Jean Tirole recibió en 2014 el Premio Nobel de Economía gracias a sus aportaciones sobre los mercados y regulación, a las relaciones entre el Estado y las empresas y a la gobernanza de estas. Acceder a la obra escrita de un autor de este prestigio puede ser doblemente arduo: primero, por su profundidad, y segundo, pero relacionado con lo anterior, por el carácter técnico de la producción científica.
Por lo tanto, es de agradecer que este galardonado, a través de su obra “La economía del bien común” (Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U., Barcelona, mayo de 2017), se esfuerce por transmitir a los no especialistas los puntos más destacados de su propia creación, pues, más allá de los aspectos cuantitativos y de las fórmulas más farragosas, hay ideas a las que se puede llegar, simplemente, guiados por un buen maestro, como un Virgilio en “La Divina Comedia”, y con algo de intuición. Para Tirole, de hecho, la economía es exigente, y, una vez que se desenmascaran las trampas, asequible.
En nuestra experiencia de visitante de la Economía desde otras disciplinas sociales (Tirole también se refiere, reiteradamente, a la figura del “free-rider”) compartimos lo que afirma este Premio Nobel y rechazamos que, como afirmó Thomas Carlyle, nos hallemos ante la “ciencia lúgubre”, sino más bien todo lo contrario.
Tirole ha sentido la tensión entre su faceta académica y la divulgativa. En el capítulo 1 del libro escribe que no se le pedía a Adam Smith que hiciera previsiones, redactara informes, hablara por televisión, llevara un blog y escribiera manuales de divulgación: todas esas demandas sociales son legítimas, pero con frecuencia cavan un foso entre los creadores del saber y sus transmisores.