“La sostenibilidad como eje estratégico y de transformación del sector financiero”, en Retos y futuro del Sistema bancario, Garrido-Yserte, R., y Del Olmo García, F. (coords.) (Instituto Universitario de Análisis Económico y Social, Universidad de Alcalá), Catarata de los Libros, Madrid, 2025, págs.117-142.

Catarata de los Libros.

Apartado introductorio:

Ha pasado un cuarto de siglo desde la superación del conocido como “efecto 2000”, asociado al cambio de milenio y a la eventual caída de los sistemas informáticos. Ahora, en 2025, una inteligencia artificial ávida de recursos energéticos, como en Matrix, ha abierto puertas y una realidad que prácticamente solo los autores y los lectores de ciencia ficción llegaron a entrever. El examen del Reglamento de la Unión Europea sobre inteligencia artificial (de 2024) deja en nosotros un poso de sorpresa infinita y de cierto desasosiego[i]. La doble revolución verde y digital ya quedó bosquejada por tanto, en algunos de sus aspectos, antes de lo que se pudiera sospechar.

Este primer cuarto de siglo, iniciado y cerrado con un papel preponderante de la tecnología y de la energía, también ha sido el del surgimiento y la superación de la crisis financiera (2007-2008) más destructora de la Historia, dejando pequeños al crac bursátil de 1929 y a la Gran Depresión. La pandemia de 2020 y la agresión militar a Ucrania, que entró en su fase de mayor virulencia en 2022, trayendo a Europa una violencia no vista desde la Segunda Guerra Mundial, han alterado profundamente las percepciones de los individuos y las bases de la convivencia.

La geopolítica y la geoestrategia han recuperado el lugar que les corresponde, a costa de una globalización económica que sigue, a pesar de todo, su camino, mientras se la crítica desde la comodidad del sofá por algunos que manejan móviles y tabletas de última generación que se diseñan en los Estados Unidos, se elaboran con mano de obra asiática y se venden sin dificultad en los mercados de Europa.

Tampoco se puede negar que el segundo mandato de Donald Trump, ganado en las urnas en noviembre de 2024 y comenzado en enero de 2025, ha supuesto una sacudida, que, como aspecto positivo, puede servir para despertar a los europeos del letargo y de la autocomplacencia, e incluso, como mostraremos, para la reafirmación de la agenda de la sostenibilidad y de la transición energética, con sus derivaciones en la actividad de los bancos y de las entidades financieras.

A falta de emociones más fuertes, en esta fracción temporal de 25 años se ha tomado completa conciencia de problemas globales que hunden sus raíces en la Revolución Industrial y en el comienzo de la época más prometedora para el ser humano, que ha mejorado sus condiciones de vida y se ha multiplicado por el planeta como nunca antes se había visto. La conexión entre el liberalismo clásico y el crecimiento económico no ha sido trivial: del año 1800 al presente, la producción por persona en el mundo liberal ha crecido cerca del 3.000 %, y los trabajadores han disfrutado de niveles de salud, longevidad y consumo inabordables para las élites privilegiadas en los años precedentes[ii].

Sin embargo, el precio de este extraordinario crecimiento ha sido el de la desestabilización climática y la degradación ambiental, con todas las consecuencias asociadas que han impactado en el bienestar, en las vidas y en la propiedad de las personas. Parecemos aceptar, incluso, la “ruleta rusa climática”: a efectos prácticos, seguimos viviendo más o menos igual en el día a día, como colectivo y como individuos, a pesar de la creciente fuerza destructora de unos fenómenos climáticos que hoy pueden afectar a nuestros vecinos, mañana quizás a nosotros[iii].

Las propias restricciones cognitivas —la brevedad de la vida, incluso, en comparación con la duración de los ciclos naturales— nos dificultan el entendimiento y la aceptación de que los “pequeños cambios” traen causa de la acción humana y de que forman parte de una alteración de patrones que, de consolidarse, podría ser extraordinariamente destructiva (como también lo pueden ser otras catástrofes no climáticas más localizadas geográficamente, como las erupciones volcánicas y los terremotos).

En 1972, con la presentación por el Club de Roma del célebre informe “Los límites al crecimiento”, se concluyó que el aumento de la población, la industrialización y la contaminación obligarían a superar los límites físicos del planeta en unos 100 años. También en 1972 se formuló por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) el principio “quien contamina paga”. En esta década de los 70, como ahora, una crisis energética y la inflación descontrolada llevaron estas cuestiones al debate público. Uno de nuestros principales sesgos cognitivos, puede que irremediable, es el de que tendemos a olvidar demasiado pronto.

De todo lo expuesto, a partir de esta inicial puesta en perspectiva, resulta una de las grandes contradicciones de nuestra época: el evidente crecimiento económico, la mejora de las condiciones de vida y el propio modo de actuar de las empresas y de los consumidores, de mantenerse, llevarán en algún momento a una situación de colapso de consecuencias difíciles de predecir.

Somos capaces de medir los aspectos positivos de nuestras acciones pero, en cambio, arduamente tenemos presentes los daños infligidos a terceros (¿también a nosotros mismos?) cuando se toman las grandes y las pequeñas decisiones (esto es, las externalidades negativas). Más difícil aún es identificar el daño causado a los bienes colectivos, que carecen de un dueño definido porque son de todos.

Corresponde a los poderes públicos, dados el carácter de bien colectivo del medioambiente y la necesidad de hacer valer el interés general, ordenar todas estas cuestiones. Constituciones recientes, como la española de 1978, lo admiten de manera expresa[iv]. Sin embargo, ni la coactividad del Derecho, que comprende el deber de reparar el daño causado, ni las necesarias racionalidad y solidaridad en el uso de estos bienes, han podido revertir una situación que da la sensación de que está descontrolada.

A pesar de ello, poniendo como ejemplo a nuestro país, la Ley de Cambio Climático y Transición Energética[v] trata de plasmar el marco general conducente, nada menos, que a la transformación del modelo económico, de un lado, y a un nuevo contrato social de prosperidad inclusiva, de otro, con la crisis climática como catalizador.

2015, como contrapunto, fue el año de la adopción del Acuerdo de París[vi] y de la Agenda 2030, que contiene los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible[vii]. Con un 2030 realmente cercano, 2050 es el nuevo año para la medición de los logros (también de los fracasos) de la nueva agenda ambiental y social. En Europa se fijó 2030 como hito intermedio, con el propósito de rebajar las emisiones de gases de efecto invernadero en un 55 % tomando como año de referencia 1990 (Objetivo 55 o Fit for 55 en inglés).

Se pasa por alto con más frecuencia de la deseable que los dos anteriores son acuerdos gubernamentales, adoptados en foros donde la ciudadanía no está representada de manera directa. Se puede presumir que todos compartimos determinados valores universales que nos parecen evidentes, pero esta falta de consulta y de acuerdo se puede confundir por algunos con una imposición. Los Estados Unidos y su paso errático, ya anticipado, representan un buen ejemplo de las consecuencias de esta falta de diálogo y de entendimiento, con su doble salida del Acuerdo de París, coincidiendo con los cambios de presidencia, y con la retirada del apoyo en el mundo empresarial (y financiero) a la consideración en la gestión de los criterios ambientales, sociales y de gobernanza (ASG), al igual que a los principios de diversidad, equidad e inclusión (DEI)[viii].

En Europa, por el contrario, la sostenibilidad ha quedado alejada de la arena política, al estar bien anclada en sus tratados constitutivos y más cerca de la sensibilidad ciudadana. La Unión Europea se propuso liderar la transición hacia la sostenibilidad climática y social, elevando este compromiso al rango de deber normativo para todos los ciudadanos y empresas por medio de la adopción, en 2021, de la llamada “legislación europea sobre el clima”[ix].

El Tratado de la Unión Europea (artículo 3, apartado 3), con anterioridad, impuso a las instituciones de la Unión el deber de actuar “en pro del desarrollo sostenible de Europa basado en un crecimiento económico equilibrado y en la estabilidad de los precios, en una economía social de mercado altamente competitiva, tendente al pleno empleo y al progreso social, y en un nivel elevado de protección y mejora de la calidad del medio ambiente”. El Banco Central Europeo deriva de aquí el mandado secundario (distinto del primario, centrado en el control de los precios) que le impone el deber de prestar su apoyo al desarrollo sostenible, lo que tiene reflejo en las conductas exigidas a las entidades bancarias supervisadas.

Los acuerdos internacionales de 2015 se construyeron, en buena medida, sobre el concepto de “desarrollo sostenible” del conocido como “Informe Brundtland”, que la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo presentó en 1987 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en los prolegómenos de la caída del Telón de Acero y de la desmembración de la Unión Soviética. El desarrollo sostenible es aquel que “satisface las necesidades de la generación actual sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”, lo que se suele acompañar del lema de la Agenda 2030: que nadie se quede atrás.

De algún modo, esta visión predominantemente económica se debe asentar sobre otra política y de pacto social, en la línea apuntada, tiempo atrás, por Edmund Burke, como asociación entre “los vivos, los muertos y los que han de nacer”. De lo contrario, se corre el riesgo de que las grandes declaraciones sean meramente programáticas, y de que los ciudadanos, que tienen la última palabra, bien guiados e informados por los poderes públicos, no entiendan y acepten el impacto, los costes y los beneficios de la transición sostenible en sus vidas y en sus bienes. Además, las decisiones de hoy condicionarán claramente la nueva forma de vida de las generaciones venideras, por lo que el número de adhesiones al nuevo pacto debe ser total o muy elevado.

El “Informe Draghi”[x], a propósito de la competitividad de Europa, que necesariamente pasa por superar los retos de la sostenibilidad y su financiación, da algunas pautas de interés. Parte de que los representantes políticos deben estar al servicio de los ciudadanos y de las empresas para atender sus necesidades e inquietudes en esta época de cambio. La incorporación ciudadana al diálogo social será un aspecto central para “construir el consenso necesario para realizar los cambios”, a lo que se suma que “la transformación puede conducir mejor a la prosperidad para todos cuando va acompañada de un sólido contrato social”.

El sistema financiero contribuye a la canalización del ahorro y de la inversión desde los agentes a los que les “sobra el dinero” (esto es, los que incurren en superávit) a quienes están necesitados de recursos económicos (los deficitarios), para la aplicación a sus propósitos personales o empresariales. Es incluso posible que los financieros alleguen fondos para los Estados, a través de la concesión de financiación directa o la suscripción de deuda pública, como se ha venido haciendo de manera constante durante los últimos quinientos años[xi].

Nos hemos referido, implícitamente, a dos de los tres pilares del sistema financiero, como son el bancario y el de la inversión, cada uno con sus particularidades, en las que en este trabajo no entraremos para no separarnos del propósito que nos hemos trazado. Dicho de manera sencilla, los bancos conceden préstamos a las personas, para la compra de activos (su vivienda, un vehículo), para invertir (la puesta en marcha de un negocio) o, simplemente, para consumir. En cambio, a través de las empresas de inversión y de los fondos de inversión (también de los fondos de pensiones, que combinan aspectos de inversión y de ahorro para la jubilación), los individuos pueden canalizar sus excedentes monetarios a determinadas empresas o actividades, con la idea de obtener un beneficio económico. Los servicios financieros sostenibles también harán aparición por esta parte, como se expondrá en los dos siguientes apartados.

Merece la pena que nos detengamos igualmente, como así lo haremos más adelante en este capítulo, en el tercer pilar del sector financiero, el de los seguros, que sirven para proteger la vida y el patrimonio de las personas ante la posible ocurrencia de determinados hechos dañosos (los siniestros). Los riesgos físicos asociados al cambio climático también se combaten, entre otras fórmulas, por esta vía (en menor medida, los conocidos como riesgos de transición del cambio climático, que deben ser atajados de otros modos).

Como es fácil de intuir, la transición sostenible requiere una inversión cuantiosa. Además de las sumas aportadas directamente por los Estados y de las garantías financieras ofrecidas por estos, la participación del sector financiero resulta imprescindible. Y ese y no otro es el propósito de las conocidas como las finanzas sostenibles.

El Plan de Acción de la Comisión Europea para financiar el desarrollo sostenible[xii] lo expresa con nitidez, al incluir entre los tres objetivos perseguidos el de reorientar “los flujos de capital hacia inversiones sostenibles a fin de alcanzar un crecimiento sostenible e inclusivo”[xiii]. El mismo Acuerdo de París pretende “situar los flujos financieros en un nivel compatible con una trayectoria que conduzca a un desarrollo resiliente al clima y con bajas emisiones de gases de efecto invernadero”.

Es decir, el camino hacia la sostenibilidad, tanto en la vertiente ambiental y climática como en la social, necesita ineludiblemente la participación del sector financiero.

Tras esta introducción, en el apartado siguiente nos centraremos en el sistema financiero y en su contribución a la sostenibilidad. En el tercer apartado, combinando lo general con lo particular relacionado con las finanzas, destacaremos los retos de este camino, con especial atención a los puntos que involucran, de uno u otro modo, a las entidades financieras.

Notas

[i] Reglamento (UE) 2024/1689, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 13 de junio de 2024, por el que se establecen normas armonizadas en materia de inteligencia artificial y por el que se modifican determinados Reglamentos y Directivas (Reglamento de Inteligencia Artificial).

[ii] Fukuyama (2022, pág. 11).

[iii] López Jiménez (2025).

[iv] Téngase presente a modo de ejemplo el artículo 45 de nuestra Constitución, que no puede ser más claro:

“1. Todos tienen el derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo.

  1. Los poderes públicos velarán por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el medio ambiente, apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva.
  2. Para quienes violen lo dispuesto en el apartado anterior, en los términos que la ley fije se establecerán sanciones penales o, en su caso, administrativas, así como la obligación de reparar el daño causado”.

[v] Ley 7/2021, de 20 de mayo.

[vi] Accesible a través del Boletín Oficial del Estado en el siguiente enlace: https://www.boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-A-2017-1066

[vii] “Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible”, Resolución aprobada por la Asamblea General el 25 de septiembre de 2015 (https://unctad.org/system/files/official-document/ares70d1_es.pdf).

[viii] En este sentido, por ejemplo, The Economist (2025).

[ix] Reglamento (UE) 2021/1119, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 30 de junio de 2021 por el que se establece el marco para lograr la neutralidad climática.

[x] Comisión Europea (2024, pág. 19).

[xi] López Jiménez (2015).

[xii] Comisión Europea (2018).

[xiii] Los otros dos fines del Plan de Acción son “gestionar los riesgos financieros derivados del cambio climático, el agotamiento de los recursos, la degradación del medio ambiente y los problemas sociales”, y “fomentar la transparencia y el largoplacismo en las actividades financieras y económicas”.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *