Por José María López Jiménez y José A. Díaz Campos
Los numerosos escándalos de corrupción política y financiera que nos rodean en la actualidad nos hacen reflexionar acerca de por qué ciertos individuos desarrollan conductas poco éticas que, sin embargo, no van siempre acompañadas de una sanción, que puede abarcar desde la devolución de las cantidades indebidamente percibidas hasta, en el peor de los casos, el ingreso en prisión.
Fernández de la Gándara afirmaba acertadamente allá por 1993 en su magnífico discurso de apertura del año académico 1993-1994 de la Universidad de Alicante, titulado «Derecho, ética y negocios», que «(…) todas las corrientes de pensamiento en favor del establecimiento de un contenido ético específico en el comportamiento de los operadores económicos se originan, (…) en períodos históricos en que las instituciones jurídicas y las estructuras fundamentales de la sociedad están en crisis».
En su obra «El gran crash de 1929», J.K. Galbraith venía a decir algo similar al referirse a la misma: «(…) cada vez que la obra estaba a punto de ser descatalogada y desaparecer de las librerías, un nuevo episodio especulativo (…) estimulaba el interés por la historia de aquel gran caso [el crash de 1929] de prosperidad y súbito desplome del mercado de valores (…)».
Vivimos, para bien y para mal, en un mundo cada vez más globalizado, donde la competencia entre individuos o compañías se ha tornado feroz, posibilitando que todo parezca dominado por una especie de «darwinismo social», que habilita a cualquiera para desarrollar una conducta poco ética con tal de perseguir un único objetivo: su propio interés particular, su propio lucro y beneficio.
En esta poda del Estado del Bienestar tan trabajosamente logrado, los Poderes Públicos tratan de subsistir, recortando de aquí y de allí, para evitar perder independencia y autonomía, pero apenas pueden atender, de veras, la consecución de los fines de interés general, por el que nadie se parece preocupar hasta que ya es demasiado tarde. ¿Realmente justifica el fin los medios?
Los conflictos de interés están a la orden del día en el mundo de los negocios, donde se toman decisiones importantes no sólo para el devenir de una compañía concreta y sus socios, sino también para el del sistema financiero y la economía en general.
Cuando aparece un conflicto de interés, la decisión que se tome estará sesgada hacia uno u otro lado y, por tanto, no siempre será la más eficiente para el conjunto de los individuos. La norma legal marca a veces los márgenes de actuación aceptables, pero, cuando esto no ocurre, ¿dónde están los límites?
Si aplicamos esta lógica a una institución financiera con gran peso en el mercado, obtenemos que la eficiencia del sistema financiero se podría estar viendo perjudicada por la conducta poco ética de algunas instituciones que participan en el mismo y que anteponen sus intereses particulares a los de sus clientes, que en teoría, son los que les otorgan su razón de ser, o al interés general.
No obstante, merece la pena destacar que en el mundo financiero, siguiendo la denominación acuñada en los países anglosajones, existe la dualidad entre «hard law» (ley dictada por el Estado conforme a los procedimientos establecidos constitucionalmente) y «soft law» (consejos o recomendaciones procedentes de instancias que gozan de determinado reconocimiento o prestigio).
Mientras que la ley debe ser cumplida por una evidente necesidad jurídica, los criterios que conforman el «soft law» no se cumplen por su carácter jurídicamente vinculante sino porque si se cumplen implican el «premio» del mercado.
El incumplimiento de la ley se sanciona, pero el de las recomendaciones carece de sanción. Esto nos permite colegir que las recomendaciones pueden estar cerca de las normas éticas, pues su incumplimiento no acarreará consecuencias negativas para el infractor (aunque su observancia implicará, casi con toda seguridad, el respaldo del mercado, como decíamos).
En un artículo anterior («Un sistema financiero… ¿ético?», López Jiménez, 2009) ya señalamos que: «(…) si desarrollar un comportamiento ético presupone cumplir con la ley y con criterios económicos, de eficiencia y eficacia, la ética aporta poco al funcionamiento del sistema (…). Por tanto, más que con normas éticas (…) con lo que debemos contar es con normas jurídicas suficientes y efectivas, desde las de carácter privado hasta las penales, pasando por las brindadas por el Derecho administrativo».
Por tanto, el verdadero peligro para el sistema radica en la insuficiencia o en la no aplicación de las normas jurídicas, ya que esto creará un incentivo perverso, pues aquél que sí cumple verá como otros incumplidores «sacan tajada» y no responden ante nadie por sus acciones.