Se suele explicar que las economías de subsistencia donde prevalece la permuta evolucionan a economías dinerarias que facilitan los intercambios, gracias a la aparición de metales como el oro o la plata, o al acuerdo de la comunidad sobre otros objetos que también pueden cumplir las funciones económicas del dinero.

En situaciones de crisis es habitual, desde época inmemorial, que se produzca el fenómeno inverso, es decir, que la permuta, ante la falta de moneda, cobre nuevo protagonismo. En general, transitoriamente, a veces, a perpetuidad.

El capítulo 47 del Génesis, versículos 13 a 26, ofrece un interesante ejemplo de todo ello, aunque con otras profundas derivaciones.

Ante una hambruna extrema en Egipto y Canaán (los siete años de vacas flacas que siguieron a los siete años de vacas gordas), el pueblo intercambió progresivamente todo su capital, en sentido amplio, por alimento.

Primero, entregó todo su dinero a cambio de provisiones, centralizando así el efectivo en el palacio del faraón bajo la gestión de José. Nótese como el palacio se convirtió en el lugar de custodia de todo el efectivo, con el respaldo del sacerdocio, en la línea histórica ya apuntada por Goetzmann (Money Changes Everything: How Finance Made Civilization Possible, Princeton, 2016).

Cuando el dinero se agotó, el pueblo ofreció ganado (caballos, ovejas, vacas, asnos) a cambio de pan. Se ve que la emisión de nueva moneda para facilitar las transacciones no fue una opción (¿por falta de voluntad?, ¿por cálculo político?, ¿por falta de metales preciosos?). Esta situación se prolongó durante un año.

Al acabarse también estos bienes, los individuos vendieron sus tierras y su libertad personal a cambio de pan, convirtiéndose en siervos del faraón.

Como resultado, el faraón adquirió la propiedad de toda la tierra egipcia, excepto la de los sacerdotes, que percibían una renta del faraón y fueron capaces de subsistir (buen ejemplo también de la aparente separación de lo humano y lo divino, aunque en una civilización como la egipcia esta línea era muy fina), y estableció un impuesto del 20 % sobre las cosechas, es decir, pagado en especie y no con dinero (como es lógico, al no haber dinero en circulación). El 80 % restante de la cosecha se podía conservar para la propia subsistencia.

El proceso supuso una transferencia total de riqueza privada al gobierno, consolidando el monopolio económico del faraón y sentando una base fiscal permanente en Egipto.

Curiosamente, todo ello a satisfacción de los nuevos siervos, que expresan su gratitud: “Nos has salvado la vida. Obtengamos el favor de mi señor y seremos esclavos del faraón”.

Del texto de origen resulta una aparente contradicción entre la atribución de la propiedad y la renta al faraón: a nuestro juicio, el faraón se convirtió en propietario de todas las tierras (excepto la de los sacerdotes) y además en perceptor del 20 % de los frutos o rendimientos de la tierra en manos de los satisfechos siervos.

Son múltiples las enseñanzas de este breve texto bíblico, y evidente el conocimiento político, jurídico y económico que encierra.

Génesis 47: 13-26 (Biblia CEE) [https://www.conferenciaepiscopal.es/biblia/genesis/].


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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