El bergantín Intrepide, mercante de bandera francesa caracterizado por su velocidad, por fin arribó al puerto de Málaga una fría mañana de noviembre del año 1777. La travesía iniciada en Boston cinco semanas atrás, bajo los auspicios del joven marqués de La Fayette, no fue sencilla. El principal escollo residió en superar el estrecho de Gibraltar, bajo dominio inglés y muy vigilado desde la firma del Tratado de Utrecht en 1713 por las principales potencias europeas, entre ellas España, causante del conflicto, con motivo de la sucesión tras la muerte sin descendencia del último Austria, Carlos II.

El secretario y emisario se apresuró a desembarcar para entregar personalmente la carta escrita y firmada del puño y letra de su comitente, para lo cual fue conducido con la mayor celeridad al Consulado del Mar de Málaga, donde le aguardaba el mismísimo Secretario del Despacho de Indias, José de Gálvez, oriundo de Macharaviaya, uno de los principales brazos ejecutores de la política del abstraído monarca Carlos III, más afanado en labores cinegéticas que de Estado. Sin llegar al nivel político del Conde de Floridablanca, recién nombrado Secretario del Despacho de Estado, la presencia en la Corte de José de Gálvez y su participación en las intrigas palaciegas era notoria.
 
—Don José, mi nombre es Dominique de Tocqueville, le traslado los cumplidos del marqués de La Fayette, a quien asisto como secretario personal. Como es conocido, la situación de los sublevados de las Trece Colonias es desesperada: carecen de los medios adecuados y de la preparación suficiente para enfrentarse a las tropas regulares enviadas desde Inglaterra, que totalizan unos ochenta mil hombres y disponen de los ilimitados medios proporcionados por el enajenado rey Jorge III. No obstante, tras la reciente victoria de Saratoga bajo la dirección y organización de George Washington, se atisba un reforzamiento moral y cierta posibilidad de victoria. Es por ello que…
 
—Ya sé lo que pretenden muchacho —replicó secamente José de Gálvez—. Los sublevados desean la explícita ayuda de la Corona española, por mucho que ni siquiera el mismo marqués de La Fayette cuente con el beneplácito de su rey para intervenir en Norteamérica. Como sabes, los insurgentes ya cuentan con el velado apoyo financiero español. Recientemente embarcó desde Cádiz un cargamento destinado a Nueva Orleans con avituallamiento y armamento, eso sin contar con los lingotes de oro enviados para reclutar y entrenar tropas. Pero de momento, de acuerdo con los recientemente firmados Pactos de Familia suscritos entre las monarquías de España y Francia, nuestra política exterior esta condicionada por la del vecino país. Nuestra ayuda ha de ser más o menos secreta, y necesariamente reducida, al menos de momento, pues es nuestro deseo evitar un abierto enfrentamiento con los ingleses, así como actuar de consuno con París. Déjame ver esa carta —inquirió—.
 
Dominique, solícito, la puso sobre la mesa.
 
José de Gálvez, tras ojearla, retomó la palabra: —En cualquier caso, como no ignoras, mi hermano Bernardo fue nombrado el pasado año gobernador de la Luisiana, provincia cedida por Francia a España hace apenas diez años, además de que a Bernardo le unen ciertos vínculos de amistad con el marqués de La Fayette. —Hizo una pausa, por su mente pasó el enfrentamiento latente entre el conde de Floridablanca y el conde de Aranda, del que salió vencedor, al menos de momento, el primero en perjuicio del segundo, ligado este con José de Gálvez por comunes intereses políticos y económicos: la ocasión era propicia para equilibrar de nuevo la balanza—.
 
Como es manifiesto —continuó— esta entrevista jamás ha tenido lugar, y cualquier apoyo personal que pueda prestar a la causa revolucionaria norteamericana estará animado, en primer lugar, por mi deber de servir lealmente a la Corona española y, en segundo lugar, por atención a la petición de ayuda de un amigo de mi hermano. Allegaré los fondos que puedan servir para la causa. Permanece en Málaga, disfruta de su encanto —esbozó un amago de sonrisa, quizá recordando hábitos pretéritos: sus hermosas mujeres y el buen vino—, y regresa a este mismo lugar dentro de tres semanas.
 
—Don José, muchas gracias por su inestimable colaboración.
 
José de Gálvez se levantó sin mediar palabra, abandonando, en silencio, la habitación.
 
La situación económica de José de Gálvez en esos momentos no se podía definir como boyante, ciertamente: la inversión para fundar la Fábrica de Naipes de Macharaviaya y, especialmente, el pago a la Corona para que le fuera otorgada la licencia de producción de naipes en exclusiva para todo el Reino, había supuesto un notable desembolso. Asimismo, la carrera política y militar de Bernardo en América, y la de sus otros hermanos Matías, Miguel y Antonio en las embajadas europeas aún no habían dado los réditos apetecidos y esperados. En cualquier caso, era preciso jugar esta carta, que parecía propicia, pues las ventajas y prebendas que se podían obtener a cambio eran fabulosas: de un lado, en el ámbito interno, frenar el ascenso del conde de Floridablanca, arrogándose un éxito para el partido del conde de Aranda y para él mismo; de otro, en un contexto más internacional, contar con el favor de un influyente y ascendente marqués de La Fayette caso de que las Trece Colonias finalmente se independizaran de su metrópoli. No contando con fondos, José de Gálvez sólo podía contar con su influencia, lo cual no era desdeñable. Dada la clandestinidad, al menos momentánea, de cuanto se pergeñaba en aquéllos momentos, no era posible acceder al crédito del Banco de San Carlos ni al del Banco de Málaga: era precisa alguna forma de financiación más efectiva e inmediata.
 
La Catedral de la Encarnación de Málaga inició su construcción hacia el año 1525, y estaba a punto de ser finalizada, quedando pendiente de rematar, únicamente, una de sus torres, la torre sur, y la parte externa de la parte superior de su nave central. Esta joya renacentista y barroca, tras más de doscientos años de ejecución, comenzaba a vislumbrarse en su completa y definitiva apariencia. El Cabildo Catedralicio se mostraba ufano de estar tan cerca de concluir tan prolongada y ambiciosa obra, contando, dados los años de bonanza debidos a la expansión del comercio malagueño, gracias, entre otros, a Miguel de Gálvez, que llevó el vino dulce de Málaga hasta San Petersburgo, con que la Catedral fuera una completa realidad antes del transcurso de unos quince años.
 
El Obispo no contaba con la visita de José de Gálvez aquélla lluviosa mañana de diciembre.
 
—Padre, le agradezco que me reciba con tanta premura y sin previo aviso.
 
—Don José, es siempre un placer contar con su excelsa presencia en esta casa de Dios. ¿A qué se debe su presencia en Málaga y por estos lares?, ¿en qué puedo servirle?
 
Con contundencia y sin más preámbulo, José de Gálvez tomó la palabra: —Padre, me traen algunos asuntos urgentes, no de asueto, precisamente. Por motivos que por estar amparados por secreto de Estado no le puedo revelar, es precisa cierta colaboración económica para con terceros, que no puede proceder de las arcas de la Corona.
 
—Don José, ¿a dónde desea llegar?
 
José de Gálvez continuó, expeditivo: —Como es por todos conocido, los Gálvez hemos sido fieles colaboradores en esta última etapa de la construcción de la Catedral; esta familia ha prestado, y continúa prestando —habló paladeando cada silaba—, un gran servicio a Dios desde sus puestos de influencia en la Corte; le ruego ponga a mi disposición, de forma inmediata, los fondos destinados para finalizar la Catedral, que me consta son cuantiosos, con el compromiso por mi parte de devolverlos duplicados antes de diez años…
 
—Pero, ¡lo que pide es imposible! Vemos cerca el fin de la construcción ¡Es intolerable, no puede pedirme eso!
 
—Sí puedo —tras lo cual se le acercó y le susurró algo al oído, inaudible.
 
Varios días después, Dominique ordenó que la mercancía se cargara en las bodegas del Intrepide. El único compromiso que le exigió José de Gálvez a cambio fue que desembarcara la mercancía en el puerto de Nueva Orleáns, en presencia de Bernardo, y que entregara a este, personalmente, una carta.
 
El mayor riesgo al que se enfrentaba el viaje, además del inherente a atravesar el Atlántico, era el cruce del Estrecho, en sentido inverso al viaje de ida, por la vigilancia inglesa, pero el mismo se realizó sin incidencia remarcable. Así, llegó el Intrepide a Nueva Orleáns principiando el año 1778.
 
Bernardo de Gálvez verificó que el cargamento había llegado íntegro, y que se aplicaba a los fines previstos. En cuanto pudo, leyó la carta redactada por su hermano José, entregada por Dominique:
 
«Querido Bernardo, con esta acción reforzamos nuestra posición ante la Corona, para poder ejercer presión tanto desde la Corte como desde las posesiones en las Américas bajo nuestra administración. La intervención de la Corona en esta guerra aún no es oficial, pero te ruego que complementes el apoyo financiero que ponemos en manos del marqués de La Fayette con alguna acción militar frente al bellaco inglés que suponga un golpe de fuerza de la Corona española, y de los Gálvez a un tiempo. Quedo a la espera de tus exitosas noticias».
 
En respuesta a la petición de su hermano, Bernardo tomó, con reducidos medios compensados con gran audacia, las plazas inglesas de Mobila y Pensacola, expulsando a los ingleses, en una guerra no oficial todavía, de toda la Florida cccidental, lo que le valió el ascenso a mariscal de campo y teniente general-gobernador del territorio conquistado.
 
Los fondos procedentes del Cabildo Catedralicio fueron efectivamente aplicados por los insurgentes a su causa, siendo fundamentales para la formación del primer ejército regular norteamericano, comandado por George Washington. Los primeros éxitos de este ejército sirvieron como revulsivo y motivaron la entrada oficial en la guerra de Francia y España, siendo reconocida la independencia de los Estados Unidos de América, finalmente, en el Tratado de Versalles en 1783.
 
El marqués de La Fayette se convirtió en un reputado militar y defensor de las libertades en ambas orillas del Atlántico, interviniendo decisivamente en la Revolución Francesa, pocos años más tarde. Los Gálvez acumularon poder y desaparecieron de la Historia como llegaron: discretamente.
 
Los fondos de la Catedral jamás fueron devueltos, y la Catedral misma no fue culminada.
 
Y la deuda pendiente de los Estados Unidos de América, pioneros de la libertad, con Málaga, primera en el peligro de la libertad, aún no ha sido saldada, a pesar de ser manifiesta, cada vez que un malagueño con memoria alza la vista hacia la torre sur de la Catedral y no ve más que el cielo azul.

José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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