Los bancos son entidades de depósito que, junto con las cajas de ahorros y las cooperativas de crédito, tienen reservada legalmente la captación de fondos reembolsables del público para conceder créditos por cuenta propia.
Estos últimos años han conferido una aparente victoria al banco, como forma organizativa de las entidades de crédito, frente a las cajas o las cooperativas, que satisfacen mejor las necesidades de los grupos de interés (“stakeholders”), pero, se afirma por algunos, a costa de una menor eficiencia económica y de una mayor dificultad para que sus recursos propios absorban pérdidas o para su recapitalización.
Los bancos, que son sociedades anónimas, cotizadas o no, se han consolidado, por ahora, como la forma más idónea para ejercer la actividad de intermediación financiera.
Las entidades bancarias —como las de crédito— desarrollan funciones cruciales en nuestras sociedades. Así, nada más y nada menos, captan los ahorros de los ciudadanos y, con estos fondos, conceden crédito libremente. Es muy gráfico el título de la obra del que llegó a ser magistrado del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, Louis Brandeis, publicada tras la crisis bancaria de 1907: “Other People´s Money And How the Bankers Use It” (1914) (“El dinero de otras personas y cómo los banqueros lo utilizan”).
A su vez, con estos depósitos los bancos crean dinero bancario o escriturario, aumentando la masa monetaria. Este privilegio exclusivo, unido a que son correa de transmisión de la política monetaria de los bancos centrales (al menos, durante el período en el que los tipos de interés eran positivos y no cercanos a cero o negativos…) dota a las entidades bancarias (y a las de crédito, en general) de unas funciones públicas o casi públicas.
Estas ventajas competitivas —con las evidentes responsabilidades que acarrean— son la razón de que los bancos sean objeto de regulación y supervisión (que, obviamente, ha sido últimamente defectuosa, no solo en nuestro país).
Todo esto provoca que, además de a los accionistas (“shareholders”), concierna a la sociedad en su conjunto cómo se gobiernan los bancos. Con demasiada frecuencia han sido los contribuyentes los que han acudido al rescate de las entidades en apuros, a lo que las nuevas tendencias regulatorias está tratando de poner fin, sustituyendo el rescate externo (“bail-out”) por el rescate interno (“bail-in”) soportado por los socios, los titulares de deuda e incluso los depositantes no garantizados.
Precisamente, la instauración en la Eurozona de una Unión Bancaria como paso previo a la efectividad de la Unión Económica y Monetaria, ha pretendido romper el círculo vicioso (“doom loop”) entre unos Estados que rescataban a los bancos y unos bancos que ayudaban a los Estados a financiarse suscribiendo deuda pública.
El gobierno corporativo, identificado, en esencia, con las reglas determinantes de las relaciones entre los propietarios de las entidades bancarias y sus administradores (según otros, además, con otros grupos de interés) era la nueva panacea, y se basaba no en la ley (“hard law”) sino en la recomendación (“soft law”). El mercado y los consumidores premiarían a las entidades mejor gestionadas y más transparentes.
El Considerando 53 de la Directiva 2013/36/UE muestra cuál fue la cruda realidad: “La debilidad del gobierno corporativo de una serie de entidades ha contribuido a una asunción excesiva e imprudente de riesgos en el sector bancario, que ha llevado al hundimiento de diversas entidades y a problemas sistémicos en los Estados miembros y a nivel mundial”.
En consecuencia, hay que tomarse el gobierno corporativo de los bancos —y la gestión de todos los riesgos que les afectan— muy en serio. El Banco Central Europeo, como supervisor, incide con intensidad en la necesidad de reforzar la capitalización y la solvencia de las entidades, así como el buen gobierno y la correcta gestión de los riesgos.
Es mucho lo que hay en juego. En primer lugar, el propio interés de los bancos y de sus accionistas (que con frecuencia son, aún, los Estados que acudieron a su rescate), en un contexto de pérdida de reputación e imagen que provoca, literalmente, que el 70% de los “millennials” prefiera ir al dentista antes que al banco (según “The Millennial Disruption Index”) y que los servicios financieros sean prestados por otro tipo de empresas (mercado que se abre a las entidades conocidas como “Fintech”).
Y, en segundo lugar, que unos bancos que, a pesar de todo, son útiles, no puedan desarrollar las relevantes funciones que tienen atribuidas y que coadyuvan al crecimiento económico, en una época de estancamiento que tiene visos de ser prolongada.
Por todo ello, el momento es propicio para profundizar en una materia como el gobierno corporativo de las entidades bancarias.