(Publicado en Social Investor el 14 de diciembre de 2020)

Las entidades bancarias han venido gestionando los asuntos relacionados con el medioambiente desde sus departamentos de RSC, lo que ha encontrado reflejo en los informes de sostenibilidad. Sin embargo, este enfoque, siendo plausible, se ha mostrado insuficiente para la doble lucha contra el cambio climático y su impacto en la sociedad. El esfuerzo desarrollado merece una valoración positiva, pero no da respuesta a los verdaderos retos planteados.

La implicación del sector bancario (y del sistema financiero en su conjunto), partiendo del mandato dado por las autoridades públicas (Acuerdo de París, Agenda 2030, Acuerdo Verde Europeo, Plan de Acción para Financiar el Desarrollo Sostenible de la Comisión Europea, estrategias nacionales…), debe ordenarse y sistematizarse.

No es tarea sencilla articular un verdadero marco general para la gestión de las finanzas sostenibles, que debe ser efectivo en el corto plazo para proyectar sus efectos en las próximas décadas.

Ante la proliferación de declaraciones políticas, informes, encuestas, recomendaciones, datos científicos, disposiciones normativas… las entidades del sector financiero han emprendido, con la mejor voluntad pero cada una a su modo, y sin emplear una metodología y una base conceptual compartida, a pesar de recientes avances como la aprobación de la “Taxonomía Regulatoria” por la UE, una evolución desde la RSC hacia las finanzas sostenibles, rozando, a veces, el conocido como “greenwashing” (o “ecopostureo”, en palabras del Gobernador del Banco de España).

Los meses de octubre y noviembre de 2020 han sido cruciales. En octubre, el Banco de España publicó sus expectativas supervisoras sobre los riesgos derivados del cambio climático y del deterioro medioambiental, aplicables a las entidades menos significativas, y, a finales de noviembre, el BCE, la “Guía sobre riesgos relacionados con el clima y medioambientales”, que se integrará en el diálogo del supervisor con las entidades de mayor tamaño, esto es, las significativas.

La publicación de la Guía del BCE se ha acompañado del anticipo de lo que para algunos era un secreto a voces, en la línea de la práctica seguida por otros supervisores bancarios en vanguardia en materia climática, como el Banco de Holanda o el Banco de Inglaterra: la próxima prueba de resistencia supervisora del BCE, que tendrá lugar en 2022, incluirá el examen de los riesgos relacionados con el clima.

La Guía del supervisor europeo, con sus 13 expectativas, que afectan a la estrategia, al modelo de negocio, a la gobernanza, a la gestión de riesgos, del capital y de la liquidez, a la concesión de crédito, al régimen de remuneraciones, o a la divulgación de información, por ejemplo, es aplicable desde su publicación, y obligará a las entidades, en primer término, a llevar a cabo una autoevaluación, para la elaboración de planes de acción a la vista de los gaps detectados, todo lo cual será contrastado y discutido en el marco del diálogo supervisor en 2021.

Lo anterior puede chocar con el aparente “carácter no vinculante para las entidades” de la Guía. Este planteamiento responde a una tendencia general consistente en el establecimiento de “normas suaves” (“soft law”), que, bajo el apercibimiento de la aplicación de posibles “sanciones” de distinto perfil por la autoridad supervisora o regulatoria, puede ser tan efectivo como una norma con rango de ley para adaptar la conducta de las entidades destinatarias de las mismas.

Como se desprende de la lectura de la Guía del BCE, esta institución se basa en el carácter dinámico de su método de supervisión y en la proactividad exigible a las entidades supervisadas, para, a partir de ahí y del vigente marco regulatorio y supervisor, en aplicación de un método de razonamiento deductivo, concluir que las entidades deberían ser capaces de identificar y gestionar los nuevos riesgos, como los climáticos y los vinculados con la degradación medioambiental.

La complejidad de los deberes impuestos a las entidades es elevada, incluso para las más avanzadas en la gestión climática y ambiental, lo que motivará que se deban desarrollar grandes esfuerzos para adquirir conocimientos y competencias, así como para diseñar herramientas, que permitan la toma de decisiones y el establecimiento de objetivos alineados con los del Acuerdo de París, fundamentalmente, con base en información suficiente y de calidad.

El tiempo dirá si las entidades, en un entorno de nueva concentración del sector y, ojalá, de salida de la crisis sanitaria, dan adecuada respuesta a estas expectativas, así como cuáles serán las consecuencias para las entidades que no las cumplan y la posible reacción, ante esta eventualidad, de los inversores y de los clientes. Lo importante es que ha llegado el momento de pasar de las palabras a la acción en la lucha contra el cambio climático. El Banco Central Europeo se ha pronunciado y el debate ha quedado zanjado: “Roma locuta, causa finita”.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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