El debate de las remuneraciones en el sector financiero, y en las grandes corporaciones en general, no es nuevo. Recordemos, por ejemplo, las salidas «doradas» de un gran banco español de dos de sus directivos en los primeros años del milenio, que se embolsaron, respectivamente, 43 y 108 millones de euros (Cinco Días, 2004), o la quiebra fraudulenta, en 2001, de Enron, en la que la ruina de los inversores y de otros acreedores no impidió que la cúpula directiva se hiciera con enormes sumas de dinero y ventajas de variada índole.
La Comisión de Expertos en materia de Gobierno Corporativo (2013, pág. 56) ha resaltado en su informe que «es evidente la importancia de la política de remuneraciones de los consejeros en el sistema de gobierno corporativo de las sociedades de capital en general y de las sociedades cotizadas en particular». En la explicación que antecede al principio 25 del recién publicado «Código de Buen Gobierno de las Sociedades Cotizadas» (Comisión Nacional del Mercado de Valores, 2015, pág. 46) se afirma que «La estructura, nivel, procedimiento de fijación y régimen de transparencia de las remuneraciones de los consejeros es un elemento esencial del sistema de buen gobierno corporativo de toda sociedad».
El gobierno corporativo de una entidad bancaria se define, según los estándares internacionales más avanzados, en términos que en lo esencial resultan extrapolables a toda sociedad de capital, como el conjunto de las relaciones que se dan entre la dirección de una empresa, su consejo de administración, sus accionistas y otros grupos de interés, que proporciona la estructura a través de la cual se establecen los objetivos de la empresa, los medios para alcanzar esos objetivos y el seguimiento de los mismos (Bank for International Settlements, 2014, pág. 1). El gobierno corporativo ayuda a definir, en suma, la atribución de competencias y cómo se toman las decisiones en el seno de la compañía.