El sector financiero es un sector que, al menos en los últimos años, ha tenido un claro compromiso con las nuevas tecnologías, tanto por necesidad como por imperativos estratégicos.
Pensemos, por ejemplo, en la Ley 22/2007, de 11 de julio, sobre comercialización a distancia de servicios financieros destinados a los consumidores, o en la Ley 16/2011, de 24 de junio, de contratos de crédito al consumo. Ambas tienen origen en Directivas de la Unión Europea. La primera se refiere, expresamente, a la “contratación a distancia”, y la segunda pretende que el consumidor se pueda beneficiar, gracias a las nuevas tecnologías, de las mejores ofertas de crédito al consumo de entidades financieras radicadas en otros países de la Unión (para lo que es clave, por cierto, la “Información normalizada europea sobre el crédito al consumo”, que permite comparar con sencillez el contenido básico de los contratos).
Todas las grandes entidades bancarias europeas ofrecen servicios a sus clientes digitalmente e, internamente, disponen de sistemas informáticos cada vez más complejos para el desarrollo de sus actividades, en un marco regulatorio crecientemente exigente con el debido control que las entidades han de ejercer sobre todas las facetas de actividad y todos los riesgos en los que pueden incurrir.
Por lo tanto, el sector financiero, en general, en la oferta de servicios bancarios, de inversión y de seguros y fondos de pensiones, y en su organización interna, no es ajeno a las nuevas tecnologías.
Han surgido, últimamente, nuevas pequeñas empresas, al calor del cambio de perfil de los usuarios financieros —que cuentan con menos recursos económicos, con una menor propensión a endeudarse y con un mayor acceso a la información y su comparación—, del desarrollo de las redes sociales y de un nuevo impulso tecnológico, que pueden ofrecer a las entidades financieras servicios de interés relacionados con la oferta de servicios financieros, la organización interna o el aprovechamiento al máximo de la ingente cantidad de información y datos con los que las entidades financieras cuentan («big data»).
Dicho todo lo anterior, no creo que estas compañías tengan el potencial para «poner en peligro» o dañar a las entidades financieras de un cierto tamaño e implantación, ni que esta sea su voluntad, en último término. En este terreno, estas pequeñas compañías tecnológicas (que, con el tiempo, podrían superar ese estado de pequeñez y adquirir un tamaño importante) y las entidades financieras se terminarán entendiendo y llegando a alianzas, que podrían llegar a la misma adquisición de la compañía tecnológica para su integración en la estructura de la entidad financiera.
Un enfoque diferente merecen las grandes compañías (Google, Facebook, Amazon o Apple, por ejemplo). Estas empresas de reciente creación pero de enorme éxito, lo que les ha permitido alcanzar niveles de capitalización y liquidez extraordinarios, se han adentrado, parcialmente, en el terreno que ha venido sido propio, en sentido riguroso, de la banca, al asumir directamente la prestación, sobre todo, de servicios de pago y puede que, en menor medida, de financiación.
¿Pueden llegar a ser una alternativa a la banca o tratar de imponer sus reglas a la banca tradicional? No lo creo.
En primer lugar, a la fecha actual, las entidades bancarias (me refiero, rigurosamente, a los bancos, dejando al margen a las empresas de servicios de inversión o las compañías aseguradoras, entre otras entidades financieras) gozan de una posición privilegiada en cuanto a su conocimiento, obviamente, de cómo se hace banca y cómo hay que relacionarse con el cliente (a pesar del daño infligido por muchas entidades al conjunto del sector por el trato inadecuado dispensado a una parte sustancial de la clientela). No es fácil para una compañía ajena al sector, por grande que sea, adquirir, de una tacada, este conocimiento y experiencia centenaria.
En segundo lugar, no creo que estas entidades, desde el punto de vista de la enorme presión regulatoria y supervisora, estén en condiciones, hoy día, de superar los elevados estándares que, a todos los niveles, se están imponiendo al sector. Y no creo que el supervisor (el Banco Central Europeo, en tal faceta) viera con buenos ojos, en un momento de restauración del sistema financiero y de la confianza que debe suscitar, la llegada de nuevos agentes, en la propiedad o la gestión, ajenos a los tradicionales.
Relacionado con lo anterior, no parece que, regulatoriamente, se permita a corto plazo a entidades distintas de las entidades de depósito (bancos, cajas de ahorros y cooperativas de crédito) captar fondos reembolsables del público, que es donde se halla el verdadero poder del sector bancario tradicional.
En tercer lugar, desde un punto de vista económico, no es razonable que las ingentes cantidades de dinero con las que cuentan, entre otras, las cuatro entidades mencionadas, se destinen a un sector como el bancario, que crecerá muy poco en los últimos años y generará escasos beneficios. Con la nueva regulación financiera se pretende, precisamente, que hacer banca vuelva a ser algo «aburrido», que el sector sea sostenible y crezca a niveles muy moderados, no añadiendo más leña al fuego de la generación de posibles crisis en el futuro.
El accionista de las empresas tecnológicas podría no entender, por tanto, el cambio de estrategia de los gestores de las respectivas compañías y su aparente renuncia al beneficio.
Dicho todo lo anterior, la nueva forma de hacer banca y finanzas, en interés de los clientes de las mismas entidades financieras, requerirá que las pequeñas y las grandes compañías tecnológicas se hayan de aliar con el sector financiero para que esta necesaria transformación sea posible.
De esta trinidad conformada por clientes, sector financiero e instituciones tecnológicas podría surgir una unión casi perfecta, satisfactoria para todos los implicados.
1 comentario
James Brown · 4 mayo, 2017 a las 2:41 pm
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globaldigitaldisruptor