«Se puede resistir a un ejército invasor pero no se puede resistir a una idea cuyo tiempo ha llegado», Víctor Hugo
«El dinero huele bien venga de donde venga», Juvenal
Lo primero es determinar qué es el dinero y qué características tiene el dinero actual. De entrada, el dinero tan solo tiene presencia en las sociedades más avanzadas, en las que hay una especialización, por básica que sea, en la producción de bienes y servicios. Las sociedades más primitivas bien producen lo que consumen, bien producen bienes para su intercambio por otros (con el aderezo de que también se pueden intercambiar servicios por servicios o bienes por servicios, desvirtuando, en sentido jurídico, el concepto típico de la permuta), luego no necesitan medios de pago.
En las sociedades más avanzadas es inevitable que surja el dinero. ¿Qué puede servir como dinero? Cualquier cosa, siempre que haya una aceptación general de que su función es servir como medio de pago —lo que presupone capacidad de conservar valor—. Históricamente, como nos contó Milton Friedman, han sido usados como dinero el ganado, la sal, la seda, las pieles, el pescado ahumado, el tabaco, las plumas o las piedras, hasta la llegada de los metales —oro, plata, cobre, hierro, estaño—, en una evolución que ha llevado al triunfo del papel y de los apuntes contables (en libros, pero también en soporte electrónico, más recientemente).
El dinero, en síntesis, es un medio de pago porque representa capacidad para adquirir bienes y servicios.
El mayor hito histórico de las últimas décadas acaso sea la atribución a los bancos centrales de la capacidad para crear dinero, lo que no ha permitido superar una de las mayores contradicciones del dinero, como es la consistente en la dificultad de que el valor de una moneda se mantenga estable y no oscile.
Los Estados, casi siempre, desde su surgimiento en el siglo XV, han sido proclives a endeudarse en exceso (recordemos la primera quiebra hispánica, la de Felipe II, en 1557). Agotada la posibilidad pedir prestado a los banqueros o a los mercados, limitado el margen para incrementar la presión impositiva o para contener el gasto, la opción más sencilla, en apariencia, ha sido la de emitir dinero a través de los bancos centrales.
Por ello, para mitigar los efectos perversos de esta emisión no sustentada en la actividad económica real (como la excesiva inflación) se ha tratado de preservar la autonomía de los bancos centrales, para evitar que emitan dinero a ciegas, condicionados por aspectos puramente políticos o coyunturales, cortoplacistas o “medioplacistas”.
Otro elemento trascendental para conocer las relaciones entre el dinero, los bancos centrales y las entidades bancarias es la posibilidad de estas últimas, en exclusiva, de captar fondos reembolsables del público, que, al ser prestados a otros clientes, multiplican la base monetaria, sin necesidad de que se emitan nuevos billetes o monedas. Como afirmó Termes Carreró, “esta facultad de crear dinero es la que da lugar al llamado dinero escriturario, el cual, junto con el dinero efectivo emitido por los bancos centrales en forma de moneda metálica y billetes, constituye la base monetaria”.
Dicho todo lo anterior, no parece plausible, a corto plazo, la completa desaparición del dinero en efectivo de nuestras sociedades, pues, de hecho, este constituye el primer escalón de la masa monetaria (el conocido como “agregado estrecho” o M1), y es, a su vez, la base de los otros agregados monetarios.
Sin embargo, la crisis financiera ha mostrado que no es necesario imprimir billetes para que los bancos centrales puedan adquirir determinados activos financieros. Por ejemplo, según relata Ben Bernanke, en el marco de las medidas de expansión cuantitativa, la Reserva Federal, en contra de lo que se cree, no imprimió billetes para comprar los activos de algunas entidades rescatadas como Fannie Mae o Freddie Mac, pues las «cuentas de reserva» de su balance son meros apuntes electrónicos, formando parte de la base monetaria pero quedando fuera de circulación.
Los Gobiernos desean ejercer un mayor control sobre las finanzas de los ciudadanos y empresas, para optimizar las funciones recaudatorias, la prestación de servicios públicos y prevenir el fraude e incluso la comisión de delitos o el aprovechamiento de sus consecuencias económicas (mediante la prevención del blanqueo de capitales).
Obviamente, cuanto más dinero se mueva a través de los canales bancarios, mayores posibilidades habrá de ejercer este control. La mayor dificultad de vigilancia del movimiento del efectivo dificulta estos fines, que, desde luego, son legítimos.
En los próximos años se habrá de encontrar un punto de equilibrio entre los intereses generales y los individuales, que no parece que provoque, por un extremo, la plena sustitución del dinero emitido por los bancos centrales por otro “tipo de dinero”, ni, por el otro, que las transacciones en billetes y monedas físicas lleguen a su fin.
No hay inconveniente en que “bitcoin”, por ejemplo, pueda emerger como nuevo medio de pago, a pesar de las oscilaciones de su valor —oscilaciones que no son ajenas al dinero emitido por los bancos centrales—, siempre que los participantes en los intercambios económicos lo acepten de forma no unánime pero sí generalizada.
Quedan por resolver delicadas cuestiones, en relación con “bitcoin” u otras alternativas existentes o por existir, como el ajuste de la “masa monetaria”, el tratamiento de las posibles plusvalías derivadas de su tenencia, o la forma de prevenir que sirva como forma de pago o almacenamiento de valor en transacciones con un componente delictivo.
Hoy por hoy, seguimos pensando, con todos sus defectos, que las monedas y billetes tradicionales, directamente o a través de los bancos en los que se depositan, con la legitimidad última de los bancos centrales emisores (que pueden ser supranacionales, como es el caso del euro) garantizan mayores dosis de estabilidad y confianza. La legitimidad de una moneda presupone, por definición, la del sistema político y económico que le sirve de respaldo. Al contrario, la pérdida de prestigio de una moneda socaba la del Estado o los Estados emisores. Por algo, al acuñar moneda, los romanos reflejaban el rostro del emperador como señal de seriedad y estabilidad.