Según el art. 1.6 del Código Civil, “La jurisprudencia complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del derecho”.
El precepto, siendo acertado, se queda corto, pues en ocasiones es la propia jurisprudencia la que dota de consistencia a la ley, que puede haber quedado desfasada ante la evolución más o menos rápida de la realidad social.
Por ello, el art. 3.1 señala que “las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas”.
Hay sentencias que pasan, más allá del interés de las partes en litigio, sin pena ni gloria, pero otras dejan marca e irradian sus efectos con un alcance mucho mayor.
Tal es el caso, por ejemplo, de la sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, nº 167/2020, de 11 de marzo de 2020, vinculada con el conocido como caso “Dieselgate”.
Partiendo del principio de “relatividad de los contratos”, esta sentencia compara la sociedad española de 1889 con la de la actualidad para mostrar la necesidad de ampliar la protección de determinados contratantes:
«6.- El primer inciso del art. 1257 del Código Civil, que es la norma en la que la recurrente fundamenta su recurso, establece que “los contratos sólo producen efecto entre las partes que los otorgan y sus herederos”. Es lo que se ha venido en llamar el principio de relatividad de los contratos: para los terceros, el contrato es res inter alios acta [cosa realizada entre otros] y, en consecuencia, ni les beneficia (nec prodest) ni les perjudica (nec nocet). Nadie puede ser obligado por un contrato en que no ha intervenido y prestado su consentimiento, ni sufrir las consecuencias negativas del incumplimiento en el que no ha tenido intervención.
7.- Esta consideración de los contratos como unidades absolutamente independientes entre sí, que no producen efectos respecto de quienes no han intervenido en su otorgamiento, no generaba especiales problemas cuando se promulgó el Código Civil. La sociedad española de aquel momento era una sociedad agrícola y artesanal. Los procesos económicos eran bastante simples y quienes intervenían en ellos tenían, por lo general, una situación independiente respecto del resto de intervinientes. La compraventa contemplaba las adquisiciones de objetos ya usados, fundos, animales, productos naturales, etc. El contrato de obra, las de productos fabricados por encargo del adquirente, que era la forma usual de fabricar productos elaborados. Por tal razón, los problemas derivados de los defectos de fabricación y la correspondiente responsabilidad del fabricante fueron tomados en consideración en el contrato de obra.
8.- Sin embargo, cuando la estructura económica de la sociedad fue cambiando, y se generalizó la producción en masa, esta concepción de los contratos como entidades completamente independientes, sin efecto alguno frente a terceros, entró en crisis, en especial cuando se aplicaba a algunas relaciones económicas. Del encargo se pasó a la puesta en el mercado de forma masiva, eliminándose el carácter individualizado del objeto adquirido y cobrando relevancia la adecuación del mismo a la descripción genérica con la que se puso en el mercado y se publicitó».
Tiempo atrás, el propio poder judicial, más adelante también el legislador, entendieron la necesidad integrar las insuficiencias legislativas en el ámbito de la construcción y la venta masiva de inmuebles (art. 1591 del Código Civil, Ley 38/1999, de 5 de noviembre, de Ordenación de la Edificación, normativa de protección de consumidores…).
La sentencia que comentamos lleva a cabo esta labor reinterpretativa del marco jurídico en el campo de la fabricación, la distribución y la venta de automóviles. Así, determina, lo siguiente:
«14.- Por tanto, si el automóvil no reúne las características con las que fue ofertado, respecto del comprador final no existe solamente un incumplimiento del vendedor directo, sino también del fabricante que lo puso en el mercado y lo publicitó. Y el daño sufrido por el comprador se corresponde directamente con el incumplimiento atribuible al fabricante.
15.- En estas circunstancias, limitar la responsabilidad por los daños y perjuicios al distribuidor que vende directamente al adquirente final puede suponer un perjuicio para los legítimos derechos de los adquirentes que, en el caso de ser consumidores, tienen recogido expresamente como uno de sus derechos básicos “la indemnización de los daños y la reparación de los perjuicios sufridos” (art. 8.c TRLCU). Su derecho a la indemnización de los daños y perjuicios sufridos puede verse frustrado si el vendedor deviene insolvente. Asimismo, puede ocurrir que el régimen de responsabilidad del vendedor sea menos satisfactorio para el comprador que el aplicable al fabricante, de acuerdo con la distinción contenida en el art. 1107 del Código Civil, porque es posible que el vendedor sea un incumplidor de buena fe mientras que el fabricante sea un incumplidor doloso.
16.- Por las razones expuestas, en estos casos, el fabricante del vehículo no puede ser considerado como un penitus extranei, como un tercero totalmente ajeno al contrato. El incumplimiento del contrato de compraventa celebrado por el comprador final se debió a que el producto que el fabricante había puesto en el mercado a través de su red de distribuidores no reunía las características técnicas con que fue ofertado públicamente por el propio fabricante y, por tanto, le es imputable el incumplimiento.
17.- Sentado lo anterior, en este sector de la contratación, una interpretación del art. 1257 del Código Civil que respete las exigencias derivadas del art. 8.c) TRLCU y que tome en consideración la realidad del tiempo en que ha de ser aplicado (art. 3 del Código Civil), determina que no sea procedente en estos supuestos separar esos contratos estrechamente conexos mediante los que se articula una operación jurídica unitaria (la distribución del automóvil desde su fabricación hasta su entrega al comprador final).
18.- Por ello, el fabricante del automóvil tiene frente al adquirente final la responsabilidad derivada de que el bien puesto en el mercado no reúne las características técnicas anunciadas por el fabricante.
Esta responsabilidad es solidaria con la responsabilidad del vendedor, sin perjuicio de las acciones que posteriormente este pueda dirigir contra aquel. Y, consecuentemente, procede reconocer al fabricante del vehículo la legitimación pasiva para soportar la acción de exigencia de los daños y perjuicios derivados del incumplimiento contractual consistente en que el vehículo adquirido por la compradora final demandante no reunía las características, en cuanto a emisiones contaminantes, con las que fue ofertado».
Las relaciones de producción y de consumo son cada vez más complejas, los procedimientos legislativos son lentos y no siempre suficientes, por prolijas que puedan ser las disposiciones normativas, para dar una solución justa y equitativa a las incidencias que puedan surgir en el día a día. Sentencias como esta evidencia la importancia creciente de la buena doctrina jurisprudencial para, por ejemplo, concretar el marco de protección de los consumidores en un mundo con fronteras entre países que, a su vez, quedan cada vez más difuminadas.
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