Los banqueros han venido concitando animadversión históricamente, a la par que no han dejado de ser necesarios. Últimamente, incluso los “empleados rasos de banca”, que han sufrido los cierres de sucursales y la ola de despidos y desvinculaciones posteriores a la crisis financiera de 2008, han resultado afectados por las consecuencias de la pérdida de reputación del sector, a pesar de su cercanía, durante décadas, a la clientela.
En la pandemia, lo servicios financieros se calificaron como esenciales, y las sucursales bancarias se mantuvieron en buena medida abiertas durante los momentos más oscuros de nuestras vidas. Una sociedad al borde de la quiebra habría caído en el marasmo con toda probabilidad si los sistemas de pago, otra infraestructura esencial no valorada lo suficientemente, no hubieran funcionado adecuadamente en los momentos más críticos.
La función social de la banca, paulatinamente, comienza a ser reconocida, pues si los servicios de pago fueron necesarios para mantener la cohesión social en la etapa inicial de la crisis sanitaria, en la fase posterior de la pandemia fue la provisión liquidez, en estrecha colaboración con las autoridades públicas, la que permitió ganar un tiempo de oro y preservar una parte significativa del tejido productivo.
PwC, que desde hace años viene publicando un documento de necesaria lectura para conocer la evolución de la Unión Bancaria, describe con precisión cómo ha evolucionado la imagen de la banca en los últimos meses (“Unión Bancaria, ¿una vacuna contra la crisis?”, 2021, págs. 12 y 13):
“Una perspectiva que ha cambiado con la pandemia es la de la imagen de los bancos. Tras una década de mala reputación, vinculada a la crisis financiera de 2008-2012 (es conocida la comparación que hizo Christine Lagarde, la actual presidenta del BCE, con la figura del banquero villano de la última versión de la película Mary Poppins), las entidades financieras se han convertido durante la pandemia en aliados imprescindibles para mitigar sus efectos económicos y sociales. El decreto de alarma aprobado en marzo en España determinó que la banca era un servicio esencial y que por tanto estaba exenta de las restricciones de circulación, al igual que los comercios de alimentación, las gasolineras o las farmacias, lo cual obligó a mantener las sucursales abiertas, incluso en condiciones de precariedad sanitaria.
A este esfuerzo del personal de las entidades durante la fase más dura del confinamiento, que permitió atender sin problemas los pagos y operaciones habituales del sistema financiero, se añadió la función de los bancos como canalizadores, en la mayoría de los casos voluntarios, de las moratorias a particulares y de los préstamos del ICO. En lugar de cerrar el grifo del crédito, como hubiera sido su reacción natural ante el aumento del riesgo generado por la recesión, los bancos entendieron que las circunstancias eran extraordinarias y decidieron abrir la mano para salvar la actividad económica. Es cierto, con todo, que las facilidades concedidas por las autoridades supervisoras y reguladoras (como la relajación contable o la garantía de los avales del ICO) también representaron un poderoso incentivo para que las entidades incrementaran sus carteras de crédito. El resultado fue que entre febrero y julio de 2020 el crédito a empresas y particulares aumentó en 43.000 millones de euros, manteniendo lubrificado el engranaje de la actividad económica.
Con todo ello, la banca está empezando a percibirse como una industria amiga por parte de las instituciones y de los ciudadanos. No se puede decir, volviendo al símil de Lagarde, que los bancos hayan pasado de villanos a héroes (reconstruir la reputación es una tarea de años) pero ya hay algunas señales de ese cambio de apreciación. Un estudio de la revista American Banker, basado en las opiniones de los clientes, ha revelado que tras la pandemia el índice de reputación de los bancos de Estados Unidos ha pasado de 63,2 a 68,6 puntos, sobre un máximo de 100. Por algo se empieza”.