(Extracto de la introducción de «Banca Digital y «Fintech». Aspectos prácticos de protección de los derechos de los usuarios», López Jiménez, J. Mª., Aferre Editor, 2019).

Una primera aproximación a la digitalización de los servicios financieros nos debe llevar, necesariamente, al papel desarrollado por el sistema financiero tradicional, y por el bancario, especialmente, en las últimas décadas.

El sector financiero tradicional (denominación que emplearemos en este trabajo para la diferenciación con el sector conocido como “Fintech”, de más reciente aparición, al que más adelante nos referiremos) ha tenido —y sigue teniendo— un claro compromiso con las nuevas tecnologías y la transformación digital, tanto por imperativos estratégicos como por necesidad (en este mismo sentido, Parlamento Europeo, 2017b, considerando B).

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González-Páramo (2016, págs. 26-27, citado en Domínguez y López, 2019a, págs. 5 y 6), a partir de la aparición de los primeros ordenadores, identifica tres periodos de adopción de las tecnologías digitales por parte del sector financiero:

1) 1967-1981, cuando se mecanizaron las aplicaciones internas, con la incorporación de sistemas “mainframe” en los servicios centrales y la irrupción de las tarjetas de crédito, los cajeros y los datafonos o terminales de punto de venta, quedando cerrada esta fase con la llegada de los ordenadores personales a todos los niveles de la organización bancaria, y, en particular, a las redes de negocio.

2) 1981-1992, época en la que se desarrollaron los sistemas de intercambio, como el Sistema Nacional de Compensación Electrónica y el Sistema de Interconexión Bursátil Español, y en la que se tomó conciencia de los riesgos de la interconexión electrónica de los sistemas financieros.

3) 1992-2008, años en los que se desarrolló la “multicanalidad”, gracias al impulso imprimido por Internet y la telefonía móvil, lo que sirvió para poner en cuestión el modelo tradicional de distribución de la banca minorista y la red de oficinas.

El desarrollo en nuestro país de la banca “on line” o electrónica ha sido parejo en los últimos años al de las nuevas tecnologías. Sin duda, la banca electrónica brinda ventajas a la clientela (por ejemplo, la posibilidad de ordenar operaciones sin necesidad de acudir a una sucursal bancaria —envío de transferencias, devolución de recibos domiciliados, pago de impuestos, solicitud de talonarios de cheques o pagarés, etcétera—, así como el poder consultar sus listados de operaciones u operaciones concretas, lo que ha originado que el tradicional deber de las entidades de suministrar información activamente se haya convertido, en ciertos casos, en una obligación de simple puesta de la información a disposición de la clientela, lo cual encuentra adecuado reflejo, por ejemplo, en la normativa reguladora de los servicios de pago).

No obstante, “a pesar de la creciente tendencia de los consumidores a usar servicios digitales para recabar información, buena parte de ellos aún prefiere el contacto personal, sobre todo a la hora de negociar los productos” (Comité Económico y Social Europeo, 2016a).

La banca electrónica también brinda ventajas a las entidades, pues produce una descongestión de la red de sucursales, que se puede centrar en aspectos más comerciales y menos administrativos (López, 2011, pág. 288).

A pesar de que, en un inicio, las entidades se adentraron en este terreno de la banca electrónica para ampliar la oferta de servicios a sus clientes y los canales de distribución, en la actualidad, en un entorno de tipos de interés ultrarreducidos e incluso negativos, con un retorno para los inversores de alrededor del 6% —cuando lo que estos esperan es una rentabilidad de entre el 8 y el 10%— se recomienda a las entidades que recurran a la digitalización no para generar un beneficio sino para ahorrar costes (De Guindos, 2019).

La “digitalización plantea riesgos significativos para las entidades de crédito, al tiempo que les ofrece oportunidades para mejorar la eficiencia y generar nuevo negocio” (Banco Central Europeo, 2019b). Con todo, es difícil predecir con exactitud cómo la digitalización cambiará el negocio bancario y la estructura del mercado (Enria, 2019).

Este planteamiento originario, con las adaptaciones marcadas por el entorno económico, ha quedado desbordado con la aparición de la banca móvil, accesible desde los teléfonos inteligentes, y con la nueva cultura de una parte sustancial de la ciudadanía, todo lo cual ha transformado, tras la crisis financiera de 2007 y 2008, el modo de relación entre las entidades proveedoras de todo tipo de servicios financieros y sus usuarios[1].

Todos los esfuerzos desplegados por el sector financiero no han sido suficientes para contener la ola de cambio generada por el proceso de disrupción digital, de lo que da una idea, por ejemplo, que fueron necesarios 76 años para que la mitad de la población de los Estados Unidos tuviera teléfono, cuando solo han sido necesarios 10 años para extender el “smartphone” a esta misma proporción de la población (PwC, 2019a, pág. 2), o que se ha registrado más información en la última década que en toda la Historia de la humanidad (Banco de Inglaterra, 2019, pág. 2) (párrafo tomado de Domínguez y López, 2019a, pág. 6). Curiosamente, determinados países como Alemania han aceptado tardíamente el uso del “smartphone”, y sus ciudadanos “aún son reticentes a usar banca electrónica o conectarse a internet en un bar”, por motivos relacionados, especialmente en la antigua República Democrática, con la falta de privacidad de las telecomunicaciones en la etapa anterior a la reunificación (Jot Down Smart, 2016, pág. 100). Roldán (2016) expone, con acierto, que “el desafío tecnológico no debe llevarnos a caer en el neoludismo o fobia a cualquier innovación tecnológica”.

Pero la realidad es que los bancos podrían convertirse, como provocadoramente se ha planteado, en los siguientes “dinosaurios” (Dombret, 2015), a no ser que, como en los últimos 500 años han venido demostrando con solvencia, sean capaces de adaptarse a las nuevas tendencias tecnológicas y, especialmente, a las preferencias de los consumidores digitales.

La transformación digital no es privativa del sector financiero, pues, como señala el Gobernador del Banco de España (Hernández de Cos, 2019, pág. 3), “en los últimos años un número creciente de aspectos cotidianos de nuestras vidas se están viendo afectados por el fenómeno de la creciente digitalización. Tanto, que determinados servicios que hasta hace unos pocos años prácticamente no estaban disponibles para el ciudadano de a pie se han convertido hoy en acciones rutinarias en nuestro día a día”. Lógicamente, esta tendencia ha impactado de lleno en el sector financiero, que es especialmente apto y proclive al cambio por la intangibilidad de su objeto y de sus procesos para la prestación de servicios[2].

Todas las grandes entidades financieras europeas ofrecen servicios a sus clientes digitalmente e, internamente, disponen de sistemas informáticos cada vez más complejos para el desarrollo de sus actividades, en el marco de una regulación crecientemente exigente con el debido control que las entidades han de ejercer sobre todas las facetas de actividad y todos los riesgos en los que pueden incurrir[3].

Roldán (2019b) considera, de hecho, que los bancos españoles llevan años invirtiendo ingentes recursos económicos y personales en la digitalización de la actividad financiera.

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Para Harari, ya hemos emprendido, paulatinamente, el camino para convertirnos en una nueva especie, fusionándonos con los robots y con las máquinas (consideremos por un momento en el uso que hacemos a diario de los teléfonos inteligentes). Iremos cambiando hasta que nos convirtamos, imperceptiblemente, en el nuevo “Homo Deus”. La preeminencia de la biotecnología y de los algoritmos será inevitable en el siglo XXI, aunque, cuando revelen todo su potencial, el liberalismo, la democracia y los mercados, como máximos exponentes de la libertad de elección de los ciudadanos-consumidores, podrían convertirse en una realidad obsoleta. La idea de que los humanos siempre tendrán una habilidad más allá del alcance de los algoritmos es tan solo una ilusión[4].

Al más alto nivel político, los principales gobiernos del planeta tratan de dar una respuesta coordinada a estos desafíos. Por ejemplo, en el comunicado de la reunión de los Ministros de Finanzas y Presidentes de Bancos Centrales del G20 (2018), celebrada en Argentina en marzo de 2018, se determinó lo siguiente: “La tecnología, incluida la digitalización, está transformando substancialmente la economía global, dada su naturaleza sin fronteras e intangible y su habilidad creciente para automatizar tareas cognitivas. Estamos desarrollando un entendimiento común de la naturaleza de los cambios y de sus potenciales implicancias. Se espera que las tecnologías transformativas traigan oportunidades económicas inmensas, tales como nuevas formas de hacer negocios, nuevas industrias, nuevos y mejores empleos, un mayor crecimiento del PBI y mejoras en los estándares de vida. Al mismo tiempo, la transición crea desafíos para individuos, empresas y gobiernos. Estos incluyen cambios en los mercados laborales, la importancia creciente de las habilidades y la adaptabilidad, y el riesgo de una creciente inequidad dentro de y entre los países”.

En el primer apartado del preámbulo de la declaración de la cumbre de 2019, el G20 (2019, pág. 1) se refiere expresamente el poder de la innovación tecnológica, en particular de la digitalización, y su aplicación para el beneficio de todos. En esta misma declaración se alude al modelo de sociedad conocido como “5.0”, y a un entorno futuro de convivencia en el que las personas deben seguir estando en el centro (“human-centered future society”), lo que nos sirve para concluir que la digitalización constituye una palanca de cambio extraordinaria, única quizás en el desarrollo de la humanidad, aunque en la toma de decisiones, y en la toma de decisiones financieras y económicas, en particular, no se debe renunciar al elemento humano, que es la auténtica medida de todas las cosas, ni dar por hecha su presencia[5].

En un nivel más cercano, el Banco de España y la Comisión Nacional del Mercado de Valores, en el marco del Plan de Educación Financiera, han establecido como lema del Día de la Educación Financiera de 2019 la expresión “Conectados a la digitalización”, en referencia “a la importancia de la tecnología en nuestras vidas y a su adecuado uso para una mejor gestión de nuestras finanzas personales”[6].

Las dificultades propias de una época de cambios tan intensos en un sector tan esencial para el desarrollo económico y social como es el financiero se han acentuado por la aparición de nuevos competidores, en un terreno tradicionalmente reservado a las entidades financieras. Aunque desde las instituciones de la Unión Europea se considera “imprescindible preservar la `biodiversidad´ del sistema financiero” y se “pretende valorizar el modelo bancario que representan las cooperativas de crédito y las cajas de ahorros” (Comité Económico y Social Europeo, 2015), por su mayor propensión a dar satisfacción a las demandas de todos los grupos de interés y no solo a las de los accionistas, los bancos, en sentido estricto, han ocupado la zona central del sistema financiero, y, casi sin solución de continuidad, han irrumpido en el panorama financiero unos nuevos agentes, las llamadas entidades “Fintech” (de “Financial Technology”), cuyo rol será relevante —ya lo está siendo, realmente— pero está aún por precisar.

La tecnología financiera, nada menos, “puede contribuir a reducir el riesgo en el sistema financiero mediante la descentralización y desconcentración de riesgos, una compensación y liquidación más rápidas de los pagos en efectivo y las operaciones con valores, y una mejor gestión de las garantías y optimización del capital” (Parlamento Europeo, 2017b, Considerando R).

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[1] Es llamativo que aunque el 92% de los clientes bancarios son usuarios habituales de Internet, solo el 13,7% de los españoles dispone de una cuenta bancaria exclusivamente “on line” (Fundación de las Cajas de Ahorros, citado en Asociación Española de Banca, 2017, pág. 22).

[2] “La industria financiera, y la banca en particular, tienen características que las hacían candidatas a una digitalización rápida y temprana, principalmente porque sus materias primas fundamentales y sus productos pueden reducirse a dos: datos (o información) y dinero. Y el dinero puede convertirse en apuntes contables, es decir, en datos, en información” (González, 2017, pág. 225).

[3] El Considerando 53 de la Directiva 2013/36/UE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 26 de junio de 2013, relativa al acceso a la actividad de las entidades de crédito y a la supervisión prudencial de las entidades de crédito y las empresas de inversión, muestra, desde el punto de vista del riesgo, cuál fue la cruda realidad: “La debilidad del gobierno corporativo de una serie de entidades ha contribuido a una asunción excesiva e imprudente de riesgos en el sector bancario, que ha llevado al hundimiento de diversas entidades y a problemas sistémicos en los Estados miembros y a nivel mundial” (citado en López, 2016b).

[4] Para más detalle, nos remitimos a nuestra reseña de “Homo Deus. Una breve historia del mañana” (López, 2018a).

[5] Más adelante, a propósito de los algoritmos y de su aplicación en los sectores financiero y tecnológico, retomaremos esta idea.

[6] Se puede encontrar más información en la página web del Día de la Educación Financiera: www.diadelaeducacionfinanciera.es.

El Día de la Educación Financiera se celebra, desde 2015, el primer lunes del mes de octubre, con el desarrollo de actividades de educación financiera, organizadas por los supervisores financieros, y por otras entidades, en todo el territorio de nuestro país. Su objetivo principal es que todos los ciudadanos sin excepción, desde los más jóvenes a los más mayores, sean conscientes de la importancia de la educación financiera y de los beneficios que el acceso a este tipo de instrucción puede reportar.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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