En 2012, coincidiendo con el segundo rescate a Grecia, a la par que «El minotauro global» de Yanis Varoufakis comenzaba a ganar notoriedad, escribí esta columna en el diario Málaga Hoy junto con Rafael Muñoz Zayas.
Dada su vigencia, la reproduzco:
«Tranquiliza pensar que nadie puede desligar sus valoraciones de sus experiencias vitales en ningún momento de su existencia, y que no es menos cierto que lo que nos conforma como sociedad y como personas es la suma de nuestra propia historia y la de la historia a la que pertenecemos. Sentada esta premisa, el núcleo del pensamiento occidental, guste o no, está alimentado por la cultura helenística, y las luces de entonces nos siguen iluminando 2.400 años más tarde, tamizada por la dominación romana y con la gran reinterpretación del Renacimiento italiano que nos acercó a su concepción del hombre y su tragedia. Sin duda, es la misma concepción del hybris griego la que hoy día avanza implacable hacia nosotros en forma de abismo financiero, de la misma manera que para Enzensberger el iceberg avanza implacable hacia el pasaje del Titanic.
Dudamos mucho que en las negociaciones previas a la quita por importe de 100.000 millones de euros de la deuda soberana griega acordada hace varias semanas se haya realizado valoración alguna, por situar las cosas en su contexto, de la deuda que Europa mantiene con Grecia, empezando por su misma denominación (con origen en el mito del rapto de Europa por Zeus), la cual es simplemente incalculable e inestimable. El saldo, en una hipotética compensación de deudas, sería claramente favorable a Grecia pero, desgraciadamente, las deudas culturales son más difíciles de cuantificar que las financieras, y ya hay algo trágico en la simple contemplación de esta realidad.
Es seguro que el pánico al riesgo sistémico, a la posibilidad de contagio a las economías de otros países, ha sido considerado más relevante que el riesgo de perder la propia identidad o la propia vida: en los últimos días la tragedia de un país que ha marcado la historia de la cultura occidental cobra aún mayor dramatismo por el suicidio de uno de sus ciudadanos que reclama una patria alzada en armas, como si de un libro de poemas de Peveroni se tratara, mientras pone fin a su vida para tratar de escapar de la pobreza extrema a la que se ha visto abocado.
De todas formas, si entre los lectores hay tenedores de deuda soberana griega, incluso algún afortunado inversor en bonos griegos por medio de fondos de alto riesgo, la preocupación debe ser relativa, pues la erosión del valor de los bonos no será tan sustancial si añadimos las rentabilidades obtenidas en los últimos meses. Ya se sabe, a mayor rentabilidad más riesgo, y con una rentabilidad desorbitada, el riesgo del default griego no estaba, ni mucho menos, descartado. O sea, que si al valor de los bonos le agregamos una rentabilidad bastante elevada, resulta que, finalmente, queda lo comido por lo servido.
Grecia e Italia, que sintetizan lo clásico y su retorno renacentista, se han visto forzadas a sustituir a sus primeros ministros por los llamados tecnócratas, Papadimos y Monti, respectivamente, sin contar con la validación del electorado. España, un país más barroco, sigue la senda del hidalgo empobrecido que ha de contentar a los mercados aunque le pese, mediante un gobierno que sí ha logrado en las urnas cierto beneplácito para imponer reformas que lo harán impopular y que, a poco que falle nuestra memoria, harán de lo malo lo mejor.
Pero no nos engañemos, de la doctrina clásica de la democracia directa ateniense queda poco en pie hoy día, pues difícilmente tiene encaje en nuestras sociedades posindustriales. Schumpeter nos mostró razonablemente cómo la participación ciudadana en las democracias modernas se limita, en esencia, a elegir entre, al menos, dos partidos políticos en liza, de modo que los votantes tengan la opción de desalojar del poder al partido vencedor en las siguientes elecciones, quedando así salvada la amenaza de la tiranía, aunque no podemos olvidar a Pío Baroja que tildaba nuestras democracias actuales de dictadura del número, no sin cierta razón.
Mas se deben extremar las precauciones, pues bajo la necesidad del imperioso cambio para mejorar las condiciones económicas, y hasta la propia subsistencia, el ser o el no ser, se corre el riesgo de un retorno a tesis paternalistas rayanas al ya superado despotismo ilustrado (todo por el pueblo pero sin el pueblo), que no sabemos por qué derrotero nos conducirían.
Grecia, como Estado, puede quebrar, no sería ni el primero ni el último agente económico que lo hace. Lo que en ningún caso sería admisible es la quiebra de los valores que hemos heredado del pensamiento de este viejo país, ni la perversión de que sea una economía mal entendida, sometida a no se sabe qué principios, la que subyugue a la política: el orden es, justamente, el inverso. Hagamos posible que este orden no caiga, fortalezcamos las instituciones, construyamos una sociedad civil capaz, hagamos democracia real de cada uno de nuestros actos y, sobre todo, no seamos cómplices de un sistema que conduce a más de once millones de conciudadanos a la pobreza o a la exclusión social y que hacen de nuestro modelo de convivencia un coloso en llamas».