(Publicado en Agenda de la Empresa, nº 257, junio de 2020, pág. 65)

Con la conmemoración en septiembre de 2018 del décimo aniversario de la caída de Lehman Brothers, se cerró, al menos, idealmente, la crisis financiera comenzada en los años 2007 y 2008.

Los nuevos estándares regulatorios, impulsados políticamente por el G-20 y técnicamente por instituciones como el Consejo de Estabilidad Financiera o el Comité de Supervisión Bancaria de Basilea, han tratado de apuntalar los mecanismos que no funcionaron adecuadamente años atrás. Así, las entidades bancarias han reforzado su gobierno corporativo y la gestión de todos los riesgos, no solo el de crédito, que deben identificar y gestionar adecuadamente.

Por otra parte, se ha procurado robustecer el capital de las entidades, con el fin de poder hacer frente a posibles pérdidas económicas, así como su liquidez, con el propósito de resistir situaciones de tensión, individuales o de alcance sistémico.

La actividad regulatoria y supervisora, y el esfuerzo de las entidades, provocaron que, a inicios de 2020 —años antes, en realidad—, el estado de las entidades bancarias europeas y españolas fuera, en términos generales, lo bastante sólido como para cumplir apropiadamente sus funciones básicas.

El sistema financiero, por lo tanto, ha recibido este primer envite de una crisis sanitaria sin precedentes en buenas condiciones para desarrollar la función empresarial y social que tiene encomendada.

El mejor ejemplo de ello ha sido que la mayoría de las sucursales bancarias se han mantenido abiertas sin interrupción, mientras que los sistemas de banca digital han estado plenamente operativos.

La suspensión, en buena medida, de la actividad económica no ha dado lugar a la del sistema de pagos, que es la verdadera red circulatoria que subyace bajo el sistema productivo más visible.

Una de las muchas paradojas de esta crisis viene representada por la relevancia de la sucursal bancaria, por su cercanía a la clientela y por la confianza que despierta, pues no todos los clientes bancarios están digitalizados.

Por lo demás, el papel del sistema financiero está siendo fundamental en lo que se refiere a la prestación de liquidez a las empresas y a los autónomos, bien concediendo financiación directamente, bien ofreciendo crédito avalado por el ICO o por otras entidades o administraciones públicas.

Tampoco ha sido menor el esfuerzo para conceder moratorias a los prestatarios en situación más delicada, tanto en las operaciones hipotecarias como en las personales, o la cobertura prestada a los arrendatarios de los alquileres sociales de viviendas de la titularidad de las entidades.

Sería imposible detallar toda la variedad de las acciones desarrolladas por las entidades bancarias, aunque la iniciativa “www.labancafrentealcoronavirus.es”, impulsada por las patronales CECA y AEB, permite acceder de forma sistemática a todas ellas, facilitando la atención a la clientela y a la ciudadanía.

El ejercicio de RSC de las entidades del sector financiero ha sido intenso, en el marco de una mayor coordinación de las iniciativas públicas y de las privadas, como tendencia que, por otra parte, no parece que vaya a ser flor de un día, y que redundará, finalmente, en el interés general y en una mayor eficacia de las medidas adoptadas por los poderes públicos.

El compromiso demostrado durante la pandemia, junto al contraído anteriormente en relación con la sostenibilidad y la lucha contra el cambio climático, muestran la verdadera función social de la banca, que, sin lugar a dudas, ha demostrado su responsabilidad.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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