Málaga, como ciudad, pasa objetivamente por un gran momento, y goza de desarrollo económico, social y cultural, y de reputación y reconocimiento generalizados, dentro y fuera de nuestras fronteras.

Partiendo de ciertos elementos naturales que concurren en esta zona geográfica, como la benignidad del clima o la luminosidad, se trata de un logro colectivo al que han coadyuvado las iniciativas públicas y las privadas, y el quehacer diario de sus ciudadanos y empresas.

Celebramos este renovado auge, aunque venimos observando desde hace algunos años, no sin cierta tristeza, cómo los establecimientos comerciales típicamente malagueños que daban color al Centro de la ciudad que nos ha visto crecer, y al que vinculamos nuestros más íntimos recuerdos, han ido cerrando paulatinamente sus puertas y expositores hasta casi desaparecer.

En su lugar están surgiendo nuevas tiendas impersonales, sin “sabor local”, y franquicias de las grandes marcas internacionales, que proliferan, en ambos casos, al calor de la globalización. De consolidarse esta tendencia uniformadora, es posible que pasados los años no haya diferencia entre pasear por Málaga o Nairobi, por Nueva York o Bogotá, por Ottawa o Estambul, por Tokio o Helsinki.

Las ciudades del mundo globalizado —o sus dirigentes, si es que este proceso se puede pilotar— parecen dar la espalda a la población autóctona que todavía se atreve a residir en los respectivos corazones históricos, para abrirse, casi en exclusiva, a los turistas que atestan sus calles y avenidas, sus bares y terrazas, sus museos y edificios.

A este complejo fenómeno, que supera, como es lógico, los contornos de Málaga, ya me referí expresamente en la presentación, el 1 de junio de 2017, en la Sala Italcable de la UNIA en la capital malacitana, de la obra colectiva que dirigí titulada “El control societario en los grupos de sociedades” (Wolters Kluwer, 2017). De algún modo, esta obra partió de la evidencia del creciente poder económico de los grandes conglomerados empresariales y financieros, que ofrecen sus productos y colocan sus capitales en cualquier punto del planeta, permitiendo, con sus luces y también con sus sombras, la consolidación de una verdadera sociedad cosmopolita, aún a costa de erosionar lo local.

Sin duda, hay un punto óptimo de equilibrio, en el que todos los intereses en liza se pueden compatibilizar, aunque alcanzar este punto no sea un cometido sencillo.

La participación en un nuevo proyecto editorial en ciernes, promovido por el Instituto Econospérides, para tratar de identificar algunos de estos emblemáticos comercios malagueños que han ido desapareciendo de la fisonomía de la ciudad, rescatarlos del olvido y transmitir su recuerdo a las siguientes generaciones, me ha llevado nuevamente a reflexionar sobre este fenómeno, con todas sus derivaciones.

Paradójicamente, en una de mis habituales visitas a una de estas multinacionales (FNAC), encontré por azar la obra “Comercios históricos malagueños” (Ediciones del Genal, Málaga, 2018), de Fernando Alonso González, que es, a mi parecer, una obra de referencia para conocer el origen desde el siglo XIX del comercio tradicional malagueño, la situación actual de lo que queda de él y sus perspectivas de futuro, en el marco más general del empuje y la presión ejercida por la globalización, a la que anteriormente nos hemos referido.

Tenemos la impresión de que, hasta el momento, la obra quizás haya pasado un tanto inadvertida y no haya atraído toda la atención que merece por parte de las instituciones y de la ciudadanía, pues, aunque profundiza en la historia de Málaga, su contenido también puede ser muy útil en el debate para determinar cuál es el modelo ciudad que los habitantes de Málaga quieren otorgarse.

Curiosamente, compartimos en buena medida algunas reflexiones de Fernando Alonso, lo que no debe extrañar, dado que pertenecemos a una misma generación y probablemente nuestra relación con Málaga, viviendo y sintiendo con intensidad cada uno de sus rincones en cada parte del año, nos haya marcado profundamente, al igual que a tantos otros. Esta circunstancia motiva, por otra parte, que el lector en cuyas manos caiga la obra se sienta atrapado irremisiblemente por la lectura, porque se reconocerá a sí mismo, a amigos o conocidos e incluso a familiares cuyas historias empresariales y personales comienzan a acumular polvo y a correr el riesgo, como Fernando afirma, de desaparecer “en el sumidero de la Historia” (pág. 11).

En la introducción que antecede a los 34 apartados en que se divide el libro —uno por cada negocio analizado, con alguna particularidad, como señalaremos más adelante—, el autor se refiere a la melancolía que recorre el ánimo cuando se constata “la cantidad de comercios que han ido desapareciendo”, en un proceso intensificado por la globalización, que, “aunque puede resultar beneficiosa en algunos aspectos, ha traído consigo la pérdida de identidad y el aburrimiento de lo repetido” (pág. 11).

Fernando Alonso ha optado por seleccionar, para que su esfuerzo sea asumible, una serie de comercios, que podrían haber sido muchos más. En las páginas 14 y 15 del libro se enumeran todos ellos y se sitúan en un mapa del Centro, a lo largo de un imaginario eje diagonal que discurre entre el histórico Mercado de Atarazanas y la Plaza de la Merced que vio nacer a Pablo Ruiz Picasso y en la que reposan los restos de José María Torrijos y otros defensores de la Constitución de 1812.

Para realizar el trabajo se ha acompañado la investigación científica y de archivo de la entrevista directa a los fundadores de los comercios, cuando ello ha sido posible, o, más bien, a sus descendientes, junto a un amplio apoyo visual, en muchos casos de fotografías de los archivos de los propios interesados.

La lectura es dinámica, y el autor va enhebrando el origen y el desarrollo de cada negocio con interesantes anécdotas y con sus propias reflexiones.

Respecto a las anécdotas, por señalar algunas de las muchas que se recogen en la obra, a propósito de la actual “Farmacia Bustamante” (antigua botica de los Mamely) se indica que a finales del siglo XIX se podían adquirir “ojos artificiales humanos con movimientos voluntarios” (pág. 29); acerca de la “Casa de Guardia” (no “del Guardia”), la “Capilla Sixtina del arte de buen beber”, tenemos noticia de que José Guardia llegó a ser amante de la reina Isabel II (pág. 42); o que a José Rodríguez Losada, uno de los mayores relojeros de todos los tiempos, le debemos el reloj de la torre de la Catedral de Málaga y el de la Puerta del Sol de Madrid, o la terminación del Big Ben de Londres (“Relojería de Miguel Heredia”, pág. 73).

De las reflexiones de Fernando Alonso que salpican la obra nos quedamos con la dificultad no solo de mantener sino también de iniciar una actividad en el Centro de Málaga sin formar parte de ese selecto grupo de empresas que pueden satisfacer las elevadísimas rentas de los contratos de alquiler, tendencia histórica acentuada en los últimos años. Los escasos comercios tradicionales que subsisten hoy día lo hacen gracias a que en algún momento fueron capaces, no sin dificultad, de acceder a la propiedad de los locales, liberándose de la servidumbre del contrato de arrendamiento y de su merced.

Sentimos añoranza de las tertulias que, en otras épocas en las que el transcurrir del tiempo era más pausado, abundaban en todo tipo de comercios. Especialmente llamativa nos ha parecido la del Café Munich, «llamado por algunos “pequeño Pombo”, en alusión al famoso café madrileño donde Ramón Gómez de la Serna tenía sus tertulias» (pág. 210).

Previamente indicamos que son 34 los establecimientos en funcionamiento seleccionados por el autor, aunque, con el libro en imprenta, se produjo el cierre de uno de ellos, “Calzados Alas”, lo que le lleva a plantearse, amargamente, cuántos de los restantes comercios de este libro habrán desaparecido dentro de algunos años.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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