sobre parte del contenido de la Ley 10/2012 en forma de cuestiones de inconstitucionalidad y recursos de amparo planteados y no resueltos. Así, existen pendientes de resolución ante el Tribunal Constitucional varias pretensiones que pueden llegar a declarar la inconstitucionalidad de la tasa judicial tal y como la concebía la referida norma, y a las que esta reforma no parece dar respuesta.
Por último apuntar que, si la finalidad de la agravación de las tasas judiciales en el periodo de entre la vigencia de la Ley 10/2012 y su reforma por el Real Decreto-ley 1/2015 fue incrementar los recursos para potenciar el beneficio de justicia gratuita y disminuir la litigiosidad que podemos definir como excesiva, no se ha visto que el incremento de la exacción de tributos por esta vía haya supuesto una mayor proliferación de las menguadas partidas destinadas a responder a las necesidades de defensa y representación de los colectivos con menos recursos, ni va a significar que aquellas pretensiones que han podido esperar los 25 meses de sequía no vayan a fluir hacia los tribunales como un torrente a partir de estas fechas, pero estos datos no podrán ser oficialmente conocidos hasta la memoria del CGPJ del año judicial en curso, en el primer trimestre de 2016. Mecanismos alternativos disuasorios como el establecimiento de costas a favor del Estado para aquel a quien se demuestre que pleiteó con temeridad hubieran sido, desde luego, más eficaces que la solución por la que se optó en 2012.