José M. Domínguez Martínez y José Mª López Jiménez

(Artículo publicado en EdufiBlog el 11 de octubre de 2019)

En una entrada reciente de Edufiblog publicada el pasado 26 de septiembre se efectuaban algunas consideraciones acerca de la educación financiera y el bienestar financiero, y, en ese contexto, se recogía una pregunta en la que se planteaba una elección entre dos hipotéticas situaciones salariales diferentes:

“¿Cuál de estas dos situaciones preferiría Vd., si:

(a) El salario medio es de 25.000 euros, y su salario es de 50.000 euros.

(b) Vd. gana 100.000 euros, y el salario medio es de 200.000 euros?”.

Se trata de una pregunta similar a la comentada por Jason Butler en un artículo acerca del bienestar individual (Financial Times, 19-9-2018). La pregunta fue formulada, hace años, en un estudio centrado en los trabajadores estadounidenses. De estos, casi la mitad se inclinaron por la primera opción, lo que, según Butler, experto en bienestar financiero, carece completamente de sentido, pero apunta que la comparación social tiene un efecto significativo, y potencialmente depresivo, sobre el bienestar general de las personas. En el referido anterior artículo de este blog se hacía mención expresa de la importancia de la posición relativa de una persona a la hora de evaluar su situación financiera, lo que, efectivamente, podría inclinar la balanza hacia situaciones en las que se esté en una mejor posición relativa que los demás.

Esto es así, ¿pero podemos mantener con total contundencia que, como se indicaba, la primera opción carece de sentido? En la primera opción se obtendría una retribución de 50.000 euros, mientras que en la segunda, justamente el doble.

Ceteris paribus, es evidente que disponer de una renta anual de 100.000 euros otorga una mayor capacidad de consumo potencial que una suma de 50.000 euros en el mismo período. Ahora bien, ¿podemos estar plenamente seguros de que, en un contexto económico determinado, vamos a mantener el mismo poder adquisitivo con una renta equivalente al 50% de la renta media que con una renta equivalente al doble de la renta media? Cabe suponer que una persona con una retribución media puede vivir razonablemente bien con arreglo a su entorno económico, de lo que podemos colegir que la situación será bastante más favorable para quien disponga de una retribución de importe doble. ¿Podemos suponer igualmente que una persona con una retribución que es la mitad de la media tendrá garantizado un nivel de vida aceptable?

Si colocamos los cuatro importes (25.000-50.000-100.000-200.000 euros), no cabe ninguna duda de la ordenación, desde un punto de vista estrictamente cuantitativo. Sin embargo, ¿podemos tener la certeza de que al ascender en la escala numérica el eje que representa el coste de la vida permanece estático? ¿Podría suceder que se desplace y, con ello, la ganancia real derivada de una mayor retribución se convierta en un espejismo?

No puede perderse de vista que, en la primera situación, la obtención de una retribución de 50.000 euros sitúa al perceptor en un percentil muy alto en la distribución de la renta, de manera que una gran mayoría de la población tiene rentas inferiores; lo contrario ocurre en la segunda situación. Al margen de las posibles implicaciones sobre el poder adquisitivo efectivo, ¿hay alguien dispuesto a pagar un precio por mantener una posición en un percentil elevado?

En Edufinet, como se señala en el “post” al que el presente da continuidad, ya hemos prestado atención a este tipo de cuestiones, en las que, ya se trate de situaciones de la vida real o de meros ejercicios teóricos, la decisión adoptada por los individuos no siempre es, aparentemente, la más coherente.

Las personas son, sin lugar a dudas, seres racionales (y sociales, lo que abre la puerta a la consideración, ante un mismo asunto, de la posición ocupada por los otros), lo que no impide que, como enseña la Psicología Financiera, sea conveniente conocer determinados atajos mentales que pueden provocar que la decisión adoptada no sea siempre la más favorable.

Si lo anterior es particularmente relevante en la toma de decisiones, en general, lo es más aún en relación con la toma de decisiones financieras, por el potencial impacto en el patrimonio y en el bienestar de los individuos.

Una de las preguntas del ejercicio práctico, en el que participaron 31 voluntarios, realizado en el marco de las actividades complementarias al Congreso de Educación Financiera “Realidades y Retos”, celebrado en Málaga en noviembre de 2018, del que se dio cuenta en la quinta sesión del Congreso (“¿Es condición suficiente tener un elevado conocimiento de cuestiones financieras para tomar una buena decisión financiera?: conocimientos financieros, sesgos cognitivos e influencia del entorno”), tuvo por objeto el conocido juego del ultimátum:

«Supón que participas en el conocido como “juego del ultimátum”. A ti y a otro jugador se os comunica que se os asignará una suma de dinero a compartir entre ambos, siempre que os pongáis de acuerdo en la distribución. Si no lo hacéis, ninguno recibirá cantidad alguna. Se permite que uno de los jugadores (A) haga una única propuesta de reparto al otro (B), que debe aceptarla o rechazarla.

A) Si desempeñas el papel de A y la cantidad total a repartir es de 10.000 euros, ¿qué importe máximo ofrecerías a B?:

(a) 2.000 euros.

(b) 5.000 euros.

(c) 7.000 euros.

B) Si jugases como B y A te ofreciera 2.000 euros, ¿aceptarías?:

(a) Sí.

(b) No».

Como se refiere en el “paper” elaborado por los autores de este “post”, incluido en el libro de actas del Congreso, en esta pregunta se identifican varios sesgos cognitivos, del que ahora nos interesa destacar, precisamente, la consideración de la posición relativa de los distintos miembros de la sociedad [otros sesgos asociados a esta pregunta son la noción de probabilidad y aplicación en contextos reales, y la influencia del sentido del resultado de la transacción (ganancia, pérdida, dejar de ganar, dejar de perder)].

Una buena prueba de que, en general, ante la toma de una decisión, se tiene en cuenta la posición de otros miembros de la sociedad —al menos, de los más cercanos— es que, en la segunda de las cuestiones planteadas, que es la que ahora atrae nuestra atención, el 52% de los participantes en el ejercicio aceptó una oferta de 2.000 euros del otro jugador, mientras que el 48% restante rechazó tal proposición [en cuanto a la primera de las cuestiones planteadas, el 68% de los participantes en el ejercicio escogió la opción b), esto es, que el importe máximo ofrecido al otro jugador sería de 5.000 euros, justo la mitad de la cantidad en liza, mientras que el 22% optó por la letra a) —2.000 euros—, y el 10% por la c) —7.000 euros—].

Al margen de otras motivaciones, el amplio rechazo de la oferta de 2.000 euros confirma que el “jugador pasivo” puede preferir no ganar cantidad alguna con tal de que la igualdad entre los dos participantes en el “juego del ultimátum” se mantenga; esta postura supone, en la práctica, que la cantidad obtenida por ambos jugadores sea cero, lo que, sin duda, parece menos racional que el embolso de una cantidad de 2.000 euros, aunque sea notablemente inferior que la de 8.000 euros que iría a parar al bolsillo del “jugador activo” o que lanza la oferta.

Este caso práctico y las respuestas obtenidas confirman, en línea con lo anticipado, que no solo hay que valorar las cifras en abstracto, sino que también hay que relacionarlas con la posición ocupada por los jugadores o, más ampliamente, por los ciudadanos en la escala social.

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José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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