(Publicado en iAhorro el 26 de noviembre de 2015)
 
Recuerdo el consejo que me dio mi padre, empleado de banca que fue, y que cada vez que tengo ocasión traigo a colación: “nunca fíes a nadie, ni siquiera a un hijo”. Y eso que formó su juicio en una época muy distinta de esta, en la que hemos presenciado, más de lo deseable, en efecto, como muchos padres han perdido su vivienda habitual por haber fiado (expresión esta más correcta que “avalado”, pues es la prevista en el Código Civil) a unos descendientes que, por múltiples circunstancias (pérdida del empleo, fracaso de un negocio o de una relación personal, etcétera), no han podido hacer frente a las obligaciones contraídas frente a la entidad prestamista. 

No solo unos progenitores fían respecto a sus hijos, pues también cabe que un amigo lo haga en beneficio de otro, los cónyuges recíprocamente, un socio en relación con su empresa…
Obviamente, no hay que tomar a rajatabla las admoniciones de nuestros mayores, aunque tengan mucho o algo de verdad, por lo que la finanza puede ser útil en ciertos casos, para que el solicitante del crédito, que por sus propios medios esté cerca de alcanzar los estándares mínimos para que la operación sea viable pero no los supera, pueda cubrir el análisis del riesgo de la operación.
Como en cualquier contrato, tanto el fiador como el fiado han de ser suficientemente informados por parte del prestamista acerca de las consecuencias jurídicas y económicas del contrato, para que su consentimiento se forme y exteriorice adecuadamente.
Por el contrato de fianza, según el artículo 1.822 del Código Civil, se obliga uno a pagar o cumplir por un tercero, en el caso de no hacerlo éste. En clave civilista, se trata de un caso de responsabilidad sin deuda, pues el fiador no es deudor, pero responde por este de la deuda contraída.
En la práctica, ante un impago del crédito, suelen equipararse las posiciones del deudor y el fiador, de modo que de incumplir el primero, el acreedor podrá agredir el patrimonio del segundo, en su totalidad, directamente. Esta equiparación se efectúa como efecto de que el fiador renuncia a los beneficios de excusión, orden y división, que le permitirían rechazar la pretensión del acreedor hasta que, previamente, se hubiera agotado la posibilidad de cobrar con los bienes del propio deudor.
La renuncia en sí no es reprobable, siempre que, como hemos indicado, sea con conocimiento de causa.
Dado que, como se ha mostrado, el fiador responde con todo su patrimonio, se podría optar, para limitar los posibles daños, por otras figuras en las que solo se arriesgue un bien, sea inmueble (hipoteca) o mueble (prenda). También se puede pactar con la entidad prestamista, por ejemplo, la extinción de la fianza una vez amortizada parte de la deuda, o transcurrido un número de años desde la formalización del crédito.
Hay que tomar en consideración el fenómeno de la sobregarantía. Si el crédito está debidamente salvaguardado por la garantía hipotecaria, sobre un inmueble de la propiedad del mismo deudor, podría carecer de sentido económico contar con la garantía adicional del patrimonio presente y futuro, al completo, de un tercero, esto es, el fiador. 
En resumen, se trata de una figura útil, como todas, siempre que se conozca por los contratantes y emplee con buen criterio. Ahora bien, por definición, los riesgos en los que incurre el fiador pueden ser excesivos, y los beneficios no siempre ponderables desde un punto de vista material.

José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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