A través de una entrada de 15 de octubre de 2017 del blog del (mi) profesor José M. Domínguez (Tiempo Vivo) he tenido conocimiento de la obra “Las pasiones y los intereses” (1977), de Albert O. Hirschman, cuyo sugerente subtítulo es “Argumentos políticos para el capitalismo antes de su triunfo”.
Ya teníamos referencias de Mandeville y de su “Fábula de las abejas”, y de cómo la búsqueda del interés personal puede repercutir en el interés general, parte de cuyo acierto resultó eclipsado por Adam Smith y la “mano invisible”.
Sin embargo, Hirschman, haciendo gala de su erudición, amplía la carga filosófica del capitalismo hasta extremos que no podíamos sospechar, alcanzando al mismo Nicolás Maquiavelo.
Hirschman y Maquiavelo tienen en común, por otra parte, el afán por conversar más que con sus respectivos contemporáneos con sus más insignes antepasados. Nos viene al recuerdo la carta de Maquiavelo a Francesco Vettori, escrita en Florencia y fechada a 10 de diciembre de 1513: “Llegada la noche regreso a la casa y entro en mi estudio; en su umbral me quito esta ropa cotidiana sucia y llena de lodo, y me pongo ropas regias y curiales; así, vestido decentemente, entro a las antiguas cortes de los antiguos hombres”.
“Las pasiones y los intereses” comienza con una referencia a Max Weber y a Benjamin Franklin, que nuestro autor aprovecha para plantear la incógnita que pretende despejar: ¿cómo fue posible que el comercio, la banca y el afán por ganar dinero se convirtieran en fines honorables en algún punto de la Edad Moderna después de haber sido condenados como despreciables durante siglos?
Esta condena se basó, fundamentalmente, en el pensamiento de San Agustín, que identificó la búsqueda del dinero y las posesiones como uno de los tres principales pecados que pueden cometer los hombres, junto con la pretensión de ejercer la dominación sobre los otros y la lujuria sexual.
Se ha alegado que el espíritu del capitalismo surgió entre los comerciantes de los siglos XIII y XIV (nos remitimos a nuestro artículo “Mercaderes-banqueros en la época de Miguel de Cervantes”, eXtoikos, núm. especial dedicado a Miguel de Cervantes, 2016), y que una actitud favorable hacia determinados negocios se puede hallar en los escritos de los escolásticos.
El momento de corte entre las encontradas concepciones se da en el Renacimiento con Maquiavelo, pero no como nueva ética sino como una nueva teoría del Estado. Gracias al filósofo florentino se manifiesta que hay que dejar de analizar al hombre desde el punto de vista prescriptivo o del “deber ser”: se debe estudiar lo que “realmente es”. La filosofía y la religión —incluso el derecho, aunque no se puede negar, a nuestro modo de ver, su carácter instrumental desde el punto de vista de los valores— se quedan cortos, y se abre un nuevo campo a una disciplina como es la ciencia política.
Esta nueva concepción es la que permite el análisis de las “pasiones”, con su carga destructiva pero también constructiva. Las pasiones dejan de ser vicios para convertirse en virtudes. “Las pasiones deber ser aprovechadas antes que reprimidas”, sería el lema de la nueva ola que se irá consolidando en los siglos posteriores.
Un paso importante será dado por Herder y Hegel, quienes afirman que los hombres, siguiendo sus pasiones, sirven inconscientemente a algún propósito histórico superior. Esto nos recuerda la autoconcepción de “sociedad elegida” (por Dios) de la primera potencia capitalista, la norteamericana, y el célebre “In God we trust” tan íntimamente ligado al dólar.
Hirschman cita expresamente algunos papeles de “The Federalist” (en concreto los números 51 y 72), pues, en el fondo, compatibilizar la búsqueda de beneficio individual con el interés general requiere, tanto en el ámbito económico como en el político, el establecimiento de un sistema de pesos y contrapesos (“checks and balances”).
De lo contrario, todos los avances experimentados correrían el riesgo de quedar destruidos ante el empuje de ciertos intereses particulares.
Fue a finales del siglo XVII y, sobre todo, en el desarrollo del siglo XVIII, cuando el concepto de interés, tras dos siglos de debate sobre qué debía quedar incluido en él, se identificó plenamente con la obtención de ventajas materiales, como el dinero o las posesiones. Este es el momento en el que surgen diversos activos vinculados a este entendimiento de los intereses: la predictibilidad y la posibilidad de las mutuas ganancias.
Las relaciones entre grupos sociales, también en el ámbito internacional, podrían alimentar el comercio y reducir la posibilidad de conflictos bélicos, dado este alineamiento de intereses. Las ventajas no serían solo económicas sino que muchos efectos beneficiosos serían no mensurables económicamente pero sí perceptibles en los ámbitos político, social e incluso moral.
Será Montesquieu quien destaque (“El espíritu de las leyes”) la concepción del “dulce comercio” (“doux commerce”) y cómo este permite transitar de la barbarie a las buenas formas, a los buenos modales, en la época, paradójicamente, en la que el tráfico de esclavos alcanzó su pico máximo…
Es con Montesquieu, seguido por Steuart, con quienes toma consistencia la idea de que el comercio genera una riqueza móvil que es ajena a los abusos del poder político y el despotismo, por lo que le sirve de contrapeso. Millar, por su parte, destaca la creación de grupos de interés que integran a los comerciantes, que tratarán de aliarse con el poder político para obtener ventajas.
Ferguson reacciona y aunque estima que el comercio tiende a crear tranquilidad y eficiencia, podría ser, en sí mismo, una fuente de despotismo. Aquellos que ya hayan alcanzado sus objetivos e intereses materiales, recurrirán “al orden y a la ley” para consolidarlos y reprimir las pretensiones de otros grupos de interés no satisfechos.
La industrialización y la sociedad masas de los siglos XIX y XX dan un giro al relato, como se aprecia en el siguiente párrafo de Hirschman, que también ha llamado la atención del profesor Domínguez y nos parece clave:
“La idea de que los hombres, al perseguir sus intereses, serían para siempre inofensivos no fue definitivamente abandonada hasta que la realidad del desarrollo capitalista se mostró completamente. A medida que el crecimiento económico de los siglos XIX y XX desarraigó a millones de personas, empobreció a amplios sectores mientras enriquecía a algunos, causó desempleo a gran escala durante depresiones cíclicas y produjo la moderna sociedad de masas, fue quedando claro para diversos observadores que quienes estaban implicados en estas violentas transformaciones serían, cuando la ocasión lo propiciara, apasionados: apasionadamente furiosos, temibles, resentidos”.
Así, surgirán conceptos como el de alienación o anomia, la distinción entre titulares de medios de producción y proletariado, la propiedad como robo…
En las palabras iniciales del libro que comentamos, escritas en julio de 1996, Amartya Sen refiere la cita de Hirschman a Keynes, según el cual “es preferible que un hombre tiranice sobre su cuenta bancaria que sobre sus compañeros-ciudadanos”.
En el último párrafo del ensayo, Hirschman concluye que la Historia de las Ideas no sirve para resolver problemas, pero sí para elevar el nivel del debate, algo sin duda necesario —pero utópico— en esta época de blogs, de redes sociales y de superficialidad.