Por José Mª Casasola Díaz (@JoseMCasasola)
Letrado de la Administración de Justicia / Usuario de servicios financieros
“There can be only one!”
Highlander (1986, Russell Mulcahy)
Antes de las elecciones generales del pasado mes de diciembre se hablaba en prensa económica de un
horizontede
nuevas fusiones entre entidades bancarias. Horizonte que pende de un hecho incierto —al menos en cuanto a su término— cual es la
formación de gobierno. La fundamentación que se esgrime en el sector es el bajo margen de beneficios debido a los bajos tipos de interés existentes, a la alta tasa de morosidad y a los exigentes requisitos de capitalización impuestos por las autoridades bancarias.
Tampoco debe ser ajeno a la situación el dictado de resoluciones judiciales en masa que en mayor o menor medida afectan a los balances de las entidades; así, preferentes, cláusulas suelo, suscripciones de acciones de algunas entidades y otros productos análogos sirven como clara muestra.
No voy a hablar en estas líneas de conceptos eminentemente jurídicos. Dejaremos para otra ocasión las menciones a
prácticas colusorias; a los efectos que para los consumidores puede tener la contratación en masa cuando los predisponentes son cada vez menos y con contratos tipo similares. Prescindiremos de relatar las consecuencias registrales de la transmisión de garantías reales; e incluso pasaremos por alto el
empleo de índices de referencia que cada vez se fijan entre menos operadores.
Es, sin embargo, tiempo de hablar del oficio de banquero. El buen oficio, que se ha visto menoscabado en cuanto a su proceder, si no con carácter general sí en un importante número de actuaciones, con prácticas comerciales que han mermado la confianza del cliente que podemos resumir, en su denominador común, en ofrecer productos financieros sin asegurarse que el cliente conocía y comprendía los riesgos que él y sólo él asumía —riesgos que, en algunos casos, incluso el personal comercializador no conocía en su integridad—.
Valga esta grosera definición para englobar deuda subordinada, preferentes, acciones y otros productos que a veces con nombres grandilocuentes o partiendo de escenarios económicos que se han demostrado,
cuando menos, erróneos, se han comercializado de manera masiva a personas cuyo denominador común era tener imposiciones o depósitos de poca rentabilidad en entidades ávidas, en algunos casos, de
capitalización. Asimismo cada vez tiene más predicamento la llamada filosofía
low cost que, llevada a la banca, se traduce en el deterioro de la infraestructura humana en cuanto a su cantidad —ya que la banca comercial y los servicios que la apoya, como valoración de riesgos, servicios jurídicos, etc. están siendo reducidos en mayor o menor medida— y su calidad.
En especial se deteriora la calidad de la prestación que se da al cliente centralizando en grandes plataformas muchos servicios que hasta ahora eran prestados por el personal de banca comercial, perdiéndose la inmediatez y obligando a un importante sector de la clientela de difícil acceso a las nuevas tecnologías a una suerte de via crucis telefónico para asuntos que podían despachar con el empleado de su confianza al otro lado de la mesa o del mostrador.
Pero también desde luego se produce una depauperización en la calidad de las condiciones laborales de los trabajadores que prestan esos servicios, alejados de los hasta ahora vigentes convenios colectivos y condiciones generalizadas del sector. Dicho en román paladino, de un perfil preponderante de empleado de banca se ha pasado a otro de operario de servicios bancarios en masa con condiciones y retribución, en los casos más comunes, alejados de los primeros.
Tránsito al que se llega a través de prejubilaciones —con el gravamen que supone a las arcas ya deficitarias de la Seguridad Social, y de despidos, en muchos casos de personal técnico y altamente cualificado en sectores concretos, para ser reemplazado por nuevas contrataciones sometidas a menor coste—.
En efecto, esto puede suponer una reducción de costes —y, en muchos casos, de beneficios, incluso en entidades nacionalizadas—, pero sin duda representa una merma en el servicio y un deterioro en el tejido productivo español, que no sé si es el momento de asumir.
Creo, no ya como jurista sino como usuario de servicios bancarios —como hoy por hoy lo somos prácticamente todos— que hay que reivindicar la vuelta a las prácticas basadas en la transparencia, buen hacer y sinergia entre las finalidades del cliente y del proveedor. Prácticas que algunas entidades, y un importante número de empleados, es bien cierto que nunca abandonaron o tuvieron desviaciones mínimas.
Sin embargo, y en la medida que recuperar la confianza del cliente puede ser un camino tortuoso, las reglas de la libre competencia deben permitir al usuario de servicios bancarios desvincularse y elegir otros proveedores de forma eficaz. Sin embargo una nueva concentración en el sector bancario puede redundar justo en lo contrario, ya que se va a acotar cada vez más el campo de proveedores a los que podrá acudir el cliente, y a la larga las condiciones acabarán estandarizadas.
Hay alternativas. Se habla de
banca ética imbuida de valores que no se miden estrictamente en rentabilidad monetaria, pero que siguen sin llegar a la mayoría de los usuarios. También entidades de sectores de distribución y comercializadoras de bienes de consumo se están lanzando cada vez más a ofrecer productos financieros, pero se deberá andar con precaución puesto que no todas ellas gozarán del plus de protección que el Estado otorga a los productos de banca tradicional, en especial a los depósitos.
Así y en conclusión, sin cuestionar más que como usuario de servicios bancarios las bondades o maldades que para el común de los ciudadanos puede suponer este horizonte de fusiones en la coyuntura en que nos encontramos, y ante el retraso que la perspectiva de formar gobierno nos brinda, acabo como empecé: ¿es necesaria otra nueva concentración bancaria?