El intercambio de bienes y servicios entre los individuos y la solidaridad entre los integrantes de los colectivos forman parte inescindible, a un mismo tiempo, de la propia esencia del ser humano.

La democracia, por el contrario, no es una construcción natural sino artificial, definida en sus elementos esenciales tras siglos, incluso milenios, de lenta decantación.

Fue el pensamiento griego el que, al igual que en muchos otros ámbitos del conocimiento, perfiló las bases de la democracia para las polis, las cuales, tras un largo paréntesis, fueron perfeccionadas para su proyección a los Estados modernos por autores como Hobbes, Locke, Montesquieu o los padres fundadores de los Estados Unidos.

Por lo tanto, sería un error partir de que las democracias de nuestros días son realidades que, una vez conformadas, son eternas e indestructibles. Al contrario, los siglos XX y XXI muestran la fragilidad de estas construcciones que aseguran la estabilidad y la equidad en nuestras sociedades.

Los ejemplos del siglo XX (Brasil, Perú, Alemania, Chile, Italia, España, Venezuela, Argentina…) pueden parecer lejanos en el tiempo (no tanto en el espacio…) pero este siglo XXI que ya no es tan joven ha ofrecido muestras inquietantes de crisis institucionales en países de larga tradición democrática. Para la reflexión para otro momento queda la debilidad de la democracia, en general, de las antiguas colonias españolas de América, incluso de Asia…

En “Cómo mueren las democracias” (2018), Levitsky y Ziblatt reflexionan sobre la democracia, sobre todo respecto de los Estados Unidos y de la amenaza que supuso la llegada de Trump a la presidencia en 2017 (“En el transcurso de los dos últimos años hemos visto a políticos decir y hacer cosas sin precedentes en Estados Unidos”, pág. 9). No obstante, estos “fallos de la democracia” a los que se refieren, por analogía con los “fallos de mercado”, sirven para la reflexión general sobre nuestro imperfecto pero necesario modelo de convivencia (del latín “convivĕre”: vivir en compañía de otro u otros).

Realmente, argumentan que el fallo del sistema que permitió la llegada de este candidato al poder en Norteamérica venía de años atrás y de una serie de nuevas tendencias, como la aparición de las redes sociales, que motivaron la pérdida de una cierta predictibilidad del sistema y el previo descarte —incluso por los propios partidos de origen— de candidatos inadecuados por sus tendencias autoritarias o de falta de respeto por sus rivales políticos (y, por extensión, de los votantes del partido contrario, como se evidenció en la impactante invasión del Congreso de los Estados Unidos en enero de 2021, en los últimos días de Trump).

Las democracias, según estos autores, no mueren a manos de hombres armados: “Las democracias pueden fracasar a manos no ya de generales, sino de líderes electos, de presidentes o primeros ministros que subvierten el proceso mismo que los condujo al poder” (pág. 11); “Las dictaduras flagrantes, en forma de fascismo, comunismo y gobierno militar, prácticamente han desaparecido del panorama. […] En la actualidad, el retroceso democrático empieza en las urnas” (pág. 13).

En ocasiones, como ocurrió con la República de Weimar, un error de cálculo puede dar alas a quienes quieren destruir la democracia: a veces, la democracia no corrige a sus detractores, sino que estos corrompen a aquella. Los ejemplos alcanzan desde la década de los años 30 del siglo XX hasta nuestros días…

Levitsky y Ziblatt (págs. 33-35) ofrecen cuatro indicadores clave para identificar el comportamiento autoritario: rechazo o débil aceptación de las reglas democráticas del juego; negación de la legitimidad de los adversarios políticos; tolerancia o fomento de la violencia; y predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición, incluidos los medios de comunicación.

No resulta complicado aplicar este “recetario” para determinar las eventuales tendencias antidemocráticas o autoritarias de algunos países en concreto.

En fin, tendemos a culpabilizar al sistema, aunque una mayor responsabilidad sería exigible, además de a los políticos (partidos, candidatos) e instituciones (funcionariado, candidatos electos), a los propios ciudadanos, que son, como depositarios de la soberanía, los que conceden legitimidad —o la retiran— a quienes han de regir los designios públicos para el periodo de mandato correspondiente. En sus manos está el entregarse a los demagogos o reafirmar la aceptación de quienes no piensan igual, en el entendimiento de que no somos tan diferentes, de que juntos podemos hacer más, y de que el pluralismo político representa un valor y, a la vez, un deber, constitucional.

 

Referencias

Podcast: No. 5: How Democracies Die.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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