“Lo siento, pero nada de eso servirá. El dinero no significa nada en este lugar” (“La muerte del comendador”, Haruki Murakami, 2018-2019)
Con bastantes páginas de Haruki Murakami a mi espalda, o entre ceja y ceja, si es que ambas expresiones pueden valer, hay que reconocer que este escritor nipón tan influenciado por la cultura occidental no es de lectura sencilla, no tanto por su lenguaje, que es bastante llano —para otro “post” dejamos si realmente leemos a Murakami, a Tolstoi, a Kundera o a Houellebecq, o más bien a sus traductores—, sino por los complejos e insólitos mundos que manan de su fecunda imaginación, por los que transitamos junto a sus personajes; nada que difiera, por otra parte, de ese “realismo mágico” que, gracias a los escritores latinoamericanos, nos resulta tan cercano: al igual que la protagonista de “Sputnik, mi amor” se observa a sí misma desde la distancia, no me resulta complicado verme, desde fuera, leyendo aturdido “Cien años de soledad”, de García Márquez, en una Semana Santa muy lejana ya en el tiempo.
Creo que tuve la fortuna de adentrarme en la obra de Murakami con “1Q84” (nada que ver con el libro de nombre similar de George Orwell), que carece del nivel de fantasía y dureza, por ejemplo, de “El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas”, libro que abandoné, lo escribo sin rubor, cubierto apenas un tercio del mismo. Si el lugar de aquella obra lo hubiera ocupado esta otra, es posible que mi relación con Murakami no hubiera llegado a fructificar, que se hubiera convertido, para mí, en un “escritor fallido”…
“La muerte del comendador” es la obra más reciente de Murakami. Como “1Q84”, “La muerte del comendador” se compone de dos libros separados, editados de forma sucesiva, ignoro si por motivos puramente comerciales o por la imposibilidad de publicar conjuntamente una obra de esta extensión (476 páginas, el Libro 1, 491 páginas, el Libro 2).
Como señala José M. Domínguez en el artículo de su blog «“La muerte del comendador” de Murakami: ¿oportunidad del coste o coste de oportunidad?», la obra se recorre, desde el punto de vista del lector, como un carrusel, con subidas y bajadas pronunciadas.
Hay partes de la obra, sobre todo en el Libro 1, menos fantásticas y más realistas, que atraen con fuerza la atención del lector, incluso del menos familiarizado con Murakami; otros pasajes, por los que transitan pequeños personajes, generan confusión, tanto a los lectores más expertos como a los menos avezados en nuestro autor; algunos capítulos, especialmente en la primera mitad del Libro 2, pueden motivar que el lector evalúe, en efecto, el coste de oportunidad asociado a la lectura. Murakami es así.
En mi caso concreto, completado el esfuerzo de leer la obra en toda su extensión, puedo afirmar que los beneficios han superado los costes, aunque solo sea por haber recuperado a “Don Giovanni” de Mozart y por la constatación de que, como muestra Murakami en un puzle en el que al final encajan todas las piezas, el mundo, con todo su color, pertenece a los que sienten y se dejan llevar (el pintor de retratos) y no tanto a los que se guían por el frío raciocinio (Wataru Menshiki).