“¡Y me quieren convencer de que los trapos esos de Armani o Versace son lo único que necesitamos para vivir, que con ellos nos bastaría, que la vida son las pirámides financieras y las letras de cambio. Quieren convencernos de que la libertad es el dinero y el dinero es la libertad”. (pág. 67)

“Y no puedo saber si las personas que leerán esto son buenas o malas, como no puedo saber si serán capaces de comprendernos…”. (pág. 191)

 

En este blog se puede encontrar una referencia a “Voces de Chernóbil”, de Svetlana Alexiévich. Esta obra forma parte de una pentalogía, cerrada en 2013 con “El fin del ‘Homo Sovieticus’” (Acantilado, 2015). Los restantes libros de la pentalogía son “La guerra no tiene rostro de mujer”, “Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial” y “Los muchachos de zinc”.

Hemos seguido adentrándonos en la obra de Alexiévich (o Aleksiévich) a través de “El fin del ‘Homo Sovieticus’”. Hay que recordar que la obra de esta autora, que la ha hecho acreedora del Nobel de Literatura, responde al género narrativo conocido como “novela de voces”, que genera controversia acerca de si se trata de literatura o periodismo.

Más allá de esta controversia y de que el relato no es histórico sino que recoge un mosaico de experiencias subjetivas, la obra muestra el drama de Rusia y del resto de repúblicas soviéticas, y la complejidad del alma de sus habitantes.

En “El fin del ‘Homo Sovieticus’” se reflejan experiencias vitales, con abundancia de referencias a los días de la Segunda Guerra Mundial y la extinción de la URSS, lo que inevitablemente lleva a los días de Gorvachov y Yeltsin. Por supuesto, también Stalin y Lenin aparecen en la obra, al igual que Gagarin y otros héroes de la sociedad militar y civil (si es que ambas se podían separar) cuyas referencias son menos significativas para el lector no soviético.

Los gulags, Solzhenitsyn y Siberia también son recurrentes, como el vodka o las que debieron ser unas charlas extraordinarias en las cocinas de las familias, de alto contenido literario y, según se acercaban los días finales de la URSS, político.

En los días postreros del régimen comunista, en un clima de enfrentamiento civil, se opusieron las posiciones más ortodoxas, de quienes participaron en la Segunda Guerra Mundial, estaban más identificados con el partido único y sentían orgullo de sus vidas y del esfuerzo colectivo —aún a costa, como se admite, de que la vida humana quedara subordinada al logro de los fines generales del partido—, a las de quienes buscaban la apertura hacia el mundo y la implantación de un régimen parcialmente capitalista, al menos. Son abundantísimas las menciones de las personas entrevistadas al dinero, a la oferta y a la demanda bienes y servicios, y a los mercados…

Esta mercantilización de la vida, con sus riesgos y oportunidades, no fue aceptada por muchos ciudadanos, que preferían vivir con menos, prácticamente en la pobreza, antes que “jugársela” en un mundo más arriesgado y abierto a nuevas posibilidades. Entretanto, hicieron aparición las mafias y la corrupción política, para oscurecer más todavía la verdadera pugna ideológica y política de alcance mundial que se dirimía en esos momentos, con la caída del Muro de Berlín también como trasfondo.

A modo de resumen, nos quedamos con dos extractos de esta profunda obra:

“Han pasado veinte años desde entonces [1991] y ahora entro a la habitación de mi hijo y veo que tiene El Capital en la mesilla de noche y Mi vida, las memorias de Trotski, en el estante… ¡No doy crédito! ¿Ha vuelto Marx? ¿Qué pesadilla es esta? ¿Acaso estoy soñando? Mi hijo es estudiante universitario, tiene un montón de amigos que acuden a casa… Me puse a prestar oído a sus conversaciones. Discuten el Manifiesto comunista mientras beben té en la cocina… El marxismo vuelve a estar de moda, a ser una marca activa, a ser legal… Mi hijo y sus amigos llevan camisetas con los rostros del Che Guevara y Lenin. (Desesperado). No hemos sabido inculcarles nada. Todo ha sido en vano” (pág. 392).

“Echamos a unos cabrones para ver cómo se instalaban otros. Los negros, los grises o los de color naranja son iguales todos. ¡Iguales! En este país el poder corrompe a todo el mundo. Yo soy realista. Un realista sólo confía en sí mismo y en su familia. Y mientras los idiotas de turno se entretienen haciendo la revolución, yo trabajo como un mulo” (pág. 632).

Rusia sigue siendo una incógnita, la gran incógnita del siglo XXI, que, antes o después, tendrá que alinearse con Europa o con Asia. Con la lectura de “El fin del ‘Homo Sovieticus’” nos acercamos a la compleja alma rusa y soviética y, en cierto sentido, nos identificamos con sus atribulados ciudadanos.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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