En unos días se producirá el primer aniversario de la pérdida de un hombre clave en la Historia reciente de nuestro país, Adolfo Suárez (“el hombre que mejor abrazaba en España”).
Necesariamente, una época fascinante arroja personajes fascinantes. Con la conciencia que nos dan los años acerca de la brevedad del tiempo, son impresionantes los logros alcanzados en apenas un lustro, desmontando una dictadura y erigiendo una democracia. Es evidente, el esfuerzo, el éxito, fue de todos, pero el impulso y el tempo vino marcado por unos pocos, entre los que cabe incluir a Suárez. Como su posterior trayectoria vital acreditó, el mayor coste del titánico esfuerzo y de su estancia en el poder fue el familiar.
Leyendo “Puedo prometer y prometo” (2013), de Fernando Ónega, quien fue uno de los hacedores de discursos del presidente y “director de prensa de la Presidencia del Gobierno” hemos encontrado la siguiente referencia a la situación económica de la década de los setenta (pág. 112):
“La economía era un caos. Los jóvenes de entonces firmábamos hipotecas al 17 por ciento, pero no nos importaba porque los salarios subían más, y la cuota del crédito se quedaba pequeña a los tres años de firmarla. Cuando Suárez llega a la presidencia, el crédito interbancario está en el 22 por ciento. Y todo ello, después de una grave crisis del petróleo iniciada en 1973, a la que no supieron responder ninguno de los gobiernos precedentes. Si uno se sitúa en 1976, se puede afirmar que sólo la banca iba bien. En el primer trimestre del año se abrieron más de ochocientas oficinas”.
Ben S. Bernanke, en “The Federal Reserve and the financial crisis” (2013) nos relata la situación de esos días al otro lado del Atlántico. En 1979, bajo los auspicios del presidente James Carter, fue designado como presidente de la Reserva Federal Paul Volcker, con el propósito de domar la inflación. A finales de ese año, Volcker decidió romper con la tradición seguida y permitir a la Reserva Federal una intensa elevación de los tipos de interés. Las medidas funcionaron y la inflación se redujo en los años posteriores al 3 por ciento aproximadamente. Como contrapartida, la financiación a la que pudieron acceder los consumidores y empresas pasó a ser mucho más cara. Bernanke nos recuerda, con una anécdota personal, que hacia 1981 o 1982, recién graduado, pretendía comprar una casa y que el tipo de interés de un préstamo hipotecario con un plazo de amortización de 30 años era del 18,5 por ciento.
Lo que nos llama la atención ahora son los tipos de interés de los préstamos hipotecarios para adquirir la vivienda habitual, cercanos al 20 por ciento. Y nos choca lo que afirma Ónega: en apenas tres años, a pesar de la crisis, la cuota del préstamo se quedaba pequeña. Los préstamos eran de menor importe y duración, pero el hecho de que los salarios, sin menoscabo por la crisis, estuvieran indexados a la inflación, permitía esta paradoja. Un mejor reparto de la producción empresarial, en el que parte del pastel se la quedaban los trabajadores, también coadyuvaba a este fin.
En contraposición, en 2015, con préstamos hipotecarios con tipos de interés mínimos, que incluso cuando existe una cláusula suelo son muy bajos si los comparamos con los de los últimos setenta y primeros ochenta, las familias tienen enormes dificultades para mantener la cabeza por encima del agua. Hoy no hay inflación, pero los salarios están referenciados no a la subida de los precios sino a la productividad medida en términos de incremento del PIB.Algo no va bien.