Hay libros, como las personas, que se eligen, y otros que, a la inversa, convierten al lector en elegido. Mi relación con “Las ciudades invisibles”, de Italo Calvino, ha sido permanente pero esquiva a lo largo de los años, pero por determinadas circunstancias, algo más tarde del momento debido, ha caído, esta vez con sus páginas abiertas, en mis manos.

El eje de “Las ciudades invisibles” son los relatos de Marco Polo a Kublai Jan, emperador de los tártaros, sobre las urbes que aquel ha visitado y conocido en sus legendarios viajes. Y ahí tenemos, al estilo de la relación intensa y tempestuosa del emperador Carlos V con sus banqueros pero anticipándose en el tiempo hasta el siglo XIII, la del Gran Jan con el mercader veneciano.

Calvino va intercalando en las conversaciones de Polo y Jan, solo con aparente aleatoriedad, las ciudades agrupadas por su principal característica, y así tenemos “las ciudades y la memoria”, “las ciudades y el deseo”, “las ciudades y los signos”, “las ciudades sutiles”, “las ciudades y los ojos”, “las ciudades y el nombre”, “las ciudades y los muertos”, “las ciudades y el cielo”, “las ciudades continuas”, “las ciudades escondidas” y las “las ciudades y los trueques”.

La obra está trufada de referencias al dinero, a los usureros, a los banqueros, a las relaciones entre los deudores y los acreedores, lo que no debe extrañar teniendo en cuenta que el descriptor de las ciudades es un comerciante de Venecia.

En la nota preliminar al libro del propio Italo Calvino se refiere que “las ciudades y los trueques” tienen por objeto los intercambios, pero no solo de mercancías sino también de recuerdos, de deseos, de recorridos, de destinos: “Lo que le importa a mi Marco Polo es descubrir las razones secretas que han llevado a los hombres a vivir en las ciudades, razones que pueden valer más allá de todas las crisis. Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos. Mi libro se abre y se cierra con las imágenes de las ciudades felices que cobran forma y se desvanecen continuamente, escondidas en las ciudades infelices…”.

De la multitud de ciudades que Calvino/Polo describe nos quedamos con tres: Melania y Aldema, ambas catalogadas en “las ciudades y los muertos”, y Clarisa, incardinada en “las ciudades y el nombre”.

Melania, la ciudad que se renueva: según mueren uno por uno los interlocutores de los diálogos cotidianos nacen a su vez los que acabarán sustituyéndolos. Melania, a pesar de todo, cambia, aunque las vidas de sus habitantes sean demasiado breves para advertirlo.

Aldema, la ciudad de los muertos que están vivos: llega un momento en la vida en que de la gente que uno ha conocido son más los muertos que los vivos; quizás, al habitar en Aldema, el visitante también está muerto.

Clarisa, la ciudad gloriosa: es decadente pero se recompone partiendo de la primera Clarisa como modelo inigualable de todo esplendor, que no deja de provocar nuevos suspiros a cada giro de las estrellas. Pero, sin embargo, los capiteles podrían haber estado antes en los gallineros que en los templos, en las urnas de mármol podría haberse sembrado antes albahaca que depositado huesos de difuntos. Tal vez, Clarisa siempre ha sido un revoltijo de trastos desportillados, heteróclitos, en desuso.

Pero puede que Calvino nos haya reservado la perla final, al discernir entre lo justo y lo injusto, en Berenice (en “las ciudades escondidas”), con la que se cierra la obra:

“De estos datos es posible deducir una imagen de la Berenice futura, que te acercará al conocimiento de la verdad más que cualquier noticia sobre la ciudad tal como hoy se muestra. Siempre que tengas en cuenta esto que voy a decir: en la semilla de la ciudad de los justos está escondida a su vez una simiente maligna; la certeza y el orgullo de estar en lo justo —y de estarlo más que tantos otros que se dicen justos más de lo justo—, fermentan en rencores, rivalidades, despechos, y el natural deseo de desquite sobre los injustos se tiñe de la obsesión de estar en el lugar de ellos haciendo lo mismo que ellos. Otra ciudad injusta, aunque siempre diferente de la primera, está pues excavando su espacio dentro de la doble envoltura de las Berenices injusta y justa”.

Para qué decir más.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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