La Congregación para la Doctrina de la Fe y el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral publicaron el 17 de mayo de 2018 un documento titulado “Oeconomicae et pecuniariae quaestiones. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual  sistema económico-financiero”, aprobado por el Papa Francisco.

Según la nota de prensa que lo antecede, el documento se destina principalmente, en términos quizás amplios y ambiguos, a los “operadores económico-financieros competentes”, respecto de los cuales se traza un símil con san Mateo, pecador y recaudador de impuestos que en un momento dado se abrió a promover el favor de todos los hombres…

En la nota preliminar se cita, entre otros economistas ilustres, a Robert Shiller (“Las finanzas en una sociedad justa”) y su tesis de que las finanzas no son un fin en sí mismas, sino que tratan de facilitar otros logros sociales. Esto evidencia que las autoridades vaticanas llegan tarde a un debate comenzado años atrás por los propios académicos de la cosa económica. Apurando, esta relación entre la moral y la economía ya quedó establecida por Adam Smith; como afirma Vargas Llosa en “La llamada de la tribu”: «Circula aún la idea errónea de que Adam Smith fue sobre todo un economista —se lo llama “padre de la Economía”—, algo que lo hubiera dejado estupefacto. Siempre se consideró un moralista y un filósofo. Su interés por las cuestiones económicas, al igual que por otras disciplinas como la astronomía […], surgió como una consecuencia de su empeño en desarrollar una “ciencia del hombre” y explicarse el funcionamiento de la sociedad».

En cuanto al documento en sí, a pesar de lo acertado de algunas de sus afirmaciones, parte de incluir de forma indiscriminada a todo tipo de banca (de inversión o comercial; regional, nacional o internacional; de base capitalista o mutualista) en un mismo saco, y de la presunción de un impulso natural avaro e insolidario que alcanza a todo el sector (al menos, esa es la impresión que nos queda tras su lectura).

En todas las familias sin excepción hay ovejas negras, y estas no pueden desprestigiar a las instituciones y condenarlas de manera irreversible, especialmente cuando su utilidad social está más que acreditada y consolidada. En cada agrupación hay personas éticas y rectas y otras que no lo son: se trata de una realidad consustancial a la condición humana. Ciertamente, el enfoque es adecuado —aunque algo exagerado— cuando se afirma, en términos generales, “la constatación de que los hombres, aún aspirando con todo su corazón al bien y a la verdad, a menudo sucumben a los intereses individuales, a abusos y a prácticas inicuas, de las que se derivan serios sufrimientos para toda la humanidad y especialmente para los más débiles y desamparados” (apartado 4, párrafo primero).

Al menos, y es de agradecer en lo que nos pueda tocar, “muchos de sus operadores [de los mercados] están animados individualmente por buenas y correctas intenciones”, aunque las esperanzas de salvación se evaporan si seguimos leyendo, pues no es posible ignorar “que en la actualidad la industria financiera, debido a su omnipresencia y a su inevitable capacidad de condicionar y —en cierto sentido— de dominar la economía real, es un lugar donde los egoísmos y los abusos tienen un potencial sin igual para causar daño a la comunidad” (párrafo primero del apartado 14).

Las instituciones de la Santa Sede parten de la influencia de lo económico y lo financiero y de los mercados en el bienestar material de la mayor parte de la humanidad, lo que requiere su sometimiento a la regulación y a un fundamento ético que los mecanismos económicos, por sí solos, no pueden producir. El objetivo es alcanzar el bien común con respeto a la dignidad de la persona y “sus derechos y deberes fundamentales”: “En principio, todas las dotaciones y medios utilizados por los mercados para aumentar su capacidad de asignación, si no están dirigidos contra la dignidad de la persona y tienen en cuenta el bien común, son moralmente admisibles. Sin embargo, es asimismo evidente que ese potente propulsor de la economía que son los mercados es incapaz de regularse por sí mismo […]” (apartado 13).

Si bien es cierto que el bienestar económico global ha aumentado en la segunda mitad del siglo XX, en medida y rapidez nunca antes experimentadas, se señala que “al mismo tiempo han aumentado las desigualdades entre los distintos países y dentro de ellos. El número de personas que viven en pobreza extrema sigue siendo enorme” (apartado 5).

La mala situación de esta amplia capa de personas tiene su origen en algunas minorías que “explotan y reservan en su propio beneficio vastos recursos y riquezas, permaneciendo indiferentes a la condición de la mayoría” (apartado 6, párrafo primero).

Por el contrario, Pinker y Muggah (“Is Liberal Democracy in Retreat?”, Project Syndicate, 30 March 2018), entre otros, tienen una visión menos sombría, pues estiman que el mundo se está volviendo más seguro y más próspero en general, aunque ello sea difícil de creer. Esto es especialmente cierto en los países democráticos, que destacan por sus altas tasas de crecimiento económico y por unos elevados niveles de bienestar. Las democracias también tienden a tener menos guerras y genocidios, casi ninguna hambruna y ciudadanos más felices, más sanos y mejor educados. Si bien muchas democracias se han enfrentado a una crisis de confianza en los últimos años, sus extraordinarias victorias y su continua superioridad en relación con otras alternativas permiten conservar el optimismo. Merece la pena recordar la obra de Pinker “Enlightenment Now: The Case for Reason, Science, Humanism, and Progress”, de la que daremos cuenta próximamente en el Blog.

Quizás las reflexiones vaticanas deberían dirigirse a esta minoría (¿el 1 % o el 0,1 % de la población?), quizás el objeto del análisis debiera ser la creciente desigualdad en el mundo y en nuestras sociedades, antes que la culpabilización de la Economía como ciencia y de las finanzas, que son —deben ser— instrumentales para la consecución de otros valores: “Ningún beneficio es legítimo, en efecto, cuando se pierde el horizonte de la promoción integral de la persona humana, el destino universal de los bienes y la opción preferencial por los pobres” (apartado 10, párrafo tercero). Con buen criterio se recuerda la “regla de oro” evangélica y, mucho más tarde, kantiana: haz a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti (apartado 11, párrafo tercero).

Recordemos que según el Fondo Monetario Internacional, dentro del 1 % de población que más tiene, sorprende el crecimiento sustancial de la riqueza del 0,1 % más rico, sin que haya consenso entre los autores sobre las razones de esta concentración, pues por algunos se señala al impacto de las nuevas tecnologías y la globalización en la demanda de habilidades, por otros al papel de las políticas adoptadas, como la bajada de los impuestos a los más ricos y, por fin, al comportamiento de los altos ejecutivos de las empresas y su búsqueda de rentas.

Además del sesgo referido anteriormente de equiparar lo que es desigual o diferente, lo que es injusto de por sí, nos parece que el documento peca de otro defecto, al analizar conjuntamente la realidad económica y financiera con la política, cuando, realmente, nos hallamos ante esferas bien diferenciadas. Un ejemplo de ello lo encontramos en el apartado 5, párrafo segundo, a propósito de la crisis financiera; a pesar de los “esfuerzos positivos, en varios niveles, que se reconocen y aprecian”, “no ha habido ninguna reacción que haya llevado a repensar los criterios obsoletos que continúan gobernando el mundo”.

Como es obvio, si se pretende salir del círculo limitado de la autorregulación y de la asunción voluntaria de principios por este o por otro sector económico, el empuje y la reglamentación “dura” deben venir desde fuera, desde las únicas fuentes legitimadas para establecer normas de obligado cumplimiento, esto es, desde los Estados u otras instituciones supranacionales. En el párrafo segundo del apartado 9 se afirma que “nuestra época se ha revelado de cortas miras acerca del hombre entendido individualmente, prevalentemente consumidor, cuyo beneficio consistiría más que nada en optimizar sus ganancias pecuniarias”: ¿es ello imputable al sistema financiero o a otro nivel superior, o simplemente diferente, de pensamiento y decisión?

No escapan a las reflexiones vaticanas los casos de mala conducta en la comercialización de instrumentos financieros (“comercializar algunos productos financieros, en sí mismos lícitos, en situación de asimetría, aprovechando las lagunas informativas o la debilidad contractual de una de las partes, constituye de suyo una violación de la debida honestidad relacional y es una grave infracción desde el punto ético”, apartado 14, párrafo segundo) o el dinero (“en sí mismo un instrumento bueno, como muchas cosas de las que el hombre dispone: es un medio a disposición de su libertad, y sirve para ampliar sus posibilidades. Este medio, sin embargo, se puede volver fácilmente contra el hombre”, apartado 15, párrafo primero).

Incluso Thomas Piketty parece haber sido considerado: “el rendimiento del capital asecha [sic] de cerca y amenaza con suplantar la renta del trabajo, confinado a menudo al margen de los principales intereses del sistema económico” (párrafo segundo del apartado 15) (sobre la debilidad terminológica e incluso conceptual del documento vaticano, nos remitimos al blog Tiempo Vivo de José M. Domínguez, entrada “La doctrina económica vaticana: ¿cuál es el idioma original?”, de 1 de julio de 2018).

El extenso apartado 24 se dedica a la responsabilidad social empresarial, y a la conveniencia de armonizar el interés de los “shareholders”, que parecen encarnar la peor faz del capitalismo, con el de otros grupos de interés (“stakeholders”) aparentemente más amables. Se anima a “votar con la cartera”, es decir, a canalizar los ahorros “hacia aquellas empresas que operan con criterios claros, inspirados en una ética respetuosa del hombre entero y de todos los hombres y en un horizonte de responsabilidad social” (párrafo cuarto de apartado 33).

En fin, nos encontramos ante un documento con claroscuros. Las referencias al cambio de cultura en el sistema financiero son plausibles, aunque no tanto el establecimiento de una presunción de culpa sobre el mismo, el cual, con sus evidentes defectos, como cualquier construcción humana, ha coadyuvado a la generación de riqueza y a su reparto. En el debe del documento cabe citar el excesivo recurso a lugares comunes, la escasez de argumentos nuevos, el lenguaje poco cuidado (al menos en su versión en español), y el empleo de conceptos económicos y financieros puramente técnicos con cierta ligereza. Y que más que al sistema financiero, que no deja de ser una abstracción, acaso falte cierta valentía para señalar al 0,1 % que atesora la mayor parte de la riqueza mundial, y a los representantes políticos y gubernamentales, que son quienes de verdad pueden —y deben— tomar las decisiones más relevantes.

 

Artículo relacionado: «La políedrica visión económica del Papa Francisco» (agosto de 2014).


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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