La Comisión de Expertos en materia de gobierno corporativo propuso en su informe de 2013, sin proporcionar excesiva justificación, la incorporación de la aprobación de la política de responsabilidad social corporativa (RSC) por el consejo de administración de las sociedades cotizadas.

La disposición 41 de la Ley 31/2014, de 3 de diciembre, por la que se modifica la Ley de Sociedades de Capital para la mejora del gobierno corporativo, dio, en lo que ahora nos interesa, la siguiente redacción al art. 529 ter, apartado 1, de la Ley de Sociedades de Capital (el subrayado es nuestro):

“1. El consejo de administración de las sociedades cotizadas no podrá delegar las facultades de decisión a que se refiere el artículo 249 bis ni específicamente las siguientes:

a) La aprobación del plan estratégico o de negocio, los objetivos de gestión y presupuesto anuales, la política de inversiones y de financiación, la política de responsabilidad social corporativa y la política de dividendos”.

De este modo, se dio carta de naturaleza a la RSC en la Ley de Sociedades de Capital, respecto de las sociedades cotizadas. Como se ve, no hay rastro explícito de la sostenibilidad o de la gestión medioambiental o social.

(Alguna mención adicional a la “responsabilidad social empresarial” se puede encontrar en el art. 529 novodecies de la Ley de Sociedades de Capital —‘Aprobación de la política de remuneraciones de los consejeros’—, introducido por la Ley 5/2021, de 12 de abril, por la que se modifica el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, y otras normas financieras, en lo que respecta al fomento de la implicación a largo plazo de los accionistas en las sociedades cotizadas).

De este modo, por otra parte, la RSC evolucionó desde el plano de las recomendaciones de los diversos Códigos de Buen Gobierno de las Sociedades Cotizadas de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) y, por tanto, desde la voluntariedad, más allá de la aplicación del principio “cumplir o explicar”, al rango legal y, por tanto, preceptivo, es decir, innegociable por parte de las diversas compañías, con independencia de su mayor o menor cultura en materia de responsabilidad social y de la efectiva proyección de su objeto social, directa o indirectamente, hacia la sociedad.

La revisión del Código de Buen Gobierno de junio de 2020, ha enturbiado conceptualmente el estado de la cuestión, a nuestro parecer.

En su nota de prensa de 26 de junio de 2020, en plena vorágine de la crisis ambiental y climática y de la necesidad de evolucionar el modelo de convivencia global y de gestión de las grandes corporaciones, la CNMV justifica la revisión del Código de Buen Gobierno del siguiente modo (el subrayado es nuestro):

“La revisión actualiza y adapta varias recomendaciones del Código a diversas modificaciones legales aprobadas desde su publicación y aclara el alcance de otras que habían suscitado ciertas dudas; asimismo, supone novedades relevantes en áreas como la diversidad de género en los consejos de administración, la información y riesgos no financieros, la atención a aspectos medioambientales, sociales y de gobierno corporativo, o las remuneraciones”.

Son diversos los principios y recomendaciones del Código que se revisan, en cuyo análisis detallado ahora no vamos a entrar. La realidad es que la CNMV equipara la RSC con la sostenibilidad, como si fueran fungibles o intercambiables.

Así, por ejemplo, en la explicación del principio 24, previa a la presentación de la recomendación 55, se expresa lo siguiente (el subrayado también es nuestro):

“En este sentido, se plantea la conveniencia de desarrollar el contenido mínimo reco­mendado de la política de responsabilidad social o sostenibilidad en materias medioambientales y sociales, cuya aprobación corresponde al consejo de adminis­tración, y de plasmar el principio de mantener una comunicación transparente basada en la necesidad de informar tanto sobre los aspectos financieros como sobre los aspectos no financieros de negocio”.

Es lógico, hasta cierto punto, que la CNMV lleve a cabo esta pirueta, pues, por el momento, una recomendación de un supervisor no puede modificar un texto legal por evidentes razones de jerarquía normativa.

Este hueco se salva, como decimos, con la mera equiparación entre la RSC y sostenibilidad o factores ambientales, sociales y de gobernanza (ASG).

En realidad, se trata de dos esferas diferenciadas, con elementos en común sin duda, pero que responden a distintos principios y fines, incluso a una gestión netamente separada por parte de las sociedades cotizadas.

La RSC no se ve derogada por la sostenibilidad, ni la sostenibilidad queda embebida en la RSC. La primera se sigue centrando en la relación con los grupos de interés y en una cierta voluntariedad (aunque es perceptible una mayor imperatividad en la gestión de la RSC a la vista del marco legal —véase, por ejemplo, la Ley 11/2018, de 28 de diciembre—), en tanto que la segunda comprende elementos, particularmente en el caso de las entidades financieras, de índole regulatoria, supervisora, estrategia a largo plazo, modelo de negocio, gestión del riesgo y “divulgación dura” de información, con una base cuantitativa que está siendo objeto de definición en la actualidad, con indicadores y objetivos, de utilidad para las propias compañías y los grupos de interés, pero también para los poderes públicos en la implementación de las políticas públicas y la transición hacia una sociedad libre de emisiones de carbono, fundamentalmente.

Mezclar indiscriminadamente la RSC con la sostenibilidad, y lo financiero con lo no financiero, puede suponer una dificultad añadida a la gestión por parte de las sociedades cotizadas, incluso al deseado éxito de las iniciativas públicas, al igual que emplear la sostenibilidad como puro elemento decorativo o de ornato. El reto colectivo es enorme y el tiempo se acaba: no nos podemos permitir errar en el diagnóstico.

 

(Imagen de la autoría de sentavio – www.freepik.es)


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