Las grandes consultoras colaboran de manera asidua e intensa tanto con las corporaciones privadas de un cierto tamaño como con las Administraciones Públicas. Esta realidad es perceptible a escala global, pues ese y no otro es el ámbito de trabajo de compañías como McKinsey, Boston Consulting Group, Bain & Company, PwC, KPMG, Deloitte o EY, entre otras.

Mariana Mazzucato y Rosie Collington prestan atención a esta materia en “The Big Con(sultancy)”, con el extenso subtítulo “How the Consulting Industry Weakens our Businesses, Infantilizes our Governments and Warps our Economies”.

No hace falta un análisis profundo para anticipar que su percepción es un tanto negativa y crítica, sin dejar de reconocerles una función social. De hecho, en la misma introducción señalan a este conjunto de entidades como responsables de la mala gobernanza pública y privada de las últimas décadas y de una visión cortoplacista, y de ser causantes de una desviación de la inversión necesaria para el progreso.

Mazzucato y Collington tratan de argumentar que la industria de la consultoría (“Big Con”) no es meramente una “mano amiga”, y que su consejo y sus acciones no son siempre puramente técnicas y neutrales. En realidad, es su opinión, imponen una determinada visión de la economía —la del moderno capitalismo— que ha creado disfunciones en la actividad pública y privada mundial. Ello se demuestra porque los costes incurridos por los contratantes raramente se compensan con ganancias relacionadas con el valor generado, que, afirman, es más aparente que real.

Asimismo, apuntan a que los contratantes de las “Big Con”, sean públicos o de naturaleza privada, en un ejercicio permanente de inseguridad, tratan de justificar sus decisiones con apoyo en los informes emitidos por estas compañías: “When a corporate senior manager wishes to convince their board of something, or when a government minister wants to win over others to their vision or stall meaningful action, a supportive report from a Big Three or Big Four firm can go a long way at the expense of other objectives – or even of labour agreements” (págs. 8-9). Esta inseguridad, añaden, a veces se fomenta por parte de los propios consultores, como vía para la generación de nuevos ingresos.

No obstante, claro que existe un espacio en la arena pública y en los despachos de las firmas privadas apto para recibir el apoyo de la industria de la consultoría, siempre que sus empleados cuenten con el conocimiento y la experiencia que contribuya a la creación de valor.

Para estas dos autoras, las Administraciones y las empresas, antes que seguir externalizando funciones de manera continuada, deberían pensar en desarrollar capacidades internas y, sobre ellas, cuando sea imprescindible, contar con el apoyo de los consultores, lo cual les permitirá aprender y aplicar esas habilidades en su día a día. De lo contrario, los funcionarios y empleados no podrán aprender con la práctica, y se convertirán en individuos —e instituciones— infantilizados.

También son posibles los conflictos de intereses, como cuando una consultora asesora a un gobierno sobre un programa de neutralidad climática y, a la par, a las empresas del sector de los combustibles de origen fósil.

El debate está servido, pero es lo cierto que raramente se dan etapas como la actual, en la que la regulación y el cambio social son tan profundos y agudos, lo que dificulta que los gobiernos y las empresas, con sus solos recursos, puedan atender todos los frentes abiertos.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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