(Este “paper” se presentó en el III Congreso de Educación Financiera de Edufinet “La educación financiera ante un nuevo orden económico y social”, celebrado en formato “on line” entre los días 16 y 20 de noviembre de 2020 -https://www.edufinetcongress.es-)
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Resumen: En este artículo se analizan los conceptos de bienestar financiero y salud financiera, que, más que al impacto directo en la salud física o mental de los individuos, se refieren a la capacidad de estos para atender sus necesidades financieras básicas, asociadas a sus respectivos ciclos vitales o de desarrollo, ante la ocurrencia de hechos no previstos e inesperados.
Palabras clave: Bienestar financiero; salud financiera; educación financiera; planificación.
Códigos JEL: G53; P46.
En relación con la educación financiera de la ciudadanía, en general, y con la de ciertos colectivos, en especial, son pocas las certezas y muchos, todavía, los interrogantes.
Lo que parece indiscutible es que las competencias básicas individuales en esta materia, en conjunto, son bajas[1], y que queda mucho recorrido para la mejora, ya se lleven a cabo las iniciativas formativas por las autoridades públicas o por las entidades privadas.
Si, por una parte, no parece controvertido que el manejo de determinadas habilidades mejora la inclusión económica, financiera y social de las personas, resulta igualmente manifiesto, en sentido contrario, que su no-disposición puede generar vulnerabilidad y, en los casos más extremos, exclusión financiera y social[2].
Aunque de manera no tan explícita, esta relación entre las competencias financieras, su adecuado ejercicio —en el marco del necesario respeto al ordenamiento jurídico y la actuación leal de los proveedores de servicios financieros— y el bienestar financiero, ya la podemos encontrar en el concepto de educación financiera de la OCDE contenido en su Recomendación de 2005 (OCDE, 2005).
Así, la educación financiera es, según la OCDE, “el proceso por el que los inversores y consumidores financieros mejoran su comprensión de los productos financieros, conceptos y riesgos y, a través de la información, la enseñanza y/o el asesoramiento objetivo, desarrollan las habilidades y confianza precisas para adquirir mayor conciencia de los riesgos y oportunidades financieras, tomar decisiones informadas, saber dónde acudir para pedir ayuda y tomar cualquier acción eficaz para mejorar su bienestar financiero”.
Aunque la Recomendación de 2005 se “actualiza y reemplaza” (López Jiménez, 2020b) por la nueva Recomendación de 2020 (OCDE, 2020), que acorta ostensiblemente la definición de educación financiera, la referencia, ahora al “bienestar financiero individual”, se mantiene.
La Recomendación de la OCDE de 2020 define la educación financiera como “la combinación de conciencia, conocimiento, competencias, actitudes y comportamientos necesarios para adoptar buenas decisiones financieras y, en último término, alcanzar el bienestar financiero individual”.
Es a través de esta referencia al “bienestar financiero” o el “bienestar financiero individual” como se enlaza con la salud financiera.
En esta línea, Mancebón et at. (2020, pág. 56) definen las prácticas financieras saludables como “los comportamientos de los individuos que pueden favorecer su capacidad de afrontar situaciones financieras adversas a lo largo de su ciclo vital”.
Lusardi (2020) mide la fragilidad financiera atendiendo a las personas que, ante circunstancias adversas inesperadas, tienen la certeza o creen probable que no podrían cubrir las necesidades del mes siguiente con 2.000 dólares. La Encuesta de Competencias Financieras (Banco de España-CNMV, 2018, pág. 55 y ss.) plantea, en términos similares, durante cuánto tiempo podría el hogar mantener el nivel de gasto sin pedir prestado o cambiar de casa si perdiese su fuente principal de renta.
Por lo tanto, aquellos conceptos se aproximan al de “resiliencia financiera”. De hecho, la más reciente Recomendación de la OCDE (2020, pág. 6) vincula la “salud de los mercados financieros” con el reforzamiento de “la resiliencia y el bienestar financiero individual”.
La Recomendación de la OCDE de 2005 ya apunta a la salud y a la resiliencia financiera cuando señala que la población debería mejorar su comprensión de los riesgos financieros y las formas de protegerse de los mismos a través del recurso al “ahorro, los seguros y la educación financiera”.
Entre las circunstancias personales o sociales sobrevenidas que pueden desatar las dificultades financieras se pueden identificar, entre otras, el desempleo, los accidentes, los divorcios o la viudedad (Comité Económico y Social Europeo, 2011). La Comisión Europea (2007) añade el fallecimiento, en la medida en que el finado sea quien genere los ingresos que sirven de mantenimiento de una unidad familiar, por ejemplo.
Aunque obedezca a una situación coyuntural y no estructural, la crisis sanitaria originada en 2020, al igual que, eventualmente, los fenómenos climatológicos adversos de carácter extremo, pueden incidir en la vulnerabilidad personal, social y financiera de ciertos colectivos, que merecerían la dispensa de una especial salvaguarda por parte de los poderes públicos y de las entidades privadas[3].
Los efectos negativos de estos casos, en general, se podrían contrarrestar, a juicio del Comité Económico y Social Europeo y de la Comisión Europea, con una adecuada planificación y con la articulación, con la debida antelación, de planes de contingencia.
Estas situaciones de estrés podrían menoscabar la salud física o psíquica de las personas que las padecen, pero el concepto de salud financiera no afecta, de modo directo, a esta vertiente[4]. Las preocupaciones financieras pueden afectar a la salud mental; los altos niveles de endeudamiento, por ejemplo, se asocian con la ansiedad y la depresión (Broadbent, 2019, pág. 4). Según Skinner (2020, pág. 34), los psicólogos establecen una relación entre la mala salud mental y la mala salud financiera.
Por ello, la salud financiera puede ser el medio para alcanzar otros fines como son la salud mental y física, la estabilidad familiar, la educación y la movilidad económica (Parker et al., 2016, pág. 2).
La referencia a la salud financiera también se emplea, en ocasiones, respecto de la capacidad no de los individuos sino de las empresas para resistir hechos imprevistos. De este modo, Ontiveros (2020) menciona, en el marco de la pandemia, que “las amenazas derivadas del deterioro de la salud financiera de las empresas pueden pasar factura al sistema bancario a través de ascensos en la tasa de morosidad”[5].
En realidad, las dificultades de las familias y de las empresas se pueden comunicar con facilidad a los proveedores de servicios financieros, ante la mayor dificultad de unas y otras para cumplir sus obligaciones financieras (pago de prima de seguros, cuotas de préstamos, de ciertas comisiones…). Una situación de tensión del sistema financiero, en casos extremos, podría terminar afectando a la economía, lo que evidencia el interés en la salud financiera por parte de todos los agentes implicados, incluidos los de naturaleza pública.
En todo caso, conforme a lo expuesto, la salud financiera dependería de un conjunto de elementos, como son los siguientes:
(1) Del contexto general, pues una situación de crisis económica, financiera, climatológica, ambiental o social podría exacerbar la presión sobre los individuos y las empresas, los cuales, al margen de que hubieran sido más o menos diligentes con anterioridad a efectos de planificación y previsión, podrían sentir las consecuencias desfavorables.
(2) Del propio individuo o empresa, pues a estos agentes les correspondería la planificación para atender imprevistos, los cuales son, por otra parte, consustanciales a la vida e inevitables, o poco previsibles pero posibles. La educación financiera se podría erigir, por tanto, como una herramienta de primer orden para atenuar los efectos de estos riesgos, ya sean de naturaleza no financiera o financiera, como complemento de otras medidas públicas, privadas o mixtas.
(3) La propia actividad desplegada por las entidades financieras, que podría incidir en la salud financiera de los usuarios de diversos modos; a veces, con un comportamiento negativo (por ejemplo, no accediendo a conceder más crédito a clientes sobreendeudados o en determinadas situaciones de vulnerabilidad[6]), y, en otras ocasiones, accediendo a sus peticiones para la provisión de servicios financieros con los que atender sus necesidades cotidianas o sobrevenidas (por ejemplo, también a propósito de la provisión de crédito, concediendo préstamos o una reestructuración de deuda a familias y empresas solventes pero que atraviesen tensiones de liquidez)[7]. Parker et al. (2016, pág. 2), en esta línea, estiman que los proveedores de servicios financieros deben conocer las necesidades de los clientes en este ámbito de la salud financiera para ofrecerles los productos y servicios financieros apropiados.
El mismo deber de custodia de activos e instrumentos financieros por parte de las entidades financieras, y la confianza que se deposita en el sector por la ciudadanía, incluso, para prevenir ciertos riesgos, como los cibernéticos, los digitales o los asociados al blanqueo de capitales, que afectan a toda la sociedad, inciden indirectamente, en sentido favorable, en la salud financiera.
Establecido todo lo anterior, el siguiente paso sería tratar de establecer formas de medir, objetivamente, la salud financiera, de modo que se pueda facilitar su gestión por los propios interesados, y su consideración por terceros, como las Administraciones Públicas o los proveedores de servicios financieros, por ejemplo.
Parker et al. (2016) constatan que el 57% de la población norteamericana (138 millones de personas) carecen de salud financiera, en base a ocho indicadores:
(1) Gastar menos de lo que se gana.
(2) Pagar las facturas en tiempo y forma.
(3) Tener suficientes ahorros líquidos disponibles.
(4) Disponer de ahorros o activos a largo plazo.
(5) Contraer, en su caso, una deuda sostenible.
(6) Contar con un historial crediticio saludable.
(7) Tener contratados los seguros adecuados.
(8) Planificar los gastos para el futuro.
Los dos primeros se asocian al componente del gasto, el tercero y el cuarto al del ahorro, el cuarto y el quinto al del crédito y los dos últimos al componente de la planificación.
Estudios más, recientes, que emplean esta misma metodología, elevan la falta de salud financiera hasta el 67% de la población de los Estados Unidos (Garon et al., 2020), a pesar de la constatación de mejoras respecto a un periodo anterior, que se relacionan con la implantación de políticas públicas y otras medidas para el alivio de la deuda, el confinamiento y el cambio de comportamiento de los consumidores. En este estudio se añade que, según la puntuación alcanzada por cada individuo respecto de los ocho indicadores, estos se pueden encontrar en situación de vulnerabilidad financiera (0-30), de salud financiera moderada (31-70) o de plena salud financiera (71-100).
Como se aprecia, por tanto, el siguiente reto de los poderes públicos, de las entidades financieras y de los programas de educación financiera pasará por medir, sólida, dinámica e individualmente, la situación de robustez o vulnerabilidad financiera de las familias y empresas, de modo que tanto los contenidos de los programas y su grado de eficacia como la oferta de productos financieros y las medidas de apoyo a los más vulnerables se puedan orientar en consonancia.
Referencias bibliográficas
Banco de España-Comisión Nacional del Mercado de Valores (2018): “Encuesta de Competencias Financieras”, junio.
Broadbent, B. (2019): “Financial education and the Bank of England”, discurso en la conferencia para ayudar a los niños y a los jóvenes para aprender sobre el dinero, Banco de Inglaterra, Londres, 3 de julio.
Comisión Europea (2007): “La educación financiera”, COM(2007) 8008 final, 18 de diciembre.
Comité Económico y Social Europeo (2011): “Educación financiera y consumo responsable de productos financieros”, dictamen de iniciativa, 14 de julio (DOUE de 29 de octubre de 2011).
Garon, T., Dunn, A., Celik, N., y Robb, H. (2020): “U.S. Financial Health Pulse. 2020 Trends Report”, Financial Health Network.
OCDE (2005): “Recommendation on Principles and Good Practices for Financial Education and Awareness”, julio.
OCDE (2020): “Recommendation of the Council on Financial Literacy”, octubre.
López Jiménez, J. M.ª (2020a): “El sistema financiero en los tiempos de crisis sanitaria”, Agenda de la Empresa, nº 257, junio.
López Jiménez, J. M.ª (2020b): “Nuevos principios de la OCDE sobre educación financiera: la Recomendación de 2020”, EdufiBlog, 6 de noviembre.
Lusardi, A. (2020) “The financial fragility of European households in the time of COVID-19 and the role of financial education and literacy”, presentación en el panel virtual de la Autoridad Bancaria Europea sobre educación financiera digital en el contexto de la COVID-19, 30 de septiembre.
Mancebón Torrubia, M.ª J., Ximénez-de-Embún, D. P., y Vilar-Aldonza, A. (2020):
“Habilidades financieras y hábitos financieros saludables: un análisis a partir de la Encuesta de Competencias Financieras”, Cuadernos de Información Económica, nº 275, Funcas, marzo/abril.
Ontiveros, E. (2020): “Una cohesión política necesaria”, El País, Negocios, 1 de noviembre.
Parker, S., Castillo, N., Garon, T., y Levy, R. (2016): “Eight Ways to Measure Financial Health”, Center For Financial Services Innovation, mayo.
Skinner, C. (2020): “Doing Digital. Lessons from leaders”, Marshall Cavendish Business.
[1] Según Lusardi (2020), solo un tercio de las personas, a lo ancho del planeta, domina los aspectos básicos de las finanzas personales y de la gestión de los riesgos.
[2] A esta relación entre la vulnerabilidad económica y la social se alude, por ejemplo, en términos generales, en el apartado III del preámbulo, del Real Decreto-ley 20/2020, de 29 de mayo, por el que se establece el ingreso mínimo vital: “Aunque la situación de privación económica que sufren las personas a las que va dirigida esta medida esté en el origen de su situación de vulnerabilidad, la forma concreta que tomará su inclusión social variará en función de las características de cada individuo: para algunos, será el acceso a oportunidades educativas, para otros, la incorporación al mercado de trabajo o, la solución a una condición sanitaria determinada”.
[3] No deja de ser llamativo que el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, prescribe que, durante la vigencia del estado de alarma, las personas únicamente podrán circular por las vías o espacios de uso público para la realización de ciertas actividades, que deberán realizarse individualmente, salvo que se acompañe a personas con discapacidad, menores, mayores, o por otra causa justificada. Entre estas actividades figuran la “asistencia y cuidado a mayores, menores, dependientes, personas con discapacidad o personas especialmente vulnerables” [art. 7.1.e)] y el “desplazamiento a entidades financieras y de seguros” [art. 7.1.f)].
[4] A propósito de los productos financieros, el Comité Económico y Social Europeo (2011) propone que los soportes de información de aquellos (como ocurre con los de los medicamentos), incorporen “advertencias sobre las posibles contraindicaciones y efectos secundarios de cada producto, así como de los aspectos relacionados con las condiciones de los contratos”.
Lo anterior concuerda con la recomendación de la OCDE (2005) para el establecimiento de sistemas de aviso ante hechos generadores de alto riesgo que puedan perjudicar los intereses de los consumidores financieros, incluyendo los casos de fraude financiero.
En el caso de la desazón causada por una mala praxis en la comercialización de servicios financieros y la reclamación de daños morales, la sentencia del Tribunal Supremo, Sala de lo Civil, de 30 de septiembre de 2016 (nº res. 583/2016) determina que “La indemnización de los daños morales exige no solamente que se aprecie una causalidad fenomenológica entre la conducta del demandado y los hechos en que tales daños se concretan (angustia, desazón, ansiedad), sino también que pueda establecerse una imputación objetiva”. En el caso concreto, la pretensión del cliente demandante no fue estimada.
[5] Es significativo que recientes disposiciones normativas europeas y españolas asocien la concesión de crédito con la educación financiera. La educación financiera ha encontrado acogida tanto en la Directiva 2014/17/UE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 4 de febrero de 2014, sobre los contratos de crédito celebrados con los consumidores para bienes inmuebles de uso residencial, como en la Ley 5/2019, de 15 de marzo, reguladora de los contratos de crédito inmobiliario, que sirve para su transposición. El apartado 1 de la disposición adicional tercera de la Ley 5/2019 dispone lo siguiente: “El Ministerio de Economía y Empresa, el Banco de España, las Comunidades Autónomas y los Entes Locales, promoverán medidas de fomento de la educación de los consumidores sobre los riesgos que pueden derivarse de la contratación de préstamos, y la gestión de deudas, en particular en relación con los contratos de préstamo inmobiliario, los derechos que ostentan los consumidores, su forma de ejercicio, las obligaciones que recaen sobre las entidades de crédito, los prestamistas, los intermediarios inmobiliarios y las sociedades de tasación”.
[6] Skinner (2020, pág. 34) cita el caso de algunas “Fintech” británicas que ayudan a los clientes a prevenir la adicción al juego, bloqueando sus cuentas ante posibles cargos provenientes de empresas de este sector.
[7] La situación de pandemia ha servido para intensificar el impacto social del sistema financiero, cuya labor ha sido fundamental en lo que se refiere a la prestación de liquidez a las empresas y a los autónomos, bien concediendo financiación directamente, bien ofreciendo crédito avalado por el ICO o por otras entidades o administraciones públicas. Tampoco ha sido menor el esfuerzo para conceder moratorias a los prestatarios en situación más delicada, tanto en las operaciones hipotecarias como en las personales, o la cobertura prestada a los arrendatarios de los alquileres sociales de viviendas de la titularidad de las entidades (López, 2020a, pág. 65).