El desacople del ser humano de su entorno natural ha provocado que este sea contemplado como una realidad ajena y carente de valor inherente, como un medio más que como un fin, como una fría fábrica más que como una acogedora casa común por la que hay que velar. Romper su equilibrio, agotar sus recursos irreversiblemente, es atentar contra nosotros mismos y contra quienes están por venir.

Normas de Derecho Público, como las de Derecho Administrativo, no han sido capaces de poner fin a este sinsentido. Tampoco el Derecho Privado o la autorregulación de las empresas han sido, por ahora, suficientes para que impere el buen sentido.

El cambio de percepción mayoritario no se termina de imponer, al igual que tampoco se explican debidamente los costes asociados a la transición sostenible y cómo se acometerá su reparto (el debate sobre la energía eléctrica es un buen ejemplo).

En un mundo en el que, comercialmente, las fronteras nacionales no existen y los mapas políticos son una reciente y artificiosa creación humana, la “última ratio” no viene constituida por el Derecho Penal nacional sino por el Derecho Penal Internacional. Si las abominables matanzas de la Segunda Guerra Mundial condujeron a la formulación del delito de genocidio, acuñado por Lemkin, algunos juristas se han propuesto en este primer cuarto del siglo XXI que la aniquilación del entorno se equipare a la de nuestros pares.

En junio de 2021 se ha dado forma por expertos del “Panel para la Definición Legal del Ecocidio” a una propuesta para la modificación del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional.

Estos autores, representativos de los principales territorios y sistemas legales del planeta, parten del crimen internacional, existente actualmente, que tiene por objeto la causación de daños severos al medioambiente en el desarrollo de un conflicto armado. Hoy día, estos daños se causan en época de paz, luego la Corte Penal Internacional no podría juzgar actos de esta índole.

Por ello, profundizando en las ideas del precursor Olof Palme, quien, entre otros, ya se refirió en 1972, a que el ecocidio pudiera convertirse en un crimen internacional, proponen añadir una letra e) al art. 5.1 del Estatuto de Roma.

Este precepto dispone actualmente que “La competencia de la Corte se limitará a los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto. La Corte tendrá competencia, de conformidad con el presente Estatuto, respecto de los siguientes crímenes: a) El crimen de genocidio; b) Los crímenes de lesa humanidad; c) Los crímenes de guerra; d) El crimen de agresión”.

La propuesta letra e) añadiría a este catálogo competencial el crimen de ecocidio.

En este sentido, y preferimos emplear el inglés de la propuesta, el ecocidio se definiría del siguiente modo (nuevo art. 8 ter, apartado 1, del Estatuto de Roma): “unlawful or wanton acts committed with knowledge that there is a substantial likelihood of severe and either widespread or long-term damage to the environment being caused by those acts”.

Este mismo art. 8 ter, de prosperar la propuesta, acotaría seguidamente los siguientes términos: “Wanton”; “Severe”; “Widespread”; “Long-term” y “Environment”.

Algunos de los integrantes del panel (Mackintosh, Metha y Rogers) reflexionan sobre el delito de ecocidio en el artículo “Prosecuting Ecocide” (Project Syndicate, 31 de agosto de 2021). De sus diversos argumentos destacamos que, en su opinión, los hechos constitutivos de este crimen se cometerían, especialmente, en el ámbito corporativo, por lo que pocos administradores o directivos querrían encontrarse en la misma situación que los criminales de guerra. Confían en la persuasión y en la efectividad de la propuesta antes de que, en su caso, esta se pueda convertir en legislación efectiva o, en el peor de los escenarios, la catástrofe llegue antes que la calificación de estas conductas como crimen internacional.

La cuestión es compleja técnica y políticamente, pero el debate puede ser necesario. No obstante, y recurriendo a otros elementos del Derecho Penal, no hay que descartar que también los ciudadanos tengan su parte de responsabilidad con fundamento en las decisiones adoptadas en el día a día, como, al menos, cómplices, cooperadores necesarios o autores por imprudencia. También los Estados podrían tener su cuota de responsabilidad, como mínimo, como autores en régimen de comisión por omisión, al desatender los deberes más elementales que les corresponden como guardianes de la cosa pública y gestores de los bienes colectivos como el medioambiente.

 

(Imagen de la autoría de freepik – www.freepik.es)


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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