La tensión entre los intereses individuales y los colectivos viene de antiguo, y ya se puede detectar en las propuestas de organización política y jurídica que sirven de remota inspiración a los modernos sistemas occidentales de convivencia. En este sentido, Díez-Picazo contrapone la concepción individualista del Derecho Romano a la preeminencia de lo colectivo sobre lo individual que anima el Derecho Germánico.
No obstante, a los efectos expositivos que ahora nos interesan no es preciso acudir a tan lejanos antecedentes. Es suficiente con comenzar nuestra exposición con la Revolución Industrial y con reseñar que la protección jurídica brindada a individuos (personas físicas o jurídicas) y a colectivos, está íntimamente ligada con la concepción política predominante, y que hasta fechas muy recientes la relación entre ambas categorías ha sido dialéctica, es decir, la protección dispensada a una ha sido en detrimento de la otra.
Con la Revolución Industrial, hacia finales del siglo XVIII, se produce una transformación absoluta de las formas de producción tradicionales que hundían sus raíces en la Edad Media. De una economía de subsistencia, organizada en torno a un sistema gremial y a grupos sociales fuertemente estamentalizados, cuya adscripción venía determinada por el nacimiento (sistema de castas), se comienza una transición, inspirada e instigada por la emergente clase burguesa, hacia una sociedad liberal caracterizada por la supresión de todas las trabas que habían impedido hasta entonces a los individuos desarrollar todo su potencial. Nos hallamos, en consecuencia, en los albores de la sociedad conocida como del «laissez faire-laissez passer».
El impulso liberal, marcada y deliberadamente individualista, pretende suprimir todas las trabas inherentes al sistema corporativista hasta entonces imperante, desde el que se organizan tanto la vertiente política como la jurídica y económica de la sociedad, es decir, la propia participación política y la oferta de bienes y servicios, así como las que se establecen desde el propio Estado.
Se reputa aberrante la existencia de colectivos o entidades, con contadas excepciones, que se interpongan entre el Estado y el individuo. Repugna a la conciencia social predominante todo obstáculo a la circulación de bienes, considerando que la libre concurrencia de oferta y demanda, junto con la incentivación del egoísmo individual, conducirán a la prosperidad de las naciones y, por extensión, de los individuos (Adam Smith).
A diferencia de en el Antiguo Régimen, las relaciones jurídicas ligarán directamente a los individuos, iguales en derechos, sin la mediación de grupo social o ente alguno y, menos aún, del Estado, el cual se habrá de limitar meramente a establecer el marco jurídico adecuado para que se produzcan los intercambios y actuar como árbitro en caso de conflicto.
La manifestación jurídica de estos fenómenos políticos, económicos y sociales encuentra acomodo, en Europa, en el Código Napoleón, de 1804, el cual servirá como modelo de referencia e inspirador a todas las naciones que durante el siglo XIX afrontan el proceso codificador.
Tan fuerte ha sido la cristalización de esta concepción particularizada de las relaciones jurídicas, en las que el papel central se atribuye al individuo en tanto que al Estado corresponde el papel de mero árbitro que, sin necesidad de remontarnos a antecedentes más remotos, ello explica de por sí las fuertes resistencias que han debido ser vencidas durante el siglo XX hasta que han comenzado a ser atendidas, inicialmente, las peticiones de sujetos aislados en consideración a su pertenencia a un grupo (sea o no de consumidores) o a su integración en una asociación (de la índole que fuere: sindical, política, religiosa, deportiva, etcétera) y, posteriormente, las propias peticiones de la colectividad.
Para Lasarte Álvarez, es por ello lógico que la categoría de los consumidores y usuarios brille en los códigos civiles del siglo XIX por su ausencia, pues precisamente se tiende a suprimir todos los cuerpos intermedios entre el individuo y el Estado.
En el caso español, este contexto de exaltación liberal encontró reflejo, con cierto retraso si lo comparamos con otros países de nuestro entorno, en dos leyes decisivas en lo que ahora nos interesa: la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 y el Código Civil de 1889.
Los postulados liberales a los que nos hemos venido refiriendo en los párrafos precedentes entraron en una crisis que condujo a su quiebra de forma casi inmediata, pues se pudo constatar que la pretendida igualdad de las partes para relacionarse y contratar era pura entelequia, y que la libre oferta de bienes y servicios no era real, pues monopolios y oligopolios imponían, en una incipiente sociedad industrializada, ya hacia los comienzos del siglo XX, condiciones generales que los consumidores habían de aceptar forzosamente si efectivamente deseaban contratar.
En suma, la reaparición del Estado se muestra ineluctable para reequilibrar el sistema económico de intercambio de bienes y servicios, imponiendo, además de su inicial función consistente en el establecimiento de un marco para realizar las transacciones y una función meramente arbitral, unas condiciones mínimas en la contratación que garanticen los intereses de la parte más débil, con la finalidad de alcanzar un orden social justo.
La consecuencia principal de todo lo anterior ha sido, llegando ya a nuestros días y con el añadido del sobresaliente desarrollo de las nuevas tecnologías (la llamada por algunos Tercera Revolución Industrial, iniciada tras la Segunda Guerra Mundial), la multiplicación de los intercambios económicos hasta límites impensables tan sólo cincuenta años atrás, donde la autonomía de la voluntad se ve superada por la contratación en masa, impuesta por las grandes empresas a sus clientes, donde la situación de prepotencia de aquéllas sobre éstos queda plasmada en la imposibilidad de negociar caso por caso el contenido del contrato, resultando limitada la libertad del consumidor, simplemente, a contratar o no.
Es decir, las eventuales consecuencias dañosas derivadas de actos de un profesional o empresario, dado este estado de multiplicación y complejidad de las transacciones, habrán de afectar casi necesariamente a una multitud de personas, y creemos que no incurrimos en exageración si cuantificamos a la referida multitud en cientos de miles o en millones de personas en los casos más graves. En estas circunstancias, la tradicional protección de los derechos individuales, caso por caso y con alcance limitado a las partes contratantes, es insuficiente e ineficaz.
Este contexto constituye el caldo de cultivo para que los agentes sociales y económicos, tomen conciencia de la necesaria protección que se debe conferir a los consumidores, considerados como grupo. Así, debemos referirnos a la Carta del Consumidor de 1973, del Consejo de Europa, como primer hito en la construcción de un incipiente Derecho del Consumo. A continuación comienza a asumir responsabilidades en la materia la Comunidad Económica Europea (posteriormente, Unión Europea), y a partir de ahí numerosos Estados dispensan protección legal expresa al consumidor.
La sociedad actual espera del Estado una intervención en defensa de los intereses de los consumidores y usuarios, que puede consistir en la realización de campañas de divulgación, controles de calidad sobre productos, el control de determinados precios, a través de la exacción de impuestos o el establecimiento de subvenciones, entre otros medios, pero hoy día cobra fuerza la promoción de la defensa de los consumidores a través de las asociaciones de consumidores y usuarios, las cuales pueden facilitar una respuesta adecuada y eficaz frente a las conductas que infrinjan abiertamente o pongan en peligro los derechos e intereses de los consumidores.
Por tanto, tomada conciencia por los agentes sociales de la necesidad de proteger los derechos e intereses de los consumidores, como colectivo, establecido el marco jurídico-material de protección de los consumidores, articulados los derechos e intereses de éstos a través de las asociaciones de consumidores, en los últimos años se está cerrando el círculo de la protección de estos intereses colectivos mediante la posibilidad de que se ejerciten acciones procesales que afecten no sólo a los litigantes sino a la generalidad de los oferentes de productos y servicios de un determinado sector económico y a los consumidores que en concreto o abstracta y potencialmente puedan devenir perjudicados.
Tomado de «Las acciones colectivas como medio de protección de los derechos e intereses de los consumidores», López Jiménez, J.Mª., Diario La Ley núm. 6.852, 2 de enero de 2008.