Comienza a hacerse pesado leer sobre el crac bursátil de 1929, la Gran Depresión, los Treinta Gloriosos, la Gran Moderación y la Gran Recesión.
Por esta razón nos ha parecido de interés la obra de Liaquat Ahamed titulada “Los señores de las finanzas”, subtitulada, a la búsqueda del impacto comercial y, por ende, un tanto injustamente, pues fueron muchos más los que llevaron al mundo al caos, “Los cuatro hombres que arruinaron el mundo”. Ha sido Premio Pulitzer de Historia 2010.
La obra trata, de nuevo, sobre la depresión comenzada en 1929, que, ya lo sabemos ampliamente, condujo a la Segunda Guerra Mundial diez años más tarde, cuando Alemania invadió Polonia un 1 de septiembre de 1939, en connivencia con la Unión Soviética, merced al pacto Ribbentrop-Molotov.
¿Qué aporta este libro? La obra, plagada de anécdotas pero con una buena estructura y un ritmo adecuado, nos explica cómo realmente la crisis de 1929 traía una causa más que directa de las indemnizaciones impuestas a los alemanes por las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial, las cuales, realmente, no llegaron a cuantificarse por la falta de acuerdo de las potencias en liza, vencedoras y vencida. En las conferencias internacionales celebradas, la palabra “indemnización” se llegó a convertir, literalmente, en tabú.
Parte del inmovilismo vino provocado por las rigideces de un patrón oro obsoleto, inapto para regular las relaciones comerciales y financieras internacionales -en las que disponer de oro aceleraba el crédito y la economía-, y los tipos de cambio entre las diversas divisas.
Los cuatro hombres a los que Ahamed señala como culpables son los responsables de los Bancos Centrales de Inglaterra, Estados Unidos, Francia y Alemania: Montagu Norman, Benjamin Strong, Émile Moreau y Hjalmar Schacht, respectivamente. Pasan por la obra, junto a ellos, una gran cantidad de personajes, entre los que destaca un joven Keynes, cuya estrella comenzaba a despuntar cuando la de sus citados rivales ideológicos comenzaba a declinar.
De las personalidades que circulan por la obra también merece prestar atención a un Winston Churchill que fue nombrado ministro de Hacienda, quien, tras reuniones formales e informales, muchas de estas regadas con abundante alcohol, que según se dice, no afectaba a su capacidad de discernimiento, optó por que Inglaterra adoptara el patrón oro, decisión de la que, años más tarde, habría de arrepentirse y lamentarse: él mismo reconoció que se trató de “la mayor metedura de pata de mi vida”.
En el libro se trazan los perfiles biográficos de cada uno de los principales actores del drama, con detalles alejados, en apariencia, del perfil técnico, pero, sin duda, determinantes de su personalidad y de las decisiones adoptadas. Se da cuenta del perfil pretendidamente aristocrático de Schacht, de los ataques nerviosos de Norman, de la complicada vida personal de Strong, de las turbias relaciones comerciales y financieras de Moreau o de la fortuna acumulada por Keynes jugando a la bolsa.
Según se afirma, el primer banquero central que se ajustaría a la forma en que lo concebimos en la actualidad fue Benjamin Strong, fallecido prematuramente a los 55 años en 1928. Según Ahamed, las pésimas medidas tomadas en 1929 por una Reserva Federal que no había alcanzado los 20 años de recorrido (arrancó en 1913, tras la crisis de 1907), habrían sido otras muy distintas si Strong hubiera estado vivo. Ya se sabe, el condicional (¿y si hubiera vivido Benjamin Strong?) en términos históricos, sirve de poco…
“Los señores de las finanzas” esconde múltiples sorpresas, como que Alemania trató de introducir una nueva moneda, el Retenmark, respaldado no por el oro sino por la tierra, pues «el banco emisor se aseguraba una “hipoteca” sobre toda propiedad agrícola e industrial, pudiendo imponer sobre la misma una cuota anual del 5%, lo que en la práctica suponía un impuesto sobre los bienes inmuebles». La propuesta no prosperó porque el respaldo debía ser de un activo líquido, fácilmente transferible y aceptado internacionalmente, es decir, un activo como el oro.
En todo el entramado de relaciones entre los Estados soberanos, los bancos privados desempeñaban un papel fundamental. De hecho, se llegó a afirmar en 1902 que si cualquier Estado europeo deseaba emprender una guerra, necesitaba la aquiescencia de los Rothschild y sus contactos. “El negocio de la concesión de créditos a gobiernos extranjeros había sido históricamente uno de los aspectos más glamurosos del mundo bancario”, y esta época de entreguerras no fue una excepción.
La obra alude a pasajes que por conocidos solo citamos, como la hiperinflación alemana, que permitió, de facto, terminar con las deudas internas a costa del aniquilamiento de los ahorros de las clases medias (las cuales, en contra, fueron célebres en Francia por su capacidad de ahorro, sobre todo, suscribiendo deuda pública francesa, en una especie de círculo virtuoso), y el crac de 1929 y la Gran Depresión americana, a propósito de la cual se llegó a proponer por algunos senadores que se prohibieran las operaciones de bolsa para evitar nuevas crisis. Se menciona al profesor Fisher, de Yale, el que dijo, justo en 1929, que las acciones no cotizaban demasiado algo y que el crac estaba lejos…
En esta época se acordó la creación de Banco de Pagos Internacionales, como una especie de banco central de bancos centrales, en relación con el pago por Alemania de las indemnizaciones y la emisión de deuda para hacer frente a ella.
En los años 30 del siglo pasado, fue Francia la que consiguió estabilizar su economía antes que sus rivales, aunque esta calma no fue suficiente para tranquilizar las de sus vecinos. La influencia francesa sobre otros países de Europa despertó el resquemor tanto alemán como, sobre todo, inglés, que consideraba que de esta forma se quebraba el equilibrio político con armas financieras y económicas; Maginot, quien más tarde trazaría una muralla fácilmente quebrantable por medio de la blitzkrieg alemana recomendó que Francia “presione a Inglaterra mientras la libra está a nuestra mercad […] Podemos hacerle entender […] que si quiere que la ayudemos con créditos, antes hay que arreglar otros asuntos”.
De todas formas, gran parte del oro acumulado por Francia no se encontraba físicamente en París, sino en Londres, pues su peso impedía su transporte; los lingotes, simplemente, se marcaban, en la capital inglesa, como de la titularidad del Banco de Francia, lo que llevó a la aseveración de que “esta depresión es la más estúpida y gratuita de la historia” (lord D´Abernon, embajador británico en Alemania dixit).
Así, se llega al último acto de “Los señores de las finanzas”: Schacht, más que coqueteó, pues participó activamente en la política monetaria nazi, “vendiendo su alma al diablo”, aunque fue absuelto en los juicios de Núremberg, ya que se razonó que su colaboración con el régimen había cesado antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial; Norman perdió todo su crédito, hundido en una visión de las finanzas de otra época y en sus cada vez más frecuentes crisis nerviosas, y Moreau fue relevado como gobernador del Banco de Francia. Keynes trató, sin éxito, de impulsar un marco monetario internacional integrador y equilibrado, pero sus propuestas no tuvieron el empaque suficiente para ser adoptadas en Bretton Woods.
Entretanto, en los Estados Unidos Roosevelt llegó al poder e impulsó el New Deal, cambiando el estado anímico de la población norteamericana con sus medidas. La más audaz quizá sea la que consistió en “salir del patrón oro sin salir del patrón oro”, mediante una devaluación del 50% del dólar y la emisión de hasta 3.000 millones de dólares sin necesidad de que estuvieran respaldados por el dorado metal.
En el epílogo de la obra, Ahamed concluye tratando de trazar paralelismos, algunos muy evidentes, entre los años 20 y 30 del siglo XX, y los hechos que han llevado a la crisis mundial principiada en 2008.
En resumen, nos encontramos ante un libro muy recomendable.