(Publicado en Revista de Derecho del Mercado Financiero, 8-1-2015)
Con un enfoque optimista, Mark Carney (2014, pág. 1), Gobernador del Banco de Inglaterra y Presidente del Consejo de Estabilidad Financiera («Financial Stability Board») ha afirmado que las medidas para corregir las fallas sobre las que se edificaba el sistema financiero se han completado sustancialmente, por lo que ahora contamos con un sistema global más seguro, más sencillo y más justo. Las reglas de Basilea III, a las que, en lo primordial, se han arrendado las posibles ganancias, estarán operativas en 2019. La regulación uniforme del sistema financiero, se lee entrelíneas, será una garantía de estabilidad y de leal competencia entre las entidades, que sólo se podría ver cuestionada por la eventual e indeseable balcanización del sistema.
Implícitamente, pues, se abraza una visión económica en la que los capitales circulan libremente a través del sistema financiero mundial, siguiendo las más puras tesis del «consenso de Washington» (a estos efectos, nos remitimos a López Jiménez, 2014).
A nivel regional europeo ya se ha puesto en marcha el Mecanismo Único de Supervisión (MUS) y se han tendido las líneas maestras del Mecanismo Único de Resolución (MUR), cuyo fondo de rescate comenzará a regir el 1 de enero de 2016 (aunque no estará plenamente dotado hasta 2024).
El Mecanismo Único de Estabilidad (MEDE) ya puede, desde diciembre de 2014, inyectar fondos en las entidades con problemas, sin tener que pasar por los Estados (European Stability Mechanism, 2014), agravando, por tanto, las ya maltrechas de por sí cuentas públicas.
Todo el entramado europeo, erigido en tiempo récord, ya está dispuesto, esperando su puesta a prueba y la caída de la primera «víctima».