Pronto se publicará una obra colectiva sobre el sistema financiero y su transformación, de cuyo lanzamiento daré cuenta, en la que he tenido la fortuna de participar elaborando un capítulo titulado “El proceso de bancarización de las cajas de ahorros”. Como anticipo, rescato esta entrada que publiqué en febrero de 2014 en ¿Hay Derecho?, que he aprovechado para poner al día: 
Las cajas de ahorros han pasado de ser actores protagonistas de nuestro sistema financiero a quedar relegadas a un papel insignificante. Del centenar de entidades existentes en los años ochenta del siglo XX, se pasó, en los primeros años del milenio, a cerca de la cincuentena. Las más relevantes, apenas media docena, se han transformado  lo largo de 2014 en fundaciones bancarias, por mantener una participación en una entidad de crédito, directa o indirecta, de, al menos, un 10 por ciento del capital o de los derechos de voto de la entidad, o que les permite nombrar o destituir algún miembro del órgano de administración. 
Las cajas, en atención a su naturaleza jurídica fundacional, tenían dificultades para reforzar su capital, lo que, en una etapa de expansión exacerbada del crédito, les llevó a recurrir, excesivamente, a los mercados mayoristas, y a comercializar entre sus clientes, no siempre de forma correcta, instrumentos computables como recursos propios. Siendo «entidades sin dueño», las debilidades de su gobierno corporativo eran notorias, lo que se agravó con la presencia desmedida del sector público en sus órganos de administración. En numerosos casos, también fue palpable la falta de la suficiente capacitación y experiencia de sus gestores.
Ahora bien, uno de los puntos positivos de las cajas era la existencia, en el propio seno de las entidades, de la Obra Social. Los beneficios generados que no pasaban a reservas regresaban a la sociedad en forma de gasto destinado a cultura, sanidad, educación, asistencia a colectivos y personas desfavorecidas, investigación, defensa del patrimonio histórico, protección del medio ambiente, etcétera.
Según Titos Martínez («La Obra Social de las Cajas de Ahorros y sus perspectivas de futuro», Extoikos, núm. 8, 2012), en el período 1947-2010 las cajas lograron unos beneficios totales de 138.623 millones de euros, de los que destinaron a la Obra Social 34.908 millones de euros, es decir, exactamente el 25 por ciento de la totalidad de sus beneficios antes de impuestos (valores actualizados a 1 de enero de 2012).
Como se expone en el preámbulo de la Ley 26/2013, de 27 de diciembre, de Cajas de Ahorros y Fundaciones Bancarias, en los años 30 del siglo XIX «las cajas de ahorros se configuraron como entidades de beneficencia, orientadas al fomento y protección del ahorro y a la generalización del acceso al crédito de las clases sociales más desfavorecidas». La consolidación de las cajas se basó en estos caracteres «primigenios de carácter social, simplicidad del negocio y apego territorial, donde radicó históricamente gran parte de su general aceptación y su éxito como instituciones bancarias singulares».
Paulatinamente, las cajas fueron creciendo en tamaño y ampliando los servicios ofrecidos a la clientela, pero fue el preconstitucional Real Decreto 2290/1977, de 27 de agosto (el «Decreto Fuentes Quintana») el que permitió a las cajas realizar las mismas operaciones que las autorizadas a la banca privada.
Sería con la Constitución de 1978 cuando la configuración de las cajas se alteró por completo, al permitir a las incipientes Comunidades Autónomas regular la materia, sobre la base de la Ley 31/1985, de 2 de agosto, e incidir en la gestión de las mismas. Pocos apostaron por las cajas durante la elaboración de nuestra vigente Constitución, motivo por el cual se permitió, bien por descuido, bien por decisión voluntaria y consciente, que su regulación fuera materia competencial atribuida a las Comunidades Autónomas. El modelo de las cajas, de forma preconcebida o no, con mayor o con menor aceptación y agrado, se ajustó como un guante, transcurrido el tiempo, a la estructura política y territorial de nuestro país.
Años más tarde, el Real Decreto-ley 11/2010, de 9 de julio, implantó el ejercicio indirecto de la actividad financiera de las cajas a través de bancos instrumentales, para facilitar el acceso a recursos de máxima categoría, en igualdad de condiciones que los bancos. La opción para aplicar este régimen era voluntaria, aunque prácticamente todas las cajas de magnitud se acogieron a él, con varias salidas a Bolsa incluidas.
Hasta ese momento, una parte sustancial del sistema financiero español, la integrada por las cajas de ahorros, estaba aislada e «inmunizada» ante el vendaval de los mercados. Careciendo de «dueños», no podían lanzarse operaciones de adquisición de cajas, aunque esto también era un inconveniente a la hora de captar capital y recursos propios de máxima calidad, al despertar las renuencias de posibles inversores, que no podían ejercer un control «desde dentro». Durante algunos años, este obstáculo fue salvado mediante el recurso a la emisión de deuda, más barata y carente de derechos políticos.
El Real Decreto-ley 11/2010 abrió la espita del sometimiento de las cajas (o de sus bancos instrumentales) a los mercados, para bien y para mal, poniendo fin a esta «Arcadia» en la que las cajas habían desarrollado felizmente su centenaria actividad financiera y social.
Algún autor calificó este proceso de reforma de las cajas como «la tercera desamortización» (por ejemplo, Vallès, «Cajas, ¿la desamortización del siglo XXI?», El País, 26 de enero de 2011), por entregar su suerte al capital privado. Realmente, la desastrosa situación financiera del Estado no ofrecía muchas más opciones.
La Ley 26/2013 rige para las dos pequeñas cajas que se han mantenido fieles a la tradición y para las cajas que se puedan crear en un futuro, siempre dentro de los rigurosos límites concernientes a la actividad desarrollada (minorista), territoriales (una Comunidad Autónoma o diez provincias limítrofes) y de volumen de negocio (el activo total consolidado no podrá superar los 10.000 millones de euros, ni su cuota en el mercado de depósitos de su ámbito territorial de actuación el 35 por ciento del total de depósitos).
El extinto modelo de las cajas fue, durante varias décadas, «amable» y funcionó razonablemente bien, en un mercado bien acotado territorial y operativamente, sin pretensiones de grandeza, ni por parte de las cajas ni de su clientela. Los problemas comenzaron, quizás, cuando se superaron las tradicionales fronteras operativas y territoriales, trascendiendo de la banca al por menor, bien apegada al municipio o, como mucho, a la provincia. Este «salto» implicó, asimismo, una mutación no siempre solicitada por el cliente, que de depositante con nómina o pensión domiciliada transitó a inversor, presumiéndosele una capacitación y unas necesidades de las que realmente carecía.  En otras crisis financieras anteriores, las dificultades alcanzaron, primordialmente, a entidades bancarias, pero a nadie se le ocurrió terminar con el modelo de los bancos con forma de sociedad de capital para su sustitución por otro patrón organizativo alternativo.
Esto nos permite reflexionar acerca de si los modelos de las cajas y de los bancos se han de reputar necesariamente como antagonistas; es más, ¿era posible, incluso deseable, una ordenada convivencia de ambos tipos de entidades?
Las cajas españolas desplegaron una relevante función social y tuvieron sus «quince minutos de fama» durante tres siglos, pero puede que lo que más duela haya sido que la extirpación de los problemas se haya tenido que impulsar desde el exterior, lo que muestra, en otra faceta, la minoría de edad de nuestro país.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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