Ser gobernador de un banco central no tiene que ser necesariamente divertido, particularmente en una época de crisis. Los discursos de un gobernador tampoco tienen que serlo, pero, merced a la condición de servidor público del emisor del mensaje, al menos sí se puede pedir que cuenten con un barniz de ciencia, sensatez e independencia.
Una institución de vocación general, que si funciona adecuadamente es algo casi sagrado, exige esta seriedad, igualmente sentida y demandada por los ciudadanos de un Estado democrático.
Partiendo, como es obvio, de la complejidad de la materia económica y financiera (no menos, por otra parte, que la de otras disciplinas como son, entre otras, la física, la química, el derecho o la electrónica, lo que nos llevaría al orteguiano hombre-masa hiper-especializado), no todos los banqueros centrales son igual de grises. Se pueden leer discursos vibrantes y pedagógicos si recurrimos a gobernadores de bancos centrales como el de la India, Reino Unido o los Estados Unidos, por ejemplo.
Pero no nos engañemos, las intervenciones públicas de nuestros banqueros centrales suelen ser oscuras, desentrañables solo por expertos.
El gobernador del Banco de España pronunció días atrás, el 8 de abril, un discurso en el XXII Encuentro del Sector Financiero de ABC. El discurso va en la línea que comentábamos, de dureza técnica pero corrección general: que se aprecia una recuperación económica en España, que es positiva la bajada del precio del crudo, que los precios bajan, que el PIB de Europa aumenta, que el mercado laboral español mejora, que a la política tradicional de los bancos centrales se añade otra menos convencional, que el BCE ha puesto en marcha la «expansión cuantitativa», etcétera.
Este tono, al fin y al cabo, no está mal, pues al menos permite evitar el tener que entrar en el terreno de la confrontación política directa, algo que no compete al máximo responsable de un banco central, institución que se define por su autonomía respecto del poder.
Pero en un momento del discurso, se cruzó algún tipo de interferencia. En concreto, nos ha llamado la atención este párrafo:
«Llamar “austeridad” a la corrección de desequilibrios insostenibles -como lo eran los déficit de balanza de pagos alcanzados en 2007 y 2008, en el entorno del 10 % del PIB; y los déficit públicos entre el 9 y el 11 %, alcanzados entre 2009 y 2012-, no es, realmente, muy descriptivo de la realidad. Apartarse de un camino que nos lleve a situaciones imposibles e insostenibles no es “austeridad”, sino sentido común y, en un sentido muy real, patriotismo. La corrección de los grandes desequilibrios es, inevitablemente, muy costosa en términos de empleo y bienestar y ésta es la enseñanza que podemos sacar de la gran expansión que termina en 2008, cuando estalla la burbuja inmobiliaria».
Se entra, por tanto, en si las severas medidas aplicadas en España, que han venido acompañadas de evidente dolor, implican austeridad o no.
Qué más da, precisamos, pues por múltiples circunstancias las medidas tomadas eran las únicas que se podían adoptar. Ya se sabe, mejor hubiera estado prevenir que curar, advertir a tiempo que pontificar demasiado tarde.
Pero lo más llamativo viene cuando se asocian las medidas con el «sentido común» y el «patriotismo». Para rematar, se alude por el gobernador a la burbuja inmobiliaria, a su explosión en 2008 y a sus conocidas consecuencias.
Ya pudo el supervisor haber llevado a cabo alguna acción en aquellos falsos días de vino y rosas.
A nosotros, no sabemos si con exceso de ardor patriótico, nos duele leer la opinión de Niall Ferguson en «La Gran Degeneración» (2013, pág. 83), cuando se mofa de esta forma, no diré que absolutamente sin razón, de todos nosotros: «Una de las muchas características nuevas de Basilea III es la exigencia de que los bancos acumulen capital en los buenos tiempos a fin de tener un colchón en los malos. Esta innovación fue ampliamente celebrada hace algunos años, cuando fue adoptada por los reguladores bancarios españoles. Con eso está todo dicho».
Peor que no ser patriota es haber dilapidado la herencia recibida del pasado, en términos de autoridad y prestigio, probablemente un poco con la ayuda de todos, y echar balones fuera para justificar las inevitables medidas, omitiendo la ominosa carga que dejamos para los españoles del futuro.