En plena conmemoración del quinto centenario de la primera vuelta al mundo de Magallanes y Elcano, la crisis sanitaria provocada por el coronavirus ha confirmado que ni el pretendido retorno al proteccionismo ni las guerras comerciales pueden interrumpir el fenómeno globalizador. El coronavirus, superada la inicial fase de contención, cuya duración sigue siendo una incógnita, no detendrá ni esta tendencia universal ni la actividad económica. La cooperación global, al igual que ocurre con otros fenómenos como el crimen organizado y el cambio climático, será crucial para combatir la crisis sanitaria (The Economist, “Is China winning?”, 16 de abril de 2020).
Tampoco sería acertado responsabilizar a la globalización de la pandemia. Como ha señalado Harari (“En la batalla contra el coronavirus, la humanidad carece de líderes”, El País, 13 de abril de 2020), “las epidemias mataban a millones de personas mucho antes de la era de globalización actual. En el siglo XIV no había aviones ni grandes barcos y, pese a ello, la peste negra se propagó desde el este de Asia hasta Europa occidental en poco más de un decenio” (con una línea de propagación, añadimos, similar a la de nuestro nuevo rival, con inicio en la actual Italia).
Los riesgos geopolíticos mundiales de comienzos de 2020, siempre susceptibles, de materializarse, de generar un impacto en unos mercados y en una economía que necesitan estabilidad y confianza para funcionar adecuadamente, eran de “corte clásico” y se situaban en territorios ya identificados como Corea del Norte, Irán, Ucrania o Venezuela, por ejemplo. Sin embargo, ha sido un enemigo invisible, que no entiende de fronteras, el que ha estremecido las estructuras de poder planetarias, poniendo a los gobiernos, a las empresas y a los ciudadanos en una tensión solo conocida en época de abierto conflicto bélico.
Se afirma que la aparición del coronavirus y su rápida extensión es un perfecto “cisne negro”, en la célebre expresión acuñada por Nassim Nicholas Taleb, aunque este cree que la pandemia se podría haber prevenido. El informe emitido en septiembre de 2019 (“Un mundo en peligro”) por la Junta de Vigilancia Mundial de la Preparación (“Global Preparedness Monitoring Board”), grupo de trabajo independiente creado en mayo de 2018 por el Banco Mundial y la Organización Mundial de la Salud, tras la epidemia de ébola de 2014-2016, también desmiente este carácter sorpresivo y revela la falta de previsión gubernamental ante la eventualidad de tener que lidiar con una no tan improbable pandemia global.
Es posible que ni los atentados del 11-S en 2001 ni la crisis financiera iniciada en 2007 y 2008 causaran una huella tan profunda en el sentir de toda la humanidad como la originada por esta crisis sanitaria, que ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de nuestra sociedad global y de todos los individuos, sin excepción, que la componen.
China saldrá reforzada de la crisis, pues, aunque el virus se propagó desde su territorio, lo ha doblegado con la mano firme que caracteriza su actuación. Esta rápida y contundente respuesta, y la abundancia de recursos acumulados tras un crecimiento económico ininterrumpido, prolongado durante décadas, le ha permitido convertirse en el nuevo benefactor mundial, lo que afianzará su influencia política y económica. Restablecido el orden, el control de la enfermedad —y de la circulación de sus ciudadanos— con apoyo en la tecnología (“Big Data”), servirá para ampliar más todavía la esfera de acción gubernamental, en una senda compartida por el resto de Estados, incluidos los democráticos.
Estados Unidos y Reino Unido, tras unas titubeantes posiciones iniciales, han terminado cediendo ante la evidencia y admitiendo la peligrosidad del coronavirus. Aunque habrá que aguardar a la factura final de la crisis, en términos de vidas y de coste económico, sus respectivas posiciones ante la de una reforzada China es posible que queden parcialmente debilitadas. En cualquier caso, las cadenas mundiales de producción seguirán estando íntimamente vinculadas.
En cuanto a la Unión Europea, esta crisis servirá para estrechar lazos, por razones de necesidad, a pesar de los desencuentros iniciales entre los países más saneados presupuestariamente del norte y los más endeudados del sur, que, precisamente, han sido los más castigados por la enfermedad. Es indiscutible que los Estados deben aprovechar los años de bonanza y crecimiento económico para formar reservas —o disminuir la deuda pública— y disponer de margen para el gasto y el endeudamiento en época de crisis. No otra es la razón de ser de los límites al déficit público y a la deuda pública del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, primer paso para que sobre la Unión Económica y Monetaria y la Unión Bancaria se pueda construir, de ser realmente necesaria, una Unión Fiscal.
Es previsible que, más allá del impacto psicológico, la crisis económica que siga a la sanitaria sea relativamente breve, siempre que se adopten las medidas adecuadas por los poderes públicos estatales y las estructuras de gobernanza regional e internacional. El objetivo debe ser preservar a toda costa el tejido productivo, no de palabra sino con acciones efectivas. Para ello, además del gasto público, será fundamental el papel desempeñado por el sector financiero. En concreto, en lo que concierne a Europa, el punto de partida es sólido, pues las entidades bancarias han fortalecido desde 2014, bajo la atenta mirada del Banco Central Europeo, en su faceta supervisora, su capital y su liquidez. Estas reservas y estos fondos deben permitir salvar las semanas o meses de paréntesis y prestar apoyo a todo tipo de empresas —pequeñas, medianas y grandes— en la etapa de recuperación, bajo la premisa de que una interrupción excesivamente larga tendrá efectos irreversibles.
(Imagen de la entrada de la autoría de Harryarts – www.freepik.es)
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